Читать книгу Misiones fantástica (cuentos) - Marcela Mariana Muchewicz - Страница 9
ОглавлениеDon Martín
Todos en el pueblo conocían bien a don Martín. Era un señor de edad avanzada, que parecía no envejecer más de lo que estaba. Todos sabían que hacía mucho tiempo que era viejo, pero, como ocurre con las personas que viven solas muchos años, nadie conocía exactamente su edad. Vestía siempre de gaucho: camisa de algodón con dos bolsillos y colores lisos, bombachas, botas negras, un gran cinturón con monedas doradas que brillaban como recién pulidas y un sombrero marrón de ala larga.
Don Martín se dedicaba al contrabando; traía tabaco negro, caña, café y algunos otros productos más de Brasil. Manejaba una canoa con dos remos como nadie y siempre tenía caballos apostados a ambos lados del río Uruguay, a la altura de Panambí. A veces, se lo veía muy seguido, y otras, desaparecía por mucho tiempo, hasta que regresaba cargado de mercaderías, que ubicaba rápidamente.
Misiones era una provincia joven y la gente, de vez en cuando, necesitaba de los servicios de don Martín. Las rutas eran muchas veces trillos en medio del monte, creados por los surcos de las carretas o los cascos de los caballos. No era fácil para las personas poder trasladarse a una ciudad importante para abastecerse y, por eso, lo buscaban a él, que, entre un vecino y otro, trabajaba todo el año.
Vivía solo en un ranchito: una construcción de madera con hendijas, techo de tablitas apiladas, una sola puerta y una sola ventana, en medio de una arboleda que prácticamente la ocultaba de la vista de sus vecinos. Es probable que no tuviera muchas cosas en su casa; a veces se iba y dejaba la puerta abierta, sin temor a que algún niño travieso entrara a revisar.
Para llegar a su rancho, había que atravesar varios kilómetros de selva virgen. Algunos hombres del pueblo lo iban a buscar cuando se quedaban sin balas para defenderse de las fieras. Don Martín se reía al vendérselas, porque él vivía internado en el monte y jamás el jaguareté o el tigre lo habían molestado, decía que ni las víboras se le acercaban.
Nunca le conocieron una mujer, pero siempre iba bien prolijo, perfumado y con un cigarrillo importado en la mano. En época de cosechas, lo veían en el pueblo dos o tres veces por semana, cuando levantaba o entregaba los pedidos. Tal era la fama del hombre que los vecinos le tenían mucha confianza y respeto.
Nadie sabía cómo se las arreglaba para escapar de Gendarmería, que, por esos años, combatía el contrabando con tiros a quemarropa, y también recibía tiros de quienes querían defender su mercancía y su vida. Pero don Martín nunca llevaba un arma y, cuando le preguntaban por sus escapes en la frontera, decía: «Tengo mis mañas y mis trucos», y reía casi silenciosamente. El rumor popular fue creciendo en torno a él, y algunos hasta comenzaron a decir que había hecho un pacto con un duende del monte, pues de otro modo no se explicaba su suerte.
Un sábado cuatro jóvenes decidieron ir a visitarlo a su rancho. Se habían enterado de que don Martín acababa de entregarle varios rollos de tela para vestidos a un almacén de ramos generales y había cobrado mucho dinero. Pese a las lluvias, el anciano había podido entregar toda la mercadería en perfectas condiciones, y eso había causado tanto revuelo que las jovencitas habían ido a gastar sus ahorros en las telas recién llegadas.
El grupo de jóvenes, formado por tres amigos más un cuarto integrante (a quien tardaron casi una hora en convencer para que los acompañara, pues no quería meterse con el anciano), había planeado visitar a don Martín con la excusa de comprar algunos whiskies y pasar allí la noche. A las dos de la tarde partieron a caballo y anduvieron por el trillo hecho en medio del monte por un buen rato hasta llegar a unos doscientos metros del rancho.
Los jóvenes se detuvieron al ver que el anciano salía de su casa y se internaba en el monte, a un costado del rancho. En las manos llevaba una caja de botellas de caña y un rollo de tabaco. Pero la curiosidad de los chicos podía más que la prudencia, y se bajaron de los caballos, los ataron al costado del camino y comenzaron a seguir sigilosamente al anciano. Luego de media hora de ir tras los rastros de don Martín, había comenzado a oscurecer. El monte se estaba transformando en una bóveda de gajos y hojas, y el frío empezaba a filtrarse a través de sus ropas. Algunos tuvieron miedo de quedar atrapados para siempre en esa selva virgen, pero el más obstinado del grupo les pidió que siguieran un poco más.
La curiosidad y el entusiasmo ya se habían esfumado, y todos estaban pensando en regresar, cuando el hombre por fin se detuvo. Lo vieron juntar ramas y prender una fogata en un claro del monte. El anciano se ubicó de espaldas al fuego, que ya ardía como si fuera noche de San Juan. Ellos lo observaban expectantes, ocultos detrás de unos arbustos y troncos caídos.
Don Martín tomó la caja de caña blanca y la vació lentamente, acomodando a un costado las doce botellas de alcohol que había en su interior. Utilizó la caja como mesa y puso el rollo de tabaco del otro lado de la caja, se sentó en el suelo y con paciencia preparó un cigarro de tabaco negro. Con un cortaplumas fue picando delicadamente las hebras de las hojas negras, pegajosas y engomadas. Y las colocó sobre un papel de seda, que sacó de un estuche pequeño y que luego apoyó sobre la caja.
De repente, un pequeño remolino de viento se formó entre los jóvenes. Las hojas secas y el polvo danzaban circularmente frente a ellos. El remolino era cálido y giraba en el lugar, mientras ellos intentaban descubrir qué tipo de fenómeno era. Pero, de repente, se dirigió en dirección a la fogata. El miedo los paralizó cuando vieron que una figura extraña surgía del interior del remolino. El cálido aire se desvaneció y un ser se hizo visible justo delante del anciano.
La criatura medía un metro y medio, tenía un pelaje oscuro con muchos pliegues, como arrugado. Sus brazos eran largos, y sus manos y pies, demasiado grandes en comparación con el resto del cuerpo. Llevaba puesto un gran sombrero de paja con los extremos deshechos y por debajo se le veía el cabello negro, largo hasta los hombros. Cuando las llamas lo iluminaban, los jóvenes podían ver mejor los detalles: una nariz muy pronunciada con una extraña punta que sobresalía de su rostro y unos ojos que reflejaban el fuego y fulguraban como encendidos.
Don Martín, como si nada, se ubicó delante de la criatura y abrió una botella de caña. Se la dio a su invitado y luego le preparó un cigarro con la misma paciencia que antes. La criatura aceptó todo y se sentó frente al anciano sobre una piedra lisa y limpia, como si fuera una silla. Entonces, don Martín sacó un mazo de cartas del bolsillo de su camisa y, sin mediar palabras, se pusieron a jugar.
Los cuatro jóvenes no podrían precisar cuánto tiempo estuvieron observando esa escena. Cuando se despertaron, era de día. La cúpula de ramas y de hojas del vivo verde de Misiones que los cubría estaba más verde que nunca, y el sol de las diez brillaba ardiente. Miraron hacia el lugar donde había estado la fogata, pero no había nadie. Se levantaron muy desconcertados y se acercaron a la zona del encuentro. Allí encontraron botellas vacías y restos de cigarros. Todo indicaba que la reunión había durado mucho tiempo, pero los espectadores solo pudieron asistir al primer acto.