Читать книгу Misiones fantástica (cuentos) - Marcela Mariana Muchewicz - Страница 6
ОглавлениеBrujería
Arturo y Silvia eran muy alegres, estaban de novios desde hacía dos años y pertenecían al grupo de jóvenes de la iglesia de la ciudad misionera de El Dorado. Corría el año 1996, y todos los sábados los dos se juntaban con su grupo para practicar algún deporte o para ayudar en la iglesia, ya sea limpiando la capilla, organizando eventos parroquiales o dando clases de catequesis a los niños del barrio. Era una pareja muy unida, y se amaban como solo se puede amar al primer amor.
José también estaba en el grupo de jóvenes y odiaba esa relación o, mejor dicho, odiaba que Silvia fuera tan feliz con Arturo y no con él. José la conocía desde la escuela primaria y la adoraba. Le encantaban sus gestos, se reía hasta con el simple hecho de recordar alguna actitud de ella y soñaba con el momento en que pudiera tenerla en sus brazos, casarse con ella, tener hijos parecidos a ella y vivir juntos para siempre.
A sus dieciocho años, José estaba por terminar la secundaria, pero solo tenía en mente una cosa: conquistar a Silvia, convencerla de su enorme y eterno amor e irse con ella a otra localidad, para continuar allí con sus estudios terciarios, y muy lejos de Arturo.
Faltaban solo dos meses para finalizar la cursada cuando José puso en práctica su plan. Buscó aliados y comenzó a difamar a Arturo y a tratar de poner a Silvia en contra de su amado. Hizo todo lo que pudo por separarlos, pero nada logró. Parecía que, cuanto más hacía para distanciarlos, ellos más se querían y más avivaban la llama del amor.
Los celos de José fueron sembrando veneno en su amor propio. Las derrotas acumuladas se sucedían vertiginosamente y ya no soportaba verlos juntos. Todos los amigos que tenían en común le recordaban lo apasionados que estaban los dos y no aguantó más. Una tarde de martes, en vez de ir a jugar al fútbol como era su costumbre, fue a ver a una mujer que se dedicaba a la hechicería. Sus concepciones religiosas se cruzaban con el paganismo que vive en la mayoría de las personas que habitan Misiones. Primero con culpa, después con duda, pero lo hizo guiado más que nada por su amor propio, herido en lo más profundo.
Llegó a una precaria vivienda y entró. Durante unos cuarenta minutos, le contó su problema a una mujer mayor de ojos hundidos, que lo observaba en silencio.
Cuando salió a la calle, miró el cielo y vio que las primeras estrellas comenzaban a brillar en lo alto, caminó despacio e indeciso por las calles que lo llevaban a su barrio. Silvia y Arturo también vivían en el mismo sitio, tal vez pasaría por la casa de alguno de los dos, aunque lo pensó mejor, no quería volver a verlos juntos, y desvió su recorrido.
Pasaron los días y los jóvenes enamorados no se cruzaron con José en ninguna de las actividades que normalmente compartían. Siguieron con sus vidas sin extrañarlo mucho, Silvia ya le había contado a Arturo sobre las declaraciones de amor de José y ambos preferían no verlo. Era mejor dejar que pasara el tiempo, que José se olvidara de ella.
Una semana después, Arturo estaba cortando el pasto de su casa cuando encontró una bolsita de terciopelo negro. La podadora la había cortado y de su interior salieron muchas cintas de colores. Las observó con detenimiento, parecían aceitadas y estaban algo sucias. Restándoles importancia, las colocó junto a las hojas secas y el pasto cortado y las quemó.
Desde esa tarde, la relación con Silvia empezó a cambiar. Dejaron de verse tan seguido y, por una u otra razón, ya no se hablaban. Arturo comenzó a sufrir una rara afección en la piel. Le salían ampollas que le causaban gran picazón y, cuanto más se rascaba, más le salían. Estuvo tan ocupado con sus heridas que no pudo ir a ver a Silvia, quien a su vez se encontraba atravesando una inexplicable depresión.
Así fue que ninguno podía aliviar su mal. Arturo visitaba médicos que no lograban curarlo, y Silvia preparaba su bolso para viajar a Buenos Aires, tratando de escapar de su casa sin saber por qué.
Los días fueron pasando, Arturo perdió fuerzas y su salud empezó a desmejorar. Sus amigos de la iglesia y el sacerdote rezaban por él, haciendo cadenas de oración. Por su parte, Silvia no había sentido la necesidad de ir a verlo y había preparado todo para irse a vivir con una tía a la localidad de Temperley.
Mientras Arturo agonizaba en el sanatorio, el obispo se enteró de su situación. Y, como lo conocía muy bien, les ofreció a los padres del joven llevárselo a su casa. Después de tres semanas en la casa del obispo, Arturo recuperó el conocimiento y sus heridas comenzaron a sanar. Poco a poco fueron cicatrizando las llagas que invadían su cuerpo y, aunque había quedado muy marcado, ya no le causaban dolor. Pudo incorporarse y recuperar la lucidez de antes. Cuando el religioso lo llevó curado a su ciudad natal, ya habían pasado tres meses.
Arturo buscó a Silvia, pero ella se había marchado sin decir a dónde. Los familiares de ella tampoco quisieron darle esa información. Con el corazón entre las manos, el joven preguntó a todos sus conocidos por los motivos de su ausencia, pero nadie sabía nada. Después de varias semanas de búsqueda sin éxito, Arturo se decepcionó de todo y de todos, dejó de hablar con la gente y también decidió marcharse.
Viajó a Posadas, buscó un trabajo y empezó a estudiar. Los años pasaron, pero no pudo volver a enamorarse. Nadie lo hacía sentir como Silvia. Años después se recibió de periodista y comenzó a trabajar en un reconocido diario de esa ciudad.
Anímicamente estaba mal. Había vuelto a su ciudad algunas veces y sabía, por el comentario de sus amigos, que ella no había regresado ni siquiera para el casamiento de una de sus hermanas. Cada vez que pensaba en Silvia se preguntaba por qué alguien les había hecho tanto daño. Sabía que había sido un trabajo de hechicería, se lo habían dicho cuando estuvo internado en el sanatorio. Y aún recordaba las palabras del obispo: «Todo se ordena con el tiempo» y «El que siembra cardos, cosechará solo eso». Arturo confiaba en la justicia divina, pero todo eso había pasado ya hacía demasiado tiempo y sentía que iba a quedarse solo y amargado por el resto de su vida.
Aunque no conocía al culpable o a los culpables, ahora quería rehacer su vida, volver a enamorarse y olvidar todo ese lado oscuro. Trató de no pensar, empezó a ser más sociable y a tener amigos de diferentes ámbitos. Conoció la noche y las discotecas, le dedicó tiempo al deporte y a la música. Se sintió vivo de verdad, rodeado de amigos nuevos y un mundo que por fin se había permitido conocer.
Un día en su trabajo recibió una llamada telefónica. Era la voz de una mujer. Era ella. El tono de su voz se había quedado intacto, grabado en su memoria, y ahora resonaba en su cerebro y llenaba sus oídos de un zumbido extraño creado por la emoción de estar viviendo un momento tan esperado. Se le erizó la piel y un frío agónico recorrió su estómago. Silvia le preguntó cómo estaba, y él solo pudo decir «bien».
Silvia le dijo que no había logrado olvidarse de él, que había regresado a la ciudad y que unos amigos le habían contado que lo habían visto de visita por allí, que al parecer seguía soltero. Después de esa introducción, le confesó que ella tampoco había podido reiniciar una relación afectiva con nadie, que no podía explicarle por teléfono todo lo que había vivido en esos años y que necesitaba verlo para charlar en persona.
Los caminos de ambos se habían apartado por la intervención de un tercero, José, que, después de ver a Arturo tan enfermo, se había sentido mal y se había ido a vivir a una provincia del sur del país.
Siete años habían pasado, ese fue el tiempo que le dedicaron a conocerse a sí mismos y a fortalecer sus personalidades, después de descubrir con sufrimientos las adversidades y reveses que puede tener la vida.
Tras esa primera llamada, la comunicación entre Arturo y Silvia fue mejorando lentamente. Se vieron unos meses después en Buenos Aires, se encontraron en un café y se miraron infinitamente a los ojos, y descubrieron que la llama del amor jamás se había apagado. Con el paso del tiempo, el hechizo fue perdiendo su poder y el destino se encargó de volver a unir sus caminos. Se enamoraron más que antes, porque los habían separado, se buscaron intensamente y viven juntos hasta el día de hoy.