Читать книгу Mamá, ¿Dios es verde? - María Ángeles López Romero - Страница 6

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Palabra de Miguel

¿Qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿No sabías que Dios puede ser verde, como lo imagina Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve? ¿Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones?

Ocurrió en la playa portuguesa de Roxa Baixinha, entre dos localidades costeras del Algarve: Vilamoura y Albufeira. Allí, a pie de mar, con la vista perdida en el horizonte enrojecido por el atardecer, mi hijo pequeño, Miguel, que contaba entonces sólo cinco años, me espetó con su media lengua: «Mamá, ¿Dios es verde?». Ante mi extrañeza por semejante pronunciamiento, Miguel se dispuso a explicarme su reflexión: «Dios tiene que ser verde».

Venía a decir Miguel, quise entender después de hablar con él, que en aquel momento de extraordinaria belleza y plenitud, rodeados de la hermosa paleta cromática que nos ofrecía la naturaleza, Dios debía asemejarse al intenso verde esmeralda del océano Atlántico. A lo más bello, lo más bueno, lo más grande que él podía divisar y percibir en aquel instante. Y seguramente no iba muy desencaminado al decir de los teólogos[1].

Lógicamente, Miguel habla de Dios porque alguien le ha hablado previamente de Él, puesto que crece en una sociedad laica en la que la religión ya no es, ni mucho menos, omnipresente. Tendrá pues que convivir con muchas personas no creyentes o que profesan otras religiones distintas de la suya, si confirma finalmente la fe incipiente en que está siendo educado. Y deberá hacerlo desde el respeto. Pero ese respeto no debe paralizarnos a quienes vivimos nuestra propia fe como algo bueno y hermoso en nuestras vidas, para ofrecerlo a nuestros hijos como una oportunidad de felicidad, para dejarles en herencia lo que ha sido para nosotros un precioso bien de incalculable valor. De ahí que, dos años más tarde, me disponga a debatir con Miguel sobre cuestiones que quizás otros niños y otros padres no discutirán jamás.

Porque, ¿qué piensan verdaderamente de Dios los niños educados en la fe cristiana? ¿Les permitimos formular con sus propias palabras su experiencia trascendente? ¿Encontramos nosotros, padres creyentes, las expresiones acertadas para acercarles al misterio de nuestra fe, para enseñarles como cristianos a seguir los pasos de Jesús de Nazaret, que es el más fiel retrato de Dios que conocemos?

Dos años después de aquella primera conversación a la orilla del mar, las clases de religión y la catequesis de preparación para la Primera Comunión han ido llenando el discurso de Miguel de fórmulas memorizadas sobre Dios que él repite a veces deshaciéndolas de su verdadero sentido o incluso deformándolas hasta convertirlas en divertidas aberraciones propias de la imaginación de un niño. Y allá que voy yo a corregirle y explicarle, desde mis humildes conocimientos teológicos y mi íntima experiencia trascendente, lo que significa para mí creer en Dios.

Y al mantener con él esas conversaciones «teológicas» he caído en la cuenta de que muchos padres se sienten hoy incómodos al hablar de Dios a sus hijos. Necesitados de trasladarles las bondades que la fe ha supuesto para ellos, pero incapaces de utilizar las fórmulas, los mecanismos y los lenguajes de antaño, que se han quedado caducos y obsoletos. Ya no nos sirve el «Jesusito-de-mi-vida» que nos enseñaron a recitar nuestras abuelas. Por eso pienso que quizás este libro pueda ser útil. Que pueda servir para desnudar a Dios y la religión del ajado vestido que los ha envuelto durante siglos hasta volverlos casi invisibles a nuestros ojos contemporáneos. Para afrontar sin miedo las preguntas más extrañas de nuestros hijos y ofrecerles respuestas, si es que las tenemos, compatibles con la mentalidad contemporánea. Y puede que incluso para reconciliarnos con nuestras propias experiencias del misterio y devolver luz a nuestro mundo interior y lustre a nuestro compromiso por la construcción de un mundo mejor a la medida de ese Dios en que decimos creer.

Un Dios imposible de enclaustrar en ninguna forma, que puede ser verde, como lo imaginó Miguel, o azul como el cielo infinito del Algarve. Que puede y debe ser de mil colores, olores, matices y sensaciones.

—Pero mamá, que yo dije que era verde por Picolo.

—¿Por Picolo?, ¿y eso qué es?

—Un dibujo animado de esos en los que pelean los buenos contra los malos. Y él es uno bueno. Aunque el que tiene más superpoderes es Goku, que es el mejor. No es el mejor en realidad, pero al final lo va a ser. Pero ahora que ya soy mayor sé que Dios es carne. ¡Color carne, mamá! Como tú y como yo –remata Miguel la conversación con aires de suficiencia y dándose un pellizco en el brazo para explicitar su aclaración.

¿Y tú, querido lector o lectora, de qué color ves a Dios? ¿Te atreves a discutirlo con tus hijos? ¿Con nosotros? Estás invitado a esta conversación. Palabra de Miguel.

Mamá, ¿Dios es verde?

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