Читать книгу Mamá, ¿Dios es verde? - María Ángeles López Romero - Страница 10
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Tres mejor que uno
¿Qué tienen que ver Indiana Jones y el misterio de la Trinidad? ¿Te atreves a bailar al ritmo de la banda sonora del Espíritu y perfumarte de justicia, compromiso y compasión?
A los pocos días de nuestra última conversación «teológica», me encuentro a Miguel pensativo mientras mira al cielo en un despejado día de primavera.
—¿Qué haces, Miguel?
—Mirando el sol.
—¿Y eso?
—Porque dice mi profe que el sol es «una muestra de Dios». ¿También la luna, mamá? Si no, la luna, ¿qué es? ¿¡El demonio!? No me aclaro... ¿Pues Dios no estaba dentro de nosotros? ¡Yo no tengo el sol dentro, que me quemaría y explotaría!
—Tú eres un sol, que no es lo mismo...
—En serio, mamá. Esto de Dios es muy difícil porque se supone que hay un solo Dios, ¡pero son tres! Y de los tres... Jesús es el mejor, ¿no?
Imposible contener la risa, así que Miguel vuelve a enfadarse por mi incomprensión ante su lío con esto de la Trinidad y sus misterios. Me viene entonces a la memoria la «solvencia» con que creí explicar yo perfectamente y sin resquicios a la duda, en una sesión de formación en mi parroquia cuando contaba quince o dieciséis años, en qué consistía eso de la Trinidad, anulando por completo todo su misterio. No comprendía entonces que el misterio es una parte esencial de cuanto acontece en torno a la fe, las creencias, la dimensión trascendente de los seres humanos[9]. Que las palabras no siempre pueden ayudarnos a contar lo que vivimos y experimentamos íntimamente los creyentes. Los seres humanos en general. Aunque estemos acostumbrados a manejar montones de palabras y estereotipos para explicar la fe o definir la divinidad. Así que, ¿cómo contar a un niño de siete años eso de tres personas en una? Menudo embrollo.
—Verás, Miguel, lo de las tres Personas en una...
—¡Es la Santísima Trinidad! ¿A que me lo sé todo? Es que la profe de Reli es muy maja y explica muy bien –vuelve a recitar de memorieta sin calcular el efecto un tanto repipi que provoca en los demás.
—Pues eso, Miguel: la Santísima Trinidad es una manera de explicar las distintas formas de percibir la presencia de Dios en tu vida. Es algo así, para que me entiendas, como diferentes versiones de un juego o una película que te guste mucho. Estaría la película como tal, que puedes ver en el cine, en la tele o en ese reproductor de vídeo pequeño que llevamos para los viajes largos en el coche. Pero de esa película han hecho una obra de teatro para que puedas ver a sus personajes en carne y hueso. Y el resultado es absolutamente fiel al guión original. Incluso puedes entender mejor el guión y conocer de verdad el contenido de la película en toda su profundidad. Ese sería Jesús.
—¡El prota! ¿Y el que falta?
—Pues el Espíritu Santo sería algo así como la banda sonora. Cada vez que oigas la música, en la tele, por la calle o en el MP3, sentirás que revives la película, que vuelves a estar dentro de ella o ella dentro de ti. Incluso te moverás o gesticularás como el protagonista, a imitación suya. Exactamente como te ocurre cuando oyes la música de Piratas del Caribe, o de Indiana Jones, para que me entiendas.
—Tananana, tananá, tananana, tananananá, tananana, tananá, tananana nanana, tanananá naná...
Miguel se sabe de memoria la melodía principal de esas películas de Steven Spielberg que se han convertido en un clásico. Y parece que ha entendido mi explicación porque anda moviendo un látigo ficticio como si se enfrentara a una banda de malhechores que le persiguen por las calles de El Cairo. Mi argumentación quizás no sea demasiado ortodoxa[10], pero puede serle útil a sus siete años. Y luego, como todo creyente, si se confirma en la fe que ha heredado de sus padres desde la libertad, tendrá que buscar y formular sus propias respuestas.
Cuando se cansa de jugar al arqueólogo aventurero, procuro que Miguel regrese a la conversación. No me gustaría que se quedara en la superficie de mi ejemplo.
—Oye, Miguel, que lo divertido, lo interesante, es estar atento a la música. Procurar escucharla y bailar a su ritmo.
—A mí me gusta bailar. Y tocar la flauta.
—Ya lo sé. Pero en el caso del que hablamos, no vale con bailar cuando a uno le apetece. No. Si uno es creyente tiene que intentar bailar siempre al son de Dios, de su aliento divino, la Ruah.
—¿Qué es eso de la Ruah? Suena a monstruo de cómic...
—Pues es otra manera de nombrar al Espíritu Santo. Y además hay que hacer algo más difícil aún: hay que transparentar a Dios.
—¡Ah! –pone cara de repugnancia–. ¡Yo no quiero ser transparente, que se me verían las tripas!
—Es sólo una forma de hablar, ya me entiendes. Como si al hacerte una radiografía, de las que hacía la abuela en el ambulatorio antes de jubilarse, además de verse tus huesos, se percibiera la presencia de Dios. Porque tiene que notarse de alguna manera que Dios está dentro de ti. Algo así como si te pones un perfume que huele muy bien y la gente se vuelve cuando pasas y te pregunta qué clase de colonia es la que llevas puesta que te hace oler tan bien. Pues los cristianos tenemos que «oler» a Jesús.
—¿Y a qué huele Jesús? ¿A uno de los perfumes que vende papá? No, ya sé, a flores, o a chucherías, porque si es tan bueno...
—Pues no sé a qué olería físicamente Jesús en su tiempo, aunque dada la época, me lo puedo imaginar... –divago–. Pero el perfume de Jesús huele a justicia, a solidaridad, a respeto, huele a compromiso con los demás seres humanos y a la defensa de sus derechos. Desde luego huele a igualdad, a abrazo, curación, compasión, perdón...
Se dispara mi discurso y no reparo en que quien me escucha tiene sólo siete años y muchas de esas palabras le resultan demasiado grandes. Sin embargo, como cualquier niño, es capaz de comprender mucho más de lo que parece y ha captado el mensaje. Aunque juguetee con mis argumentos para ponerme, ¿cómo no?, a prueba.
—Pero si esas cosas no huelen. ¿A qué huele perdonar?, ¿eh? Yo no huelo a nada.
—Ya sé que no huelen. Pero si tú las pones en práctica tu comportamiento llamará la atención y puede que alguien se pregunte por qué te portas de ese modo. Y tú, en lo más íntimo, sabrás que lo haces porque quieres hacer tanto bien como Jesús. Pero de cara al exterior será como si desprendieras un cierto olor o una luz especial[11]. Ese es el perfume de Jesús. Su presencia en ti. Y esa es la manera de intentar animar a los demás a que se porten igual. Sobre todo si ven que portándote de ese modo eres feliz.
—Hombre, mamá, eso no tanto. Es que... portarse bien no siempre mola...
—¿Eso piensas? ¿A qué te refieres, a ver?
—Pues que no mola hacer deberes. Mola más jugar todo el rato y ver la tele.
—Ya. Salirte siempre con la tuya, vamos. Sin embargo, cuando no obedeces a papá y mamá o te portas mal en el cole o eres egoísta con tus hermanos, ¿qué pasa al final? Porque yo creo que lo que ocurre es que te dura muy poco esa aparente alegría de hacer lo que uno quiere y acabas llorando y enfadado porque te peleas con los hermanos o te reñimos los mayores. En cambio, ¿no te parece que cuando te portas bien y recibes felicitaciones por tu comportamiento, y besos de aprobación y satisfacción, cuando haces felices a los demás, eres mucho más feliz en el fondo?[12]. Eres una especie de héroe, como Jesús.
—Bueno...
El escepticismo en su cara le delata. Es difícil de asumir eso de la felicidad asociada a comportamientos que, hoy por hoy, requieren de nosotros cierto sacrificio, como la austeridad, la generosidad, la entrega, la honestidad... No es que le ocurra a él por ser un niño, es que nos pasa a todos. Aunque el ex franciscano José Arregui sostiene: «Respeta, compadece, comparte, cuida. Hazlo por tu bien y por el bien de todos los seres. Pero no lo hagas porque esté escrito o mandado, sino porque es tu ser y sale de tus entrañas. Hazlo y serás más feliz, pero no lo hagas para ser feliz»[13].
—Lo que pasa, Miguel, es que vemos las cosas siempre a muy corta distancia, en lugar de pensar en lo que va a ocurrir cuando pase algo más de tiempo o incluso mucho más tiempo.
—¿Cuando seamos tan viejos como los abuelos?
—Como los abuelos te oigan decir que son viejos te la vas a cargar...
—Hombre, es que son un poco viejos pero no tanto. Cuando ya eres viejo del todo te mueres, como el bisabuelo. Y yo, como soy de noviembre, me moriré antes que Pablo Torres, que cumple en diciembre. Pero para eso falta mucho tiempo porque soy un niño. Menos mal... –suspira aliviado–. Es a todo ese tiempo a lo que tú te refieres, ¿no, mamá?
—A todo ese tiempo, sí, más o menos. –¿Cómo aclararle que las personas no tenemos algo así como una fecha de caducidad, que no morimos por estricto orden cronológico? ¿Que la vida es más frágil y escurridiza que todo eso? Pero ahora este detalle es lo de menos. Porque su curiosa reflexión me sirve nuevamente como fino hilo con el que tejer otra fase de nuestra conversación–: Y si uno se ha portado en su vida tan bien como los abuelos, habrá hecho muchos amigos y tendrá alrededor mucha gente que le quiera y le haga feliz. Porque además se sentirá muy satisfecho. Pero si se ha portado mal, si ha sido cruel, malvado, avaricioso, egoísta... mala persona, entonces su vida... (pienso que estará vacía y seguramente envuelta en soledad, pero no llego a formularlo para no violentar a Miguel. Aun así, él se adelanta a mis palabras e intuye lo que no he llegado a expresar. Y entonces Miguel se pone progresivamente triste hasta el punto de no poder contener el llanto).
—Pero bueno, ¿y tú ahora por qué lloras?
—Porque yo no he sido del todo bueno. Y entonces me van a pasar cosas malas. O peor: ¡me voy a ir al infierno!
El llanto estalla ahora en desconsuelo y lágrima viva. Menudo sofocón... Es evidente que he sido demasiado dura con él. A veces cargo el tono moralizante de mis explicaciones, quizás por herencia de la vieja educación que todos recibimos, pero eso es especialmente peligroso cuando hablas con un niño de siete años. Habrá que calmar a Miguel con una buena dosis de mimo y de ternura. Hacerle ver que nada tiene que ver la maldad con esas travesuras infantiles que le preocupan. Y deshacer esas imágenes que ha ido formándose sobre el cielo y el infierno para que se esfumen sus pesadillas y viva su fe sin miedo ni angustia.