Читать книгу Misiones fantástica (cuentos) - Marcela Mariana Muchewicz - Страница 7
ОглавлениеLa dama del aljibe
Cada tarde, a la hora en la que el sol comienza a ocultarse, aparece una dama sentada al borde del viejo aljibe. Lleva un largo vestido antiguo, que flota levemente en el aire; una sombrilla sobre el hombro, que le oculta un poco el rostro, y un bolso de mano del mismo color que el vestido.
En un pueblo de Entre Ríos, creado por inmigrantes alemanes, el aljibe era el único lugar de donde se podía sacar agua pura para beber. Estaba ubicado cerca de la ruta nacional y al lado de una terminal de colectivos, eso lo convertía en la parada obligatoria de muchos de los habitantes del lugar y de los viajeros.
Cuenta la historia que esa dama era la esposa de un oficial de policía. Este hombre era muy bueno en su trabajo, respetado por todos en el lugar, pero demasiado serio como para entablar una conversación personal o hacerse de amigos. La pareja vivía en una casita ubicada al lado de la dependencia policial, casi pegada al edificio que, por aquella época, funcionaba como comisaría y calabozo a la vez.
El oficial tenía mucho trabajo, pues estaba prácticamente solo en la comisaría. Más allá de eso, era un pueblo muy tranquilo, con pocos habitantes, y los vecinos se ayudaban entre sí, de manera que tampoco hacían falta más policías.
A pesar de ser un hombre joven, recién asomaban las canas en su cabello negro, casi doblaba en edad a su señora. Había llegado al pueblo hacía unos cinco años, y estuvo sin mirar a ninguna mujer del lugar durante mucho tiempo. Más de una joven del pueblo lo había pretendido, pero él siempre permanecía serio y sin comprender, en apariencia, las intenciones de las muchachas.
Tiempo después apareció esa joven mujer en su casa, pero casi nadie había hablado con ella. Era hermosa y tenía la apariencia y fragilidad de una muñeca de porcelana. Los vecinos la veían barrer el patio o caminar sola por las tardes, ya que su esposo estaba trabajando a toda hora.
Aún no tenían hijos y, por lo que comentaban los vecinos, ese matrimonio debía haber sido por arreglo o conveniencia y no por amor. Hacía muy poco que estaban juntos y el trato entre ellos era diferente al de las otras parejas del lugar. Nunca se los veía tomados de la mano o dando juntos un paseo, tampoco se observaban gestos de cariño entre ambos en el poco tiempo que duró la relación.
Todas las tardes, al caer el sol, ella se dirigía al aljibe para buscar agua. Ese era el único momento en el que salía de su casa, y lo hacía tan lentamente que parecía necesitarlo. Cuando llegaba al borde del pozo, se entretenía charlando con las personas que hacían lo mismo, si es que encontraba a alguna. De esas charlas, se supo que habían llegado de Buenos Aires hacía pocos meses, y a ella le costaba mucho acostumbrarse a este lugar y a la falta de comodidades.
Cuando completaba la tarea, regresaba a su casa otra vez a paso lento, y no era extraño ver entonces al oficial parado en la puerta de la comisaría, observándola desde lejos; cuando ella se aproximaba, él volvía a entrar sin decir ni una sola palabra. Ella se detenía cuando él le daba la espalda, y luego continuaba con su lento andar hasta perderse tras la oscuridad del patio de su casa.
Uno de esos días había un vendedor sacando agua del pozo. Ella, como acostumbraba, comenzó a hablar con él. Después de pasar un rato muy agradable compartiendo sus historias, se dieron cuenta de que congeniaban muy bien. Para ella, esa sensación era completamente nueva. Jamás le había pasado algo así con alguien. El amor activó el corazón de la joven, que, tal vez, por su falta de experiencia, se dejó llevar por la emoción, mientras que el viajante, igual de cautivado, prometió llevarla con él en el próximo viaje.
Ese día, ella regresó a su casa cuando ya era de noche. Sin embargo, y tal como le contó a una chica del pueblo con quien empezaba a hablar, su esposo ni siquiera la miró en señal de disgusto por la tardanza.
Desde entonces, cada vez que iba a buscar agua, se quedaba más tiempo del acostumbrado, esperando que el viento trajera de nuevo al viajante o preguntándoles a los vecinos si alguno lo conocía o sabía algo sobre él. Pero nadie lo había visto antes, y no podían ayudarla.
Mientras los días pasaban, la relación entre la pareja se fue deteriorando. Y pronto llegó a oídos del oficial el rumor sobre el encuentro entre su dama y un vendedor. El humor y la actitud de él fueron cambiando rápidamente. Los silencios se hicieron cada vez más extensos y las miradas desencontradas se repitieron tanto que ella dejó de levantar la cabeza para ver si él al menos la miraba.
Una mañana él le dijo que era mejor que se separaran, ya que era evidente que ella no lo quería. La joven no supo qué hacer ni qué decir. Se vistió con su mejor vestido, tomó una sombrilla para protegerse del sol y su bolso de mano y caminó hasta el aljibe con la excusa de buscar agua. Tal vez para darle una última oportunidad al destino, o quizá para que esa tarea le diera tiempo para pensar en cómo podría solucionar los problemas de su vida.
La dama estuvo todo ese día sentada al borde del aljibe, sin hablar con nadie, sin contestar preguntas. Su mirada estuvo siempre fija en el horizonte observando con ansias la ruta vacía, por donde se había ido su amor. Cuando la noche comenzaba a ganar el cielo, simplemente se dejó caer al pozo sin ganas de seguir con tanta espera y agonía.
Desde aquel día, su espíritu aparece tal como esa última vez, con la misma ropa y con su rostro mirando el horizonte, como si aún esperara a su amante. La ruta nueva y la tecnología que creó los pozos perforados y el agua potable hicieron que los habitantes dejaran de usar el aljibe. Pero, cada vez que el sol comienza a ocultarse, la dama se hace presente y espera…