Читать книгу Misiones fantástica (cuentos) - Marcela Mariana Muchewicz - Страница 8

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Cortesía por un amigo

Hace muchos años, cuando mi padre aún no existía, las personas acostumbraban a visitarse y pasar varios días en la casa de los familiares y amigos. Las visitas permanecían mucho tiempo en la casa de su anfitrión, porque los viajes eran muy largos y agotadores por los medios rudimentarios que había en esa época para movilizarse.

Mi abuelo paterno, Estanislao, era joven y tenía un amigo de la infancia viviendo en Río Grande del Sur, Brasil. Se habían conocido de niños, pero el tiempo y las oportunidades laborales del primero lo habían alejado de Misiones, su tierra natal. Hacía mucho tiempo que no lo veía y decidió ir a visitarlo. Preparó su caballo, puso unas cuantas cosas en una mochila y emprendió la aventura.

Marcaba el almanaque el mes de octubre de 1938 y los viajes a caballo eran la manera más sencilla y económica de moverse por grandes distancias, atravesar montes y picadas y detenerse cuando se creyera oportuno para descansar. Después de andar varios días, que se alargaron por la crecida del río Uruguay y las intermitentes lluvias, características de esa región, mi abuelo llegó a un pequeño pueblo del país vecino.

Allí fue preguntando a algunos lugareños por la dirección que buscaba y que casi no recordaba por los cambios que había sufrido el paisaje con el correr del tiempo. Le indicaron que continúe por un camino de tierra colorada, brillante al reflejo del sol, apisonada por el paso de las carretas y los cascos de los equinos, pero fresca por la espesura del monte a sus costados.

Alejándose de las últimas casas del pueblo, desde donde ancianos cansados y curiosos lo saludaban en señal de respeto, cabalgó un par de kilómetros a paso tranquilo hasta llegar a las tierras de su amigo Francisco Da Silveira.


Aunque su amigo no estaba en el campo cuando Estanislao arribó, un compadre suyo lo recibió y lo atendió como si fuera su propio invitado. Al parecer, Francisco no tardaría en volver. De todos modos, el viaje había sido tan cansador que Estanislao necesitaba reponerse y le agradeció mucho la hospitalidad.

Desde un primer momento, el compadre de Francisco estaba muy contento de atenderlo. Parecía feliz de tener compañía y, aunque casi no hablara, lo expresaba con la actitud y las acciones. No sabía sobre el paradero de su compadre, pero de todas formas le sirvió un apetitoso almuerzo: reviro con carne frita, vino tinto y pan. Sin embargo, no comió con él, le dijo que ya había almorzado mientras preparaba la comida. A la hora de la cena, su excusa fue similar. Al día siguiente, el compadre de Francisco le preparó unos mates durante la mañana y la tarde, pero no quiso acompañarlo. Era extraño. Le servía refrigerios y las comidas, pero jamás se sentaba a su lado, ni siquiera para conversar.

Con el correr de los días, a Estanislao se le acabaron las ganas de insistirle que lo acompañara durante las comidas. En una oportunidad, hasta lo siguió al interior de la casa con la excusa de pedirle que compartieran unos mates amargos. Pero, cuando entró a la pequeña casita, no lo encontró en ninguna de las habitaciones. Pensó que tal vez se había ido al rozado o a la huerta, y no lo quiso molestar más.

Al tercer día, el huésped ya se había acostumbrado a ese tipo de trato. Aunque le resultó extrañó que el hombre no hubiera regresado a levantar la mesa de la cena. La levantó Estanislao y se acostó a dormir muy relajado. Seguramente, su compañero de estadía dormiría en otra parte o habría ido a visitar a alguien, era un hombre joven y podía ser que tuviera una familia esperándolo.

Al día siguiente, cuando recién amanecía llegó Francisco Da Silveira a su casa y recibió muy contento a su amigo de la infancia. No podía creer que lo hubiera ido a visitar desde tan lejos. Luego de los abrazos y saludos, prepararon unos mates y se sentaron a la sombra de un árbol para conversar sobre todos esos años en los que no se habían visto. En la charla, Francisco le preguntó cuándo había llegado y, al enterarse de que hacía ya varios días, quiso saber cómo se había arreglado. Pese a haber estado dos semanas fuera, veía que su casa estaba muy ordenada.

Y Estanislao le respondió que no había tenido ninguna necesidad, porque su compadre lo había estado atendiendo perfectamente. Aunque era un hombre muy callado, solo había intercambiado algunas palabras con él el día que llegó, no le había hecho faltar nada, pues le cocinaba y ordenaba el lugar. Aprovechando el tema, Estanislao le preguntó a dónde era que dormía su compadre, porque se había dado cuenta de que por las noches no estaba en la casa.

Francisco hizo un silencio largo y luego, muy consternado, le dijo que todo eso no podía ser real. Su único compadre, el que vivía con él, había fallecido hacía unos cuatro años a causa de una enfermedad respiratoria. Conmovidos, siguieron charlando del tema, y Francisco fue a buscar entre algunos papeles viejos alguna foto de su compadre. Después de ver un par de fotografías borrosas y en blanco y negro, quien quedó perplejo fue Estanislao: ¿cómo podía ser que lo hubiera estado atendiendo un hombre que había muerto hacía tanto tiempo? Para terminar de convencerlo, Francisco lo llevó al cementerio para que viera la tumba de su compadre y le creyera.

La visita continuó de manera cordial entre los amigos, y lograron hablar de otros temas que no estuvieran relacionados con el compadre. Hasta que llegó la tarde en que Estanislao debía partir. Cuando ensillaba su caballo, Francisco le entregó unos cuantos víveres para el viaje y algunos regalos. Luego se despidieron prometiendo que la próxima vez no tardarían tanto tiempo en reencontrarse. El visitante salió al camino con el trote lento.

El día había comenzado con la frescura típica de los amaneceres de verano: el sol radiante de las cinco y media que va tiñendo el cielo de tonos rosáceos hasta las seis, cuando lo deja de un intenso azul celeste. Poco antes de llegar al pueblito, Estanislao se cruzó con un hombre que lo saludó con el sombrero. Él respondió levantando levemente el suyo, y el hombre le devolvió una sonrisa amable cuando se cruzaron cuerpo a cuerpo.

Tardó unos segundos en darse cuenta de que era el mismo hombre que lo había atendido en la casa de su amigo. Giró sobre sí y miró hacia atrás, pero no había nada. Detuvo su caballo y lo hizo retroceder un par de metros. Hasta donde alcanzaban sus ojos, no había nadie, solo el largo camino recto y polvoriento que llevaba a la casa de Francisco Da Silveira.

Misiones fantástica (cuentos)

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