Читать книгу Mamá, ¿Dios es verde? - María Ángeles López Romero - Страница 8

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Súper Dios

No es fácil desmontar la imagen de un Dios todopoderoso que manda terremotos o enfermedades, para castigar a unos, y derrama bendiciones sobre otros de manera discrecional. ¿Podrá asumir un niño desde su mentalidad maniquea a un Dios «nadapoderoso» y «todocariñoso» que se hace presente en la fragilidad y deposita en el ser humano la responsabilidad y la libertad de acabar con el sufrimiento o transformar la realidad? ¿Y nosotros, estamos dispuestos a aceptar nuestra vulnerabilidad?

—Dios es el rey del mundo. Vamos, que puede hacer que llueva, que haga sol... ¿Estás escribiendo, mamá? Que Dios es el único que tiene poderes.

Miguel se ha tomado muy en serio su participación en este proyecto de libro. Y no me queda otra que seguir a golpe de grabadora su ritmo vertiginoso de pensamiento y expresión.

—¿Qué clase de poderes dices que tiene Dios, Miguel?

—Todos. Es como un superhéroe, pero que no mata a la gente y eso, no tira puñetazos... Que dice que llueva, y llueve. O llora y llueve...

Menos mal que ha identificado la lluvia con el llanto de ese Dios antropomórfico suyo, y no con el sudor, la saliva... ¡o la orina! Porque de todo he escuchado yo. Parece que Miguel no tiene muy claro en qué consiste eso de un Dios todopoderoso. En su mentalidad infantil, identifica el «corazón del mundo»[2], al que los creyentes llamamos habitualmente Dios, con uno de esos personajes mitológicos que lanza rayos o derrama la lluvia. Pero no es de extrañar, a juzgar por la imagen del Absoluto que se sigue transmitiendo desde muchos ámbitos, determinados sectores de la Iglesia católica incluidos. Seguimos pidiendo a Dios que llueva y acusándolo de mandar penalidades sobre los humanos a modo de castigo. Mantenemos una fe infantilizada, semejante a la de un niño de siete años como Miguel. Quizás porque sea más cómodo aceptar la realidad como una fatalidad en vez de comprometerse en cambiarla; pensar que somos marionetas en manos de un Dios caprichoso que mueve los hilos, en lugar de seres libres, dueños de nuestros actos y las consecuencias que se derivan de ellos, como nos cuenta la más moderna Teología.

Intento explicar a Miguel, en un lenguaje comprensible, que las imágenes de Dios que manejamos suelen estar fabricadas desde las medidas y limitaciones de la mente humana[3]. Y que, precisamente por eso, son incompletas, defectuosas o están distorsionadas: lo vemos a veces como un déspota que aplasta a su antojo la libertad de los humanos, al estilo de los caprichosos dioses griegos y romanos; como un Dios con copyright, propiedad sólo de unos pocos elegidos; como un Dios-aspirina, al que pedimos que nos cure la gripe o corrija nuestras deficiencias físicas; o ese Dios-vigilante y castigador que persigue nuestras vidas hasta las dimensiones más íntimas por medio de un amenazador ojo que todo lo ve... Y así hasta un número infinito de imágenes que cercenan la verdadera dimensión, infinita, inabarcable, del Dios del amor.

—¿Y no te parece un poco caprichoso ese Dios, un poco injusto, si decide mandar cosas buenas a unas personas y cosas malas a otras? –le pregunto–. ¿Por ejemplo, condenar al hambre o al sufrimiento a una parte de la humanidad mientras la otra, a la que pertenecemos nosotros, nada en la abundancia, Miguel? ¿No sería ese un Dios «regular» en vez de un Dios todo amor y bondad, un Dios «todocariñoso», como le gusta llamarlo a un cura amigo mío que se llama Javier Baeza[4]? A mí no me gustaría creer en un Dios así de malo...

—Es que yo eso no sé por qué es, mamá. Y tampoco se sabe por qué Dios ha creado cosas malas. ¿Tú lo sabes?

—¿Tú crees que Dios crea las cosas malas? ¿Que se inventa los terremotos o el hambre y nos los manda para castigarnos?[5] Porque yo lo que creo es que Dios es el resumen de todas las cosas buenas que uno pueda imaginar. Todo eso, concentrado, es Dios[6]. Lo que pasa es que los seres humanos somos libres para actuar. Y unas veces actuamos bien y otras actuamos mal. Y podemos llegar a hacer mucho daño. Incluso hacemos daño y lo justificamos diciendo que Dios lo ha querido. Como si tuviéramos hilo directo con él a través de un teléfono especial o algo así. O como si fuéramos simples marionetas manejadas por un ser caprichoso.

—Hombre, eso no... –tercia Miguel. Y yo continúo con mi exposición sobre un aspecto de la vivencia de la fe que, debo reconocerlo, me apasiona.

—Pero además de las cosas malas que nosotros podamos hacer o provocar, en la vida hay otras cosas que no podemos controlar. Que son un misterio. O que dependen de las leyes de la naturaleza, del flujo de la energía, de la mala pata o la casualidad. Y entonces a veces ocurren tragedias, hay enfermedades, terremotos... y las personas mueren. Pero no podemos pensar que es que Dios nos ha mandado el terremoto. El terremoto ha ocurrido. Y uno, cuando es creyente, piensa que Dios está con él cuando ocurren cosas buenas y también cuando ocurren cosas malas. ¿Tú lo entiendes? ¿Pero cómo va a mandarnos Dios esas cosas malas si creemos que es nuestro padre?

—No, bueno... ¡Que no se sabe!

Miguel se ha enfadado. Se ofusca ante cuestiones que escapan del abecé de las clases de Religión. No tiene respuestas para todo, claro. ¿Cómo puede tenerlas un niño de siete años ante el Misterio? Ni siquiera yo las tengo aunque pueda parecerlo. Sin embargo, algunos teólogos han dado una explicación, en la medida de sus posibilidades, a la supuesta discrecionalidad divina. Es el caso de Luis González-Carvajal, profesor de Teología de la Universidad Pontificia Comillas, que afirma: «Desde luego, nadie debería pensar que un buen día –mejor dicho: un mal día– Dios decide que se desborde un río o se produzca un terremoto. Los científicos explican cómo se producen tales fenómenos y, cuando no logran explicar cómo se ha producido uno de ellos, no se les pasa por la cabeza decir: “Esta vez ha sido Dios”. Dan por supuesto que los fenómenos naturales tienen siempre causas naturales y siguen investigando».

Por eso intento explicarle a Miguel que no tiene sentido culpar a Dios de esas catástrofes u otras desgracias. Como no lo tiene, por difícil de aceptar que nos pueda parecer, pedir a Dios que nos cure de un cáncer o nos saque con vida de una operación.

—Y entonces, cuando rezamos, ¿qué le podemos pedir? ¿Puedo pedir una hermanita, porfa? Que ya tengo dos hermanos...

—No, cariño, que tengas una hermanita o no la tengas dependerá de la decisión de tus padres, de la genética y el azar. Pero no está Dios cada día decidiendo si junta a un espermatozoide u otro con un óvulo para que salga niño o niña, tenga los ojos azules o sea pelirrojo. ¡Menudo trabajo! –bromeo–. A Dios puedes pedirle que te infunda la fuerza de su espíritu para ser capaz de aceptar las dificultades, las contradicciones o hacer lo que debes hacer. Puedes pedirle que inspire a quienes deben tomar decisiones, como los gobernantes, o los médicos, por poner un par de ejemplos concretos en los que dependemos de los demás. Pero, como suele explicar mi amigo Luis, si somos verdaderamente cristianos, o sea, seguidores de Jesús, tendremos que hacer como él: «Que curaba a los enfermos, alimentaba a los hambrientos y predicaba la reconciliación. No es Dios, sino nosotros mismos, quienes debemos acabar con el sufrimiento. O, mejor dicho, Dios ha querido acabar con el sufrimiento a través de nosotros: nos ha dado inteligencia para que podamos luchar contra los males físicos»[7].

—Pero es que nosotros no tenemos poderes como Dios...

—Pues te sorprendería saber de lo que somos capaces, a poco que nos empeñemos en ello. Mira, yo conozco a personas que, a fuerza de intentar imitar a Jesús o porque están convencidas de que eso es lo que todo ser humano digno de llamarse así debe hacer, transforman para bien las vidas de muchas muchas personas.

—¿Transformar, cómo?

—Pues consiguen que esas personas tengan acceso a la salud, a los médicos y las medicinas, para entendernos. O facilitan que los niños y niñas puedan ir a la escuela. O implantan la justicia en situaciones profundamente injustas...

—Jo, mamá, ¡que te estás emocionando! ¿Y por qué no me presentas a alguna de esas personas?

—Me parece una buena idea. Así podrás comprobar lo que te digo. Y será más fácil para ti ponerle cara a Dios.

—¿Cara? ¡Yo ya le he puesto cara! Lo he dibujado con barba muy larga y una sonrisa muy grande, de bueno que es. Porque Dios nos quiere mucho.

—Ya. Veo que te cuesta un poco escapar a las imágenes clásicas de Dios. Lo comprendo. Pero al menos intenta no verlo como ese superhéroe que lanza desde el cielo rayos y centellas. Más bien habría que intentar verlo como a un Dios «nadapoderoso»[8].

—Estás loca, mamá: si es nadapoderoso ya no es Dios...

El argumento de Miguel cae por su propio peso. Pero quizás pueda hacer que se cuestione su propia afirmación.

—Y entonces, ¿por qué crees que Dios se hace pequeño y nace frágil e indefenso, en un pesebre?

—¡Ese es el niño Jesús! ¡Yo me sé toda la historia!

—Lo sé, lo sé. Pero a lo mejor no habías reparado en ese detalle. ¿En qué clase de Dios creemos los cristianos, que nace vulnerable y carente de cualquier poder? ¿Que acaba muriendo en una cruz como un maleante?

—Hombre, mamá, que ese es su hijo... ¡No te líes!

Miguel sacude la cabeza de un lado a otro y chasquea la lengua con suficiencia. Ha encontrado un agujero en la aparentemente sólida línea de flotación del argumentario de su madre y lo exhibe orgulloso de su hallazgo. ¿Y tengo ánimos para meterme ahora con él en un debate bizantino sobre la Trinidad y su misterio? Mejor lo dejamos para otro día, que aún hay que hacer los deberes y preparar la cena. ¡Y yo sí que no tengo superpoderes! Aunque ya me gustaría...

Mamá, ¿Dios es verde?

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