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ОглавлениеCapítulo 1
La génesis del sistema internacional y el desarrollo de los Estados
El primer orden económico global
En su libro La civilización puesta a prueba, Arnold Toynbee sostiene que los viajes oceánicos de descubrimiento que protagonizaron los marinos de Castilla, Portugal y luego los de Inglaterra, Holanda y Francia fueron un acontecimiento histórico epocal porque, desde los alrededores del 1500, la humanidad quedó reunida en una única sociedad universal.[2]
Importa destacar que, con los viajes oceánicos de descubrimiento protagonizados por los grandes navegantes, comenzó a formarse, lentamente, un orden económico inclusivo de todo el planeta (Ferrer, 2001: 11). El surgimiento de ese primer orden económico global coincidió “con un progresivo aumento de la productividad, inaugurado con el incipiente progreso técnico registrado durante la Baja Edad Media. La coincidencia de la formación del primer orden económico global con la aceleración del progreso técnico no fue casual. La expansión de ultramar fue posible por la ampliación del conocimiento científico y la mejora en las artes de la navegación y la guerra. Hasta entonces, el crecimiento del producto había sido muy lento, y las estructuras económicas y los ingresos medios de los países, muy semejantes. De este modo, las relaciones internacionales, e incluso la conquista y la ocupación de un país por otro, incidían marginalmente en los niveles de productividad y en la organización de la producción. A medida que el progreso técnico y el aumento del ingreso fueron transformando la estructura de la producción y la composición de la demanda, las relaciones de cada país con su entorno ejercieron una influencia creciente sobre su desarrollo” (Ferrer, 2002: 55-56).
Bajo la hegemonía británica se produce la plena expansión capitalista mundial que fue polarizante desde un principio dado que el sistema internacional, conducido por Inglaterra, se basaba en un mercado integrado de mercancías y de capital, pero no del mercado de trabajo. De esa forma, la expansión capitalista no sería, en la periferia del sistema internacional, portadora del progreso –como creía Marx– sino de la miseria del subdesarrollo.[3]
Como bien señaló Samir Amin (2001), desde el momento en que las mercaderías y el capital salieron del espacio nacional para abarcar el mundo surgió el problema del reparto de la plusvalía a escala mundial. En ese escenario político y económico, en la periferia del sistema, sólo los Estados que lograron, a través de un proceso de insubordinación fundante, la subordinación de las relaciones con el exterior a la lógica y a las exigencias del desarrollo interno pudieron llevar a cabo una verdadera política de desarrollo industrial.
Durante el transcurso del siglo xix, Estados Unidos, Alemania, y Japón –citados por el orden cronológico de sus respectivas insubordinaciones fundantes–, a través de una vigorosa contestación al dominante paradigma de la división internacional del trabajo y de un adecuado impulso estatal, lograron realizar un exitoso proceso de industrialización, que les permitió convertirse en sociedades desarrolladas, salir de su condición periférica y transformarse, primero, en países efectivamente autónomos y, luego, en miembros plenos de la estructura hegemónica del poder mundial.[4] Tanto Estados Unidos como Alemania y Japón, cuando lograron completar su proceso de industrialización, comenzaron a predicar –como en su momento lo había hecho Inglaterra– como fórmula del éxito un camino totalmente distinto del que ellos habían recorrido para alcanzarlo.
La ubicación y el rol de los Estados en el sistema internacional
Como ha sostenido reiteradamente Helio Jaguaribe, una lectura objetiva de la historia de la política internacional permite afirmar con claridad que siempre han sido las condiciones reales de poder las que han determinado la ubicación y el rol de los Estados en el sistema internacional, incluidas en esas condiciones la cultura de una sociedad y su psicología colectiva. Así contempladas las relaciones internacionales, afirma el gran pensador brasileño, se observa, desde la antigüedad oriental a nuestros días, el hecho de que esas relaciones se caracterizan por ser de subordinación, que diferencian pueblos y Estados subordinantes y otros subordinados. Este hecho lleva a la formación, en cada ecúmene y en cada período histórico, de un sistema centro-periferia marcado por una fuerte asimetría, en la que provienen del centro las directrices regulatorias de las relaciones internacionales y hacia el centro se encaminan los beneficios, mientras la periferia es proveedora de servicios y bienes de menor valor, y queda, de este modo, sometida a las normas regulatorias del centro.
Las características que determinan el poder de los Estados y las relaciones centro-periferia cambian históricamente, adquieren una notable diferenciación a partir de la Revolución Industrial y actualmente, con la plena realización de la revolución tecnológica, llegan a una aun más notable diferenciación.
Las estructuras hegemónicas de poder
El escenario y la dinámica internacionales –como sostiene Samuel Pinheiro Guimarães– en que actúan los Estados periféricos se organiza en torno de estructuras hegemónicas de poder político y económico, cuyo núcleo está formado por los Estados centrales. Tales estructuras son el resultado de un proceso histórico.[5] Las mismas favorecen a los países que las integran y tienen, como objetivo principal, su propia perpetuación.
Estas estructuras hegemónicas de poder están conformadas por una red de vínculos de interés y derecho que liga entre sí a múltiples actores públicos y privados, cuya actividad tiende a la permanente elaboración de normas de conducta que van a conformar lo que se denomina “orden internacional”. En el núcleo de estas estructuras están siempre las grandes potencias en cuya estructura interna, a su vez, existen alianzas de factores de poder.
Históricamente, en las grandes potencias la alianza fundamental se dio entre las burguesías industriales nacionales (o, lo que es lo mismo, “el capital productivo”) y la elite política, alianza fundante a la cual, después de la Segunda Guerra Mundial, se incorporó el mundo del trabajo dando origen al Estado de bienestar y los denominados “treinta años gloriosos”, tanto en Europa como en Estados Unidos.
Esta alianza, que por su propia dinámica y naturaleza es variable, a mediados de la década de 1970 comienza a sufrir una mutación que la llevó, progresivamente a descomponerse. En esos momentos, la clase política –que mayoritariamente adopta como ideología política el neoliberalismo– comienza a romper su asociación tradicional con las burguesías industriales nacionales que no han “deslocalizado” su producción y el mundo del trabajo para, progresivamente, comenzar a aliarse con las empresas transnacionales y el capital financiero-especulativo internacional, hasta convertirse, en nuestros días, prácticamente, en la expresión del mismo. La fragua definitiva de esta “alianza” es la que termina consagrando al capital financiero-especulativo como el predominante dentro del poder del Estado, al punto de cooptar al político. Esta cooptación de la elite política por parte del capital financiero que terminó desatando la actual crisis financiera mundial.
Hoy los Estados centrales son Estados subordinados al capital financiero especulativo internacional. Ésta es la razón última que explica, a nuestro entender, que la reacción de Estados Unidos y la Unión Europea ante la crisis haya consistido en el empleo masivo del dinero público para salvar a las entidades financieras y en la puesta en marcha de programas de ajustes que afectan profundamente a los sectores populares.[6]
Nuestro postulado, sin embargo, es el de la primacía de la política, es decir, que la política tiende generalmente, en el largo plazo, a primar sobre la economía.
La única forma en que, aparentemente, lo económico resulte más importante que lo político es que, justamente, las elites políticas hayan sido “tomadas” por parte de los financistas, de modo que éstos sean los que terminan detentando el poder político y generando la muy “difundida” apariencia de que la economía predomina sobre la política y, peor aun, que esta última resulta impotente para controlarla. Pero cuando este tipo de “armado” se produce en el interior de los Estados desarrollados, sus poblaciones comienzan a sufrir los efectos de la explotación económica. Por este motivo, tal tipo de equilibro es por naturaleza “inestable” dado que, a nuestro entender, tiende a provocar como reacción, en un momento determinado de la historia, que los habitantes de esos Estados no soporten más el malestar (al que no están acostumbrados, malestar producido por la llamada “economía de humo” de los bancos y la especulación) y se lancen a la protesta política. Comienzan, entonces, a producirse las condiciones para la vuelta de la preeminencia de la política lo que, finalmente, ocurre mediante la aparición de una nueva elite política que rompe con el predominio del capital financiero internacional y reconstruye las bases del poder y el bienestar nacionales.
Finalmente es preciso destacar que la estructura hegemónica del poder mundial está sufriendo una profunda alteración por la emergencia de la República Popular China como potencia mundial. Importa destacar también que, a diferencia de lo que sucede en las otras potencias mundiales, en China, el poder financiero es poder del Estado nacional.
Las estructuras hegemónicas y el orden económico internacional
Los países desarrollados que integran el núcleo de las estructuras hegemónicas del poder mundial utilizan, permanentemente, todo su peso político y económico para tratar de establecer, en su total beneficio, las reglas que rigen el orden económico internacional. Así, por ejemplo, “las naciones desarrolladas inducen a las más pobres a adoptar políticas concretas imponiéndoles como condición para su ayuda extranjera u ofreciéndoles acuerdos comerciales preferenciales a cambio de buen comportamiento (adopción de medidas neoliberales)” (Ha-Joon Chang, 2009: 54).
Importa destacar, sin embargo, que para tratar de establecer las reglas de juego del sistema económico internacional, en su total beneficio, los países desarrollados actúan fundamentalmente –en la actualidad– de forma indirecta, a través de lo que el economista coreano y profesor de Cambridge Ha-Joon Chang denomina la “impía trinidad de las organizaciones internacionales”, conformada por el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (omc).
Estas organizaciones conforman el núcleo duro del sistema de gobierno económico global y, si bien no son títeres de los países centrales, “la impía trinidad está, básicamente controlada por éstos, por lo que conciben y ponen en práctica políticas de mal samaritano que esos países quieren” (Ha-Joon Chang, 2009: 55), es decir, políticas cuyo fin último es perpetuar la situación de subdesarrollo de los países periféricos. Así, el fmi –creado en principio y en teoría para prestar dinero a los países en crisis de balanza de pagos para que pudieran reducir sus déficit sin necesidad de recurrir a la deflación– le sirvió a los países centrales para establecer en el mundo subdesarrollado las condiciones de la división internacional del trabajo y, consecuentemente, para impedir la marcha hacia la industrialización.
Como sagazmente observó Arturo Jauretche (2006), el análisis histórico objetivo de la actuación del fmi con relación a los países periféricos permite afirmar que éste, al precio de momentáneos y precarios préstamos, ha obtenido siempre la garantía, sine die, de la renuncia del ejercicio de la soberanía en lo económico, la limitación de los poderes nacionales en el gobierno y la defensa de la economía propia y su comercio, atando el futuro de los países que se someten a la rueda estranguladora del interés compuesto reuniendo así, en una misma mano, las capitulaciones nacionales y el establecimiento de la usura internacional.
Ha-Joon Chang afirma que, después de la crisis de la deuda del Tercer Mundo en 1982, tanto el fmi como el Banco Mundial comenzaron a ejercer –a través de su operación conjunta en los denominados “programas de ajuste estructural”– una influencia cada vez más profunda e intensa en la vida económica, política y cultural de los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Paulatinamente, a partir de 1982 los funcionarios del fmi y el Banco Mundial empezaron a implicarse de lleno en prácticamente todas las áreas de la política económica de los países periféricos. El fmi y el Banco Mundial extendieron, entonces, su influencia política al presupuesto del gobierno, alegando que los déficits presupuestarios eran una causa determinante en los problemas de la balanza de pagos. Los funcionarios del Fondo comenzaron entonces a intervenir activamente “en áreas hasta entonces inconcebibles, como democracia, descentralización del gobierno, independencia del Banco Central y gobernanza corporativa” (Ha-Joon Chang, 2009: 55). Ha-Joon Chang, reflexionando sobre la indetenible expansión de la influencia política del Banco Mundial y el fmi, afirma: “Esta expansión lenta de roles plantea un problema serio. El Banco Mundial y el fmi empezaron con mandatos bastante limitados. Posteriormente, afirmaron que tenían que intervenir en nuevas esferas de sus mandatos originales, por cuanto también afectaban al rendimiento económico, donde un fallo ha llevado a algunos países a pedirles prestado dinero. Pero, a la luz de este razonamiento, no hay ningún ámbito de nuestra vida en que las instituciones de Bretton Woods no puedan intervenir. Todo lo que sucede en un país tiene repercusiones en su rendimiento económico. Según esta lógica, el fmi y el Banco Mundial deberían poder imponer condiciones sobre todo, desde decisiones de fertilidad, pasando por la integración étnica y la igualdad de género, hasta los valores culturales” (55).
Complementando esta afirmación, es preciso destacar que, en realidad, fue a comienzos de la década de 1960 cuando los funcionarios del Fondo y del Banco Mundial – coincidentemente, acompañados en su prédica por numerosas ong– comenzaron a aconsejar a los países en desarrollo que debían reducir considerablemente sus fuerzas armadas, que debían evitar tener un desarrollo nuclear autónomo y que debían controlar su crecimiento demográfico mediante la anticoncepción y los programas de liberalización del aborto. Importa destacar que en septiembre de 1968 Robert McNamara, presidente del Banco Mundial y ex secretario de Defensa de Estados Unidos, en su gira por la Argentina anunció oficialmente que el banco sólo daría créditos a los países que aplicaran sistemas de control de la natalidad.[7]
Los conceptos de umbral de resistencia y umbral de poder
A efectos de comprender con mayor precisión los factores y los elementos que marcan, componen y mutan la situación de los Estados en el ámbito internacional, convirtiendo a unos en protagonistas de la historia mundial y a otros en simples espectadores, a unos en Estados subordinantes y a otros en subordinados –situación relativa y, por naturaleza, cambiante–, es necesario elaborar nuevas categorías de análisis interpretativo. Estas categorías, a las que denominaremos “umbral de resistencia” y “umbral de poder”, no consisten en meras “invenciones” –arbitrarias o caprichosas– sino en conceptos operativos que nos permitirán exponer, de modo sintético, una serie de parámetros que existen y se desenvuelven en el transcurso de la realidad histórica de las naciones y que determinan su situación relativa frente a las demás.
El concepto “umbral de resistencia” está relacionado con la autonomía interna, y significa la capacidad de una unidad política para poder determinar lo que se hace en su propio territorio. Los Estados que alcanzan el umbral de resistencia no están incluidos en la órbita de las potencias hegemónicas; están sometidos a fuertes presiones por parte de éstas, evidentemente no tienen condiciones para oponerse a esas hegemonías, pero cuentan con las condiciones necesarias para establecer una frontera cierta a esas hegemonías. Importa precisar que los Estados que alcanzan el umbral de resistencia adquieren la capacidad de limitar la interferencia de la globalización en su propio territorio.
Así, por “umbral de resistencia” entenderemos, en lo sucesivo, un quantum de poder mínimo necesario por debajo del cual cesa la capacidad autonómica interna de una unidad política. “Umbral de resistencia” es, entonces, el poder mínimo que necesita un Estado para no caer en el estadio de subordinación, en un momento determinado de la historia. De su naturaleza histórica y relativa deviene, en consecuencia, la naturaleza “variable” de ese umbral de resistencia.
Por su parte, el concepto de umbral de poder está relacionado con la autonomía externa y lo entenderemos en lo sucesivo como el poder mínimo que necesita alcanzar un Estado para intentar participar, en calidad de actor principal, en la construcción del orden internacional en un momento determinado de la historia, es decir, para intentar convertirse en un protagonista principal de la historia mundial. Lógicamente, son pocos los Estados que han logran alcanzar este umbral.
Tanto el umbral de resistencia como el de poder están siempre relacionados con el poder generado por los otros Estados que conforman el sistema internacional. Cuando una o varias unidades políticas aumentan considerablemente su poder, pueden provocar un cambio sustancial tanto en el umbral de resistencia como en de poder.
Umbral de resistencia, umbral de poder e integración
Como señalan Guillermo O’Donnell y Delfina Link, debe tenerse presente siempre que “la estrategia fundamental de los dependientes es la alianza contra su dominante. En la medida en que los dependientes superen el aislamiento en que los ha colocado su dominante, pueden pensar en poner en común sus recursos de poder y, con ello, introducir un cambio fundamental en su situación” (citados por Juan Carlos Puig, 1980: 154).
Sin embargo, como sostiene agudamente Juan Carlos Puig, es fundamental advertir que “la integración en sí misma tampoco es autonomizante” (154) y que tampoco conduce necesariamente a todos los Estados que protagonizan el proceso de integración a alcanzar el umbral de resistencia o el de poder, es decir que no necesariamente a través de la integración se alcanza la autonomía.
La integración es, esencialmente, instrumental y para que sirva como instrumento para alcanzar el umbral de resistencia o el de poder requiere de determinados requisitos y condiciones. Entre esos requisitos y condiciones imprescindibles figuran el hecho de que las unidades que participan del proceso de integración posean dimensiones más o menos equivalentes, que el desarrollo industrial-tecnológico de la unidades a integrarse no sea enormemente desigual (esta circunstancia podría subsanarse mediante la aplicación de una política de planificación industrial conjunta) y que ninguna de ellas sobrepase, en términos de poder, exageradamente a las otras. Si estas condiciones no se reúnen, más allá de las buenas intenciones de la unidad política que sobrepasa en términos de poder y desarrollo infinitamente a las otras, la integración deviene en la subordinación de las unidades medianas y pequeñas a aquella unidad que, en términos relativos y comparativos es, frente a esas unidades pequeñas y medianas, una gran potencia. En ese sentido Maurice Duverger (1965) afirma:
Cuando se trata de unir a naciones de dimensiones más o menos equivalentes, de las cuales ninguna puede aplastar a las otras, y de hacer surgir sobre ellas un verdadero poder supranacional, entonces la integración corresponde a una auténtica cooperación, que respeta el derecho de todos y permite a cada uno profundizar su solidaridad con los otros más que reforzar su egoísmo. Pero, si se trata de fusionar naciones medianas o pequeñas alrededor de un gigante que las sobrepasa infinitamente, se llega, necesariamente, a una seudocomunidad, que camufla la dominación de una gran potencia. Se trata, en realidad, de un imperio. Tal, es la verdadera naturaleza [de la integración de unidades profundamente desiguales], malgrado las buenas intenciones. (1-3)
La construcción del poder nacional y el impulso estatal
Para los Estados periféricos, el objetivo estratégico primario no puede ser otro que el de alcanzar el umbral de resistencia y desarrollo. En esos Estados la construcción del poder nacional y la superación del subdesarrollo requieren de un enorme impulso estatal para poner en acto lo que se encuentra en potencia. El impulso estatal permite la movilización de los recursos potenciales que transforman la fuerza en potencia, en “fuerza en acto”.[8]
En realidad, del estudio profundo de la historia de la política internacional se desprende que en el origen del poder nacional de los principales Estados que conforman el sistema internacional se encuentra siempre presente el impulso estatal. Esto es así porque el poder nacional no surge espontáneamente del simple desarrollo de los recursos nacionales. Además, en los Estados periféricos la necesidad del impulso estatal se ve acrecentada porque los Estados que más poder tienen tienden a inhibir la realización del potencial de los Estados subordinados para que no se altere la relación de fuerzas en detrimento de aquéllos.
En este contexto, denominamos impulso estatal a todas las políticas realizadas por un Estado para crear o incrementar cualquiera de los elementos que conforman el poder de ese Estado. De manera general, podemos afirmar que entran dentro del concepto todas las acciones llevadas a cabo por una unidad política tendientes a animar, incitar, inducir o estimular el desarrollo o el fortalecimiento de cualquiera de los elementos que integran el poder nacional. De manera restrictiva, también usamos este concepto para referirnos a todas las acciones llevadas a cabo por un Estado periférico tendientes a poner en marcha las fuerzas necesarias para superar el estado de subordinación y el subdesarrollo. El ejemplo paradigmático de lo que denominamos como impulso estatal fue la Ley de Navegación inglesa de 1651 y sus sucesivas reformas.[9]
Los elementos del poder nacional
Los conceptos de “umbral de resistencia”, “umbral de poder” e “impulso estatal” conducen pues, necesariamente, al análisis de los elementos que conforman el poder de un Estado. El poder de un Estado está conformando por un conjunto de elementos, tangibles e intangibles, interrelacionados. Este “conjunto de elementos” está permanentemente afectado por los cambios tecnológicos y culturales.
Para construir poder es necesario interrogarse, constantemente, sobre cuáles son los factores que otorgan a un Estado el poder mínimo necesario para mantener su autonomía y alcanzar el desarrollo dado que estos factores se ven, como ya afirmamos, permanentemente transformados por la evolución de la tecnología.
Numerosos pensadores, a lo largo de la historia, marcaron la existencia de factores básicos que conforman el poder de un Estado. Así, por ejemplo, el geógrafo estadounidense Nicholas Spykman en su obra America’s Strategy in World Politics: The United States and the Balance of Power, de 1942, subrayó la existencia de diez factores básicos a tener en cuenta cuando se analiza y se mensura el poder de un Estado. Esos factores, según Spykam, son: 1) la extensión del territorio; 2) las características de las fronteras; 3) el volumen de la población; 4) la ausencia o presencia de materias primas; 5) el desarrollo económico y tecnológico; 6) la fuerza financiera; 7) la homogeneidad étnica; 8) el grado de integración social; 9) la estabilidad política, y 10) el espíritu nacional.
Resulta evidente que Spykman –así como Hans Morgenthau– incluye como elementos constitutivos del poder nacional tanto a los factores tangibles como a los intangibles y que, también al igual que Morgenthau, coloca en la cúspide de la pirámide del poder a los factores intangibles.[10] Por su parte, Rudolf Steinmetz (1929) enumera ocho factores que deben tenerse en cuenta al momento de mensurar el poder de un Estado, a saber: 1) la cantidad y calidad de la población; 2) la dimensión del territorio; 3) las riquezas; 4) la calidad de las instituciones políticas; 5) la calidad de la conducción política; 6) la unidad y la cohesión nacionales; 7) la existencia de Estados amigos en el sistema, y 8) las cualidades morales de la población.
Resulta interesante señalar que Guido Fisher (citado por Aron, 1984) divide a los factores constitutivos del poder de cualquier estado en tres categorías: la primera está conformada por los factores políticos dentro de los cuales incluye siete elementos, a saber: 1) la posición geográfica; 2) la superficie; 3) el tamaño de la población y la densidad por kilómetro cuadrado; 4) la habilidad organizativa de la población; 5) el nivel cultural; 6) los tipos de fronteras, y 7) las aptitudes de los países vecinos. La segunda está configurada por los factores psicológicos, entre los cuales enumera: 1) la flexibilidad económica; 2) la capacidad de invención; 3) la perseverancia, y 4) la capacidad de adaptación.
Finalmente, en la tercera categoría, ubica los factores económicos: 1) la fertilidad del suelo; 2) las riquezas mineras; 3) la organización industrial; 4) el nivel tecnológico; 5) el desarrollo del comercio, y 6) la fuerza financiera.
Poder y desarrollo
Suelen confundirse, habitualmente, los términos “desarrollo económico”, o incluso el de “riqueza nacional”, con el de “poder nacional”.
El poder nacional requiere del desarrollo económico pero el desarrollo económico no garantiza, por sí mismo, el poder nacional. A fin de mantener a los Estados periféricos en situación de subordinación permanente se sostiene, desde los Estados centrales –y las elites subordinadas ideológicamente repiten acríticamente–, que el desarrollo de la riqueza nacional es más importante que la construcción del poder nacional. Ésta es, en realidad, una discusión de larga data. Al respecto, Friedrich List (1955) afirmaba ya en 1838, reflexionando sobre el destino de Alemania, que era por ese entonces una región periférica, subordinada y subdesarrollada:
La potencia es más importante que la riqueza; pero ¿por qué es más importante? Porque la potencia de una nación es una fuerza capaz de alumbrar nuevos recursos productivos, porque las fuerzas productivas son a modo de un árbol cuyas ramas fueran las riquezas, y porque siempre tiene más valor el árbol que produce frutos que el fruto mismo. El poder es más importante que las riquezas, porque una nación por medio del poder no sólo adquiere nuevos recursos productivos sino que se reafirma también en la posesión de las riquezas tradicionales logradas desde antiguo, y porque lo contrario de la potencia, o sea, la impotencia, hace que pongamos en manos de los que son más poderosos que nosotros todo lo que poseemos, no sólo la riqueza, sino también nuestras fuerzas productivas, nuestra cultura, nuestra libertad y hasta nuestra independencia como nación, como nos lo enseña claramente la historia de las repúblicas italianas, de la Liga Hanseática, de Bélgica, Holanda, Portugal y España. (56)