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Accidente

Un viajante ha vivido todos los climas y estaciones del año en la ruta, pero lo que me sucedió aquel viernes de otoño no tiene explicación. Era un día muy gris, recuerdo que hacía frío y que había tanta humedad que se empañaban los vidrios de mi auto, y el limpiaparabrisas se trababa porque estaba húmedo el cristal.

Llegaba al final de mi semana de trabajo y hacía el trayecto de la ruta provincial 213, que une El Soberbio y San Vicente, en Misiones. La niebla no dejaba ver el asfalto; de lo único que me podía valer para no salir de la carretera era de los grandes riscos de piedra que se ubican a sus costados en dos o tres partes del recorrido y de alguna luz de las casas que hay dispersas entre el monte y los sembradíos. Por otra parte, con niebla, mal tiempo o sol radiante, es un trayecto muy peligroso.

Había tardado más de lo necesario en mi itinerario por El Soberbio ese día. Un cliente me había pedido que esperara unas horas por el pago de la mercadería que le había dejado, y había tenido que quedarme en la ciudad hasta las diez de la noche. Había salido del lugar quince minutos después de hacer el cobro y había ido a calibrar las gomas y a cargar combustible para viajar más tranquilo: ese trayecto siempre me ponía un poco nervioso. Iba apurado, quería llegar a Posadas cuanto antes y estaba dispuesto a correr, así que subí un poco la velocidad. Calculaba estar con mi esposa en tres horas y media.

Me sentía tranquilo porque la ruta estaba desierta esa noche; sin embargo, en algunos tramos el camino estaba tapado por la niebla y tenía que fijar la vista y disminuir la velocidad para no salirme del asfalto, que no tenía ninguna señalización —o la tenía, pero estaba cubierta de barro o gastada—.

La preocupación por lo poco que veía me empezó a inundar; sostuve el volante con más fuerza e incliné el torso sobre él para poder ver mejor. Y, de repente, después de una curva, donde las altas paredes de piedra parecen dibujar caras extrañas al costado del camino, vi a un muchacho. Medía un metro ochenta, aproximadamente; tenía cabello castaño, ojos oscuros y la piel blanca. Era de contextura delgada, llevaba una camisa blanca y un pantalón de vestir oscuro, quizá negro. No tenía nada en las manos y estaba de pie en medio de la ruta. En una fracción de segundos nos miramos fijamente a los ojos.

Frené el auto lo más rápido que pude, pero no fue posible evitar el impacto: estaba muy cerca. Además, él solo levantó la cabeza, todo su cuerpo se iluminó con la luz de los faros antiniebla y nos miramos. El auto se inclinó por la fuerza de los frenos y por el movimiento brusco que le di al volante. Me preparé para lo peor y agudicé mis sentidos esperando escuchar el ruido de las chapas retorciéndose por la fuerza del choque. Me aferré al volante y esperé que ese desesperante sonido llegara, junto con el dolor de romperme los huesos.

Esos segundos fueron eternos. Como en cámara lenta, iba captando todo lo que sucedía, mientras el vehículo seguía las leyes de la física y volvía a la calma deteniéndose por la acción de los frenos que mi pie había activado al colocarse rígido sobre el pedal. Mientras todo pasaba, contrario a mis expectativas, tuve la sensación de que el cuerpo del chico no rompía nada, sino que atravesaba el auto por la mitad como si no tuviera materia, como si hubiera pasado por el medio de los dos asientos congelando mi brazo derecho con su paso, mientras me seguía mirando.

En mis oídos había un vacío. Me había preparado para oír el impacto, ese sonido espantoso que se escucha cuando la chapa se dobla al recibir un golpe duro contra un cuerpo que es destrozado por el mismo efecto del choque, pero no hubo ruido alguno, salvo el de los frenos de mi auto.

Me detuve a un costado de la ruta y esperé unos segundos sentado en mi butaca. Mis manos apretaban el volante con fuerza, como para que no se escapara, y mi pie derecho aún presionaba firme el freno contra el piso. Comencé a respirar lento, intentando hacer que mi corazón dejara de latir desbocado. Estaba muy asustado y prácticamente no podía contener mis emociones. Esperé en esa posición hasta que logré reponerme un poco.

Unos minutos después, ya había logrado soltarme del disco marrón y, con más calma y un poco más de valor, comencé a mirar a mi alrededor. Primero observé el interior del auto en busca de daños, pero, más allá de la marca que le había dejado al cubrevolante por la presión de las manos, no encontré nada. Todo estaba en su lugar. Extrañado, bajé del vehículo y caminé lentamente hacia adelante, analizando cuidadosamente el frente del automóvil, el capot, el parabrisas… Buscaba la marca del golpe o de sangre, pero no había nada.

Entonces, volví a sentarme en mi asiento para tratar de entender lo que estaba sucediendo. Fue en ese momento cuando percibí un raro humo blanco —aún más espeso que la niebla que me había acompañado en el viaje— y un olor a azufre que tardó semanas en esfumarse. Afuera, ahora, no había nada…, ni el joven, ni manchas de sangre, ni niebla. La ruta estaba vacía, limpia y seca como en los mejores días de verano y nada más.

Ese olor me asfixiaba; bajé del auto nuevamente y abrí todas las puertas. Continué buscando rastros del accidente, tal vez solo había golpeado levemente al joven y este se había caído un par de metros atrás… Recorrí a pie el camino que iba desde el auto hasta donde comenzaban las huellas que dibujaron sobre el asfalto los neumáticos al frenar. No había nada, solo esas marcas.

Trataba de comprender qué había pasado. Caminé en círculo, rodeando el vehículo a cien metros de distancia. Mi auto había quedado encendido, con las luces de las balizas parpadeando y de costado a la ruta, mirando una de esas inmensas paredes de piedra con formas de rostros que aún hoy me impresionan.

Luego de unos quince minutos de cavilaciones, los latidos de mi corazón se fueron suavizando. Estaba más tranquilo. «Locuras mías», pensé y volví a sentarme en el auto, dispuesto a continuar mi camino.

Aceleré. Quería llegar lo más rápido posible a San Vicente. Sin embargo, sentía como si alguien me estuviera observando desde atrás, como si me persiguieran. Sabía que eso no tenía sentido, pero la imagen del rostro del joven observándome antes de que lo chocara se repetía en mi cabeza una y otra vez. Todavía me quedaban unos cuantos kilómetros para hacer y la niebla que inundaba el interior del auto no se iba, pese a que viajaba con las ventanillas abiertas.

Decidí pasar la noche en un hotel de ruta, cerca de una rotonda, y telefoneé a casa para avisar que llegaría al día siguiente. Aunque mi esposa no creyó lo que le conté sobre el accidente, entendió, por el tono de mi voz, que tampoco me había quedado allí para salir a divertirme con algunos colegas.

Al otro día emprendí mi regreso a Posadas y llevé el auto al lavadero. No sé cuántas cosas probaron para quitarle el olor, pero se fue cuando quiso.

Los días pasaron y les conté lo que me había sucedido a algunos colegas, comerciantes de la ruta que también se ganan la vida recorriendo pequeños pueblos y ciudades del interior. Ellos tampoco le encontraron una explicación al hecho, ninguno había vivido una experiencia similar, pero desde entonces se quedaban conmigo en el pueblo si me ganaba la noche o salíamos en caravana. Había tomado la decisión de no volver a viajar de noche por esa ruta, porque no quería vivir otra vez la horrible experiencia de cruzarme con alguna cosa parecida.

Misiones fantástica (cuentos)

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