Читать книгу Mora. Confesión travestí - María Maratea - Страница 8
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Dejé de jugar a la pelota. Empecé a jugar al elástico con las nenas. En la escuela, si algún chico me cargaba lo tiraba al piso y le saltaba en la panza hasta vaciarle el aire. No me interesaban las chicas. Los nenes tampoco. Me gustaban los de tercer año de la secundaria, si pasaban los dieciséis, mejor.
Llegaba a casa a las cinco y media de la tarde. El micro me dejaba en la puerta. Me abría el portero. La llave me la dieron recién a los trece.
Hasta las ocho de la noche estaba solo. Papá y mamá trabajaban, a la abuela la habían internado en un geriátrico, mis hermanas, Belén y María, después del colegio estudiaban inglés y francés. La mucama se iba a las cinco.
A veces miraba los dibujitos de la Pantera Rosa, pero lo que más me divertía era encerrarme en el dormitorio de mis padres y abrir el placard. Salía olor a piel, a cuero, a naftalina. De la puerta derecha colgaban las corbatas de papá, de la izquierda los cinturones y pañuelos de seda de mamá. Me sentaba en el borde. Acariciaba los tapados de zorro, de visón, de nutria.
Vaciaba las cajas de zapatos de ella. Tenía de todos los colores pero siempre me probaba los clásicos negros. Me ponía la peluca corte carré rubio ceniza. Me miraba en el espejo.
Abría el frasco de perfume Opium color terracota: olor a mamá.
Después, ordenaba todo y esperaba a Fabio.
Fabio es un muchacho grande y responsable, ya tiene dieciséis, decía mamá. Y Fabio, mi primo, con el propósito de cuidarme, comenzó a venir a casa todas las tardes.
Estaba empecinado en enseñarme a escribir. Yo lo esperaba sentado a la mesa del comedor, con hojas y lápices de colores. Cuando llegaba, me levantaba a upa y me sentaba sobre sus rodillas. Colocaba el lápiz entre mis dedos y su mano, pálida y huesuda, iba guiando la mía. Yo tiraba los lápices al piso. Me quedaba juntándolos debajo de la mesa, esperando que él viniera a buscarme. Le pedía que me besara las manos. Él decía que, por lo chicas, parecían de mujer.
Quería que pronunciara bien la doble erre:
–A ver, decí: carro.
–Caggo.
–No, no, a ver ésta: pe-rro.
–Pe-ggo.
–El perro corre a la perra.
–El peggo cogge a la pegga.
–Muy bien: el perro coje a la perra; a ver, repetí.
Esa tarde, estábamos solos como siempre y se cortó la luz. Me agarró de la mano. Fuimos al baño. Cerró la puerta con llave. Se bajó el pantalón, se sentó en el inodoro sobre el tapete de plush rojo y empujó mi cabeza. Cuando terminó, puso su mano abierta sobre mi boca. Clavándome los dedos. Dijo:
–Ahora, tragatelá.
Lo hicimos hasta que cumplí los trece. Siempre igual. Si no era en el baño de casa, era en las duchas de Gimnasia y Esgrima de donde los dos, éramos socios. Los fines de semana, mientras yo jugaba al básquet, oteaba la pista de atletismo que rodeaba la cancha por el piso superior. Veía correr sus piernas peludas, su short naranja.
Esperaba la hora de encontrarnos en los vestuarios.
En verano, el balneario de Punta Mogotes era ideal. Íbamos al baño con la excusa de ducharnos y lo hacíamos allí, en los cuadriláteros, entre la cortina de plástico y los azulejos espejados mientras, al lado, algún hombre se bañaba.
También lo hicimos en el auto de papá camino a Mar del Plata. Mamá y papá adelante, él y yo atrás. Tapado con una manta por el frío de la noche apoyé mi cabeza sobre sus piernas.
Después, que las compras, que ir a buscar el pan, que cargar nafta. Papá le prestaba el auto. Nos perdíamos en el bosque Peralta Ramos.
Me quedaba todo el día con la cabeza al sol para insolarme y no salir a cenar con la familia. Inventaba cualquier cosa para que él me cuidara.
El día que me enteré de que estaba saliendo con una amiga de mi hermana, me la jugué. Le dije que iba a contar todo. Fue en la playa de Punta Mogotes. Eran como las cinco de la tarde. Mamá, papá y mis hermanas ya se habían ido para la casa. Hizo un pozo en la arena y me enterró hasta el cuello. Agarró un puñado del suelo y me lo metió en la boca. Más tarde me arrastró al mar, hasta donde yo no podía hacer pie. Me tenía abrazado de espaldas a él, me bajó la malla, se frotaba contra mi cuerpo. Me pidió que se la apretara con la mano y la sacudiera: Si contás algo, te ahogo, decía, mientras empujaba mi cabeza debajo del agua.
Algo había salido mal.
Lloré de rabia. De celos.
Fabio dejó de ir a casa. Ya no llamaba ni preguntaba por mí. Sólo nos veíamos en algunas reuniones familiares, pero él siempre estaba acompañado por una hembra. Fueron varias, todas bien formadas, esculturales.
Cuando andaba cerca de los veinticinco anunció su casamiento y su partida hacia Norteamérica con Mara, una curvilínea unos años menor que él. Una chica sumisa, lo que se dice buena, con un parecido exacto a mi tía.
El día del casamiento no fui. Me hice el enfermo y me quedé en casa haciendo fuerza para que no se casaran.
Pero al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia los despidió en el Aeropuerto de Ezeiza.