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Capítulo 2

El desarrollo nacional y la subordinación cultural

La vulnerabilidad ideológica

La hipótesis sobre la que reposan las relaciones internacionales, como sostiene Raymond Aron (1984), está dada por el hecho de que las unidades políticas se esfuerzan en imponer, unas a otras, su voluntad. La política internacional comporta, siempre, una pugna de voluntades: voluntad para imponer o voluntad para no dejarse imponer la voluntad del otro.

Para imponer su voluntad, los Estados más poderosos tienden, en primera instancia, a tratar de imponer su dominación cultural. El ejercicio de la dominación, de no encontrar una adecuada resistencia por parte del Estado receptor, provoca la subordinación ideológico-cultural que da como resultado que el Estado subordinado sufra de una especie de síndrome de inmunodeficiencia ideológica, debido al cual el Estado receptor pierde hasta la voluntad de defensa.

Podemos afirmar, siguiendo el pensamiento de Morgenthau, que el objetivo ideal o teleológico de la dominación cultural –en términos de este autor, “imperialismo cultural”–[11] consiste en la conquista de las mentalidades de todos los ciudadanos que hacen la política del Estado en particular y la cultura de los ciudadanos en general, al cual se quiere subordinar. Sin embargo, para algunos pensadores como Juan José Hernández Arregui (2004) la política de subordinación cultural tiene como finalidad última no sólo la “conquista de las mentalidades” sino la destrucción misma del “ser nacional” del Estado sujeto a la política de subordinación. Y aunque generalmente, reconoce Hernández Arregui, el Estado emisor de la dominación cultural (el “Estado metrópoli”, en términos de Hernández Arregui), no logra el aniquilamiento del ser nacional del Estado receptor, el emisor sí logra crear en el receptor “un conjunto orgánico de formas de pensar y de sentir, un mundo-visión extremado y finamente fabricado, que se transforma en actitud «normal» de conceptualización de la reali- dad [que] se expresa como una consideración pesimista de la realidad, como un sentimiento generalizado de menor valía, de falta de seguridad ante lo propio, y en la convicción de que la subordinación del país y su desjerarquización cultural es una predestinación histórica, con su equivalente, la ambigua sensación de la ineptitud congénita del pueblo en que se ha nacido y del que sólo la ayuda extranjera puede redimirlo” (140).

Es preciso destacar que, aunque el ejercicio de la subordinación cultural por parte del Estado emisor no logre la subordinación ideológica total del Estado receptor, puede dañar profundamente la estructura de poder de este último si engendra, mediante el convencimiento ideológico de una parte importante de la población, una vulnerabilidad ideológica que resulta ser –en tiempos de paz– la más peligrosa y grave de las vulnerabilidades posibles para el poder nacional porque, al condicionar el proceso de la formación de la visión del mundo de una parte importante de la ciudadanía y de la elite dirigente, condiciona, en consecuencia, la orientación estratégica de la política económica, de la política externa y, lo que es más grave aún, corroe la autoestima de la población, debilitando la moral y el carácter nacionales, ingredientes indispensables –como enseña Morgenthau– del poder nacional necesario para llevar adelante una política tendiente a alcanzar los objetivos del interés nacional.

Sobre la importancia que la subordinación cultural ha tenido y tiene para el logro de la imposición de la voluntad de las grandes potencias refiere Zbigniew Brzezinski (1998):

El Imperio británico de ultramar fue adquirido inicialmente mediante una combinación de exploraciones, comercio y conquista. Pero, de una manera más similar a la de sus predecesores romanos o chinos o a la de sus rivales franceses y españoles, su capacidad de permanencia derivó en gran medida de la percepción de la superioridad cultural británica. Esa superioridad no era sólo una cuestión de arrogancia subjetiva por parte de la clase gobernante imperial sino una perspectiva compartida por muchos de los súbditos no británicos. […] La superioridad cultural, afirmada con éxito y aceptada con calma, tuvo como efecto la disminución de la necesidad de depender de grandes fuerzas militares para mantener el poder del centro imperial. Antes de 1914 sólo unos pocos miles de militares y funcionarios británicos controlaban alrededor de siete millones de kilómetros cuadrados y a casi cuatrocientos millones de personas no británicas. (29)

La subordinación ideológico-cultural produce en los Estados subordinados una “superestructura cultural” que forma un verdadero techo de cristal que impide la creación y la expresión del pensamiento antihegemónico y el desarrollo profesional de los intelectuales que expresan ese pensamiento. El uso que aquí damos a la expresión “techo de cristal” apunta a graficar la limitación invisible para el progreso de los intelectuales antihegemónicos, tanto en las instituciones culturales como en los medios masivos de comunicación.[12]

El complejo financiero-intelectual

Discurriendo de lo general a lo particular y del pasado al presente, podemos afirmar que en los últimos treinta años los Estados centrales han tenido como uno de sus más importantes objetivos el de imponer a los países periféricos el modelo neoliberal. Acertadamente afirma sobre el particular Ha-Joon Chang (2009):

En lo que respecta a los países en vías de desarrollo, el programa neoliberal ha sido impuesto por una alianza de gobiernos de países ricos encabezada por Estados Unidos y arbitrada por la “impía trinidad” de organizaciones económicas internacionales que controlan en buena medida: el fmi, el Banco Mundial y la omc. Los gobiernos ricos utilizan sus presupuestos de ayuda y el acceso a sus mercados nacionales como incentivos para inducir a las naciones en vía de desarrollo a adoptar medidas neoliberales. Esto se hace, a veces, para beneficiar a empresas concretas que ejercen presión pero, generalmente, para crear un entorno en el país subdesarrollado en cuestión, que sea favorable a los artículos e inversiones extranjeras en general. El fmi y el Banco Mundial hacen su papel adjuntando a sus préstamos la condición de que los países receptores adopten políticas neoliberales. La omc contribuye haciendo normas de comercio que favorecen el libre comercio en sectores en los que las naciones ricas son más fuertes, pero no en los que son débiles (por ejemplo, agricultura o textil). Estos gobiernos y organizaciones están respaldados por una legión de ideólogos. Algunas de esas personas son académicos muy bien preparados que deberían conocer los límites de sus aspectos económicos de libre mercado, pero tienden a olvidarlos cuando se trata de dar consejos políticos (como ocurrió, especialmente, cuando asesoraron a las economías ex comunistas en la década de 1990). Juntos, esos diversos organismos e individuos forman una poderosa maquinaria propagandista, un complejo financiero-intelectual respaldado por dinero e influencia. (31)

Son precisamente esos intelectuales –respaldados por el poder del dinero, por la poderosa maquinaria propagandística montada por las grandes potencias y por el capital financiero internacional– los que han logrado falsificar la historia del desarrollo de las naciones e imponer una “historia oficial” que oculta el hecho de que los países actualmente desarrollados, para llegar a serlo, aplicaron sistemáticamente el proteccionismo económico, la discriminación a los inversores extranjeros y la subvención permanentemente a sus industrias deficitarias. Como sostiene Ha-Joon Chang, los países desarrollados se han hecho ricos aplicando un modelo económico intervencionista y proteccionista totalmente contrario al modelo económico neoliberal que hoy predican como panacea para llegar a la prosperidad a los países subdesarrollados o en vías de desarrollo.

Paradoja de la historia, esos mismos intelectuales –al servicio del capital financiero internacional– hoy enseñan a las poblaciones de los países ricos –con la sola finalidad de que la crisis no la paguen los grandes bancos– que deben aceptar pasivamente la aplicación de planes de ajuste que deterioran enormemente el nivel de vida y que, de continuar en esa senda, en un futuro llevarán a la pobreza a un sector importante de la población. Con justa razón ha afirmado Aldo Ferrer que los países centrales se están “cocinando en su propia salsa”.

El surgimiento del pensamiento crítico

En algunos de los Estados que han sido sometidos por las potencias hegemónicas a una política de subordinación cultural surge, como reacción, un pensamiento crítico que lleva adelante una insubordinación ideológica que es, siempre, la primera etapa de todo proceso emancipatorio exitoso. Cuando ese pensamiento crítico logra plasmarse en una política de Estado, se inicia un proceso de insubordinación fundante (Gullo, 2008) que, de ser exitoso, logra romper las cadenas que atan al Estado, cultural, económica y políticamente, con la potencia hegemónica.

En la Argentina, al pensamiento crítico o antihegemónico sus propios protagonistas lo designaron “pensamiento nacional” por contraposición al pensamiento producido por la subordinación cultural, al que denominaron, implícitamente, “pensamiento colonial”. Ese pensamiento colonial, para los hombres del pensamiento nacional, daba origen a partidos políticos, de izquierda o de derecha, que no cuestionaban la estructura material ni la superestructura cultural de la dependencia.

Por ello, podía haber, en los términos expresados por esos mismos hombres del pensamiento nacional, tanto una derecha como una izquierda “cipayas”.[13]

La competencia por el poder y el desarrollo económico-tecnológico

La independencia real de los Estados no es equivalente a los alardes retóricos de independencia; la independencia real –o, si se quiere, la mayor autonomía posible que puede alcanzar un Estado dentro del sistema internacional– es consecuencia directa de su poder nacional y por ello, en las actuales circunstancias, resulta fundamentalmente consecuencia directa del desarrollo económico-tecnológico. Siendo, entonces, el desarrollo económico-tecnológico la condición fundamental –aunque no suficiente– para la construcción del poder nacional, es natural que los Estados subordinantes estén interesados en impedir, estorbar, retrasar o limitar el desarrollo económico-tecnológico de los subordinados.

La naturaleza misma del sistema internacional lleva a que todo Estado tienda a evitar siempre, en la medida de sus posibilidades, la aparición de eventuales competidores. Es la propia naturaleza del sistema internacional la que empuja a los Estados que más poder tienen a impedir que otros aumenten su poder nacional. Las únicas excepciones a este principio que rige las relaciones internacionales –en todo tiempo y lugar– se producen en las siguientes circunstancias:

1) Cuando una imperiosa necesidad de carácter geopolítico obliga a un Estado subordinante a consentir, tolerar o fomentar el desarrollo económico de uno subordinado. Tal fue el caso, por ejemplo, en el marco de la Guerra Fría, de Estados Unidos respecto de Alemania Occidental y de Japón que, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se habían convertido en Estados completamente subordinados a Estados Unidos pero cuyo pleno desarrollo le era imprescindible al poder norteamericano, a fin de derrotar a su enemigo principal: la Unión Soviética.

2) Cuando un Estado subordinante, a fin de poder explotar plenamente las riquezas de uno subordinado, se ve obligado –por una necesidad de carácter económico– a fomentar la infraestructura necesaria para la extracción de la riqueza en la cual está interesado. Así, la penetración económica del Estado subordinante en el subordinado tiene, en un principio, un carácter progresista pero el progreso que consigue el Estado subordinado es siempre limitado, deformante y controlado. Tal fue el caso, por ejemplo, a fines del siglo xix y comienzos del siglo xx, de Gran Bretaña respecto de la Argentina y Uruguay, caso que denominamos la paradoja rioplatense o la paradoja del crecimiento sin desarrollo.[14]

Resulta un hecho históricamente innegable que a partir de fines del siglo xviii el desarrollo económico fuese sinónimo de industrialización y que ésta se constituyera, desde entonces, en uno los elementos estratégicos clave en la construcción del poder nacional de los Estados. Explicitada esta premisa fundamental de nuestro razonamiento, debemos entonces aclarar –yendo de lo general a lo particular– que, si procedemos a situar históricamente el principio general que hemos enunciado (los Estados subordinantes están siempre interesados en impedir, estorbar, retrasar o limitar el desarrollo económico de los subordinados), desde fines del siglo xviii hasta mediados del xx el desarrollo específico que los Estados subordinantes han tratado de impedir, estorbar, retrasar o limitar ha sido, siempre y fundamentalmente, el desarrollo industrial. Desde mediados del siglo xx hasta nuestros días, los Estados subordinantes han tratado fundamentalmente de imposibilitar el desarrollo industrial tecnológico, tolerando solamente el traslado a la periferia de las industrias obsoletas o muy contaminantes.

Si, como hemos expuesto, la propia naturaleza del sistema internacional lleva per se a los Estados que más poder tienen a tratar de impedir la industrialización de los Estados que todavía no han llegado a ese nivel de desarrollo (para impedir de esa forma el incremento de su poder nacional), no es menos cierto también que al impedir el desarrollo industrial de otros Estados los subordinantes consigan, también, asegurarse un mercado permanente para las mercaderías producidas por sus propias industrias. Desde la Revolución Industrial hasta las primeras décadas del siglo xx, a través de la búsqueda desesperada de mercados externos, los Estados subordinantes trataron de superar la tendencia crónica a la insuficiencia de la demanda que los economistas clásicos llamaron “infraconsumo”. Esto explica, por ejemplo, el hecho de que desde mediados del siglo xvii hasta las primeras décadas del xx el interés político-estratégico del Estado-nación inglés haya coincidido con el interés económico concreto de la burguesía industrial británica.

Conviene también aclarar que cuando los Estados subordinantes no han podido evitar la industrialización de un país periférico han tratado de deformar el proceso de industrialización de ese país periférico en cuestión, convirtiendo su desarrollo en un desarrollo industrial subordinado. Cuando se produce el desarrollo subordinado, la industrialización no trae aparejada la distribución de la renta y, por lo tanto, tampoco se consigue romper estructuralmente –mediante la industrialización– la subordinación a la estructura hegemónica del poder mundial, porque la industrialización pasa a ser conducida principalmente por la inversión extranjera y fundada en el establecimiento de empresas multinacionales cuyo centro de poder y decisión continúa asentado en los países subordinantes. Esa fue, por ejemplo, la actitud que tuvieron los Estados subordinantes con respecto a Brasil después del golpe de Estado militar contra el presidente João Goulart en 1964. Importa destacar, también, el hecho paradójico de que las empresas extranjeras que llegan al país periférico en proceso de industrialización dependiente busquen, siempre, apoyarse en los ahorros internos de los países donde se radican con el objetivo de financiar su instalación. Tal fue el caso, por ejemplo, de las empresas norteamericanas que, en la década de 1960, durante el gobierno de Arturo Frondizi, se instalaron en la Argentina.

Históricamente, a través de las llamadas “empresas multinacionales” –independientemente del objetivo económico intrínseco a estas compañías–, los países más desarrollados han intentado bloquear el desarrollo de las fuerzas productivas y mutilar el poder de crecimiento económico en aquellos países menos desarrollados en los cuales no han podido detener el proceso de industrialización. Fue justamente para contrarrestar esa estrategia que el Estado japonés procedió en 1930 a expulsar a la General Motors y a prohibir por completo la inversión extranjera directa en las empresas consideras estratégicas y limitarla, en las no estratégicas, al 49%. En la segunda mitad del siglo xx, siguiendo el ejemplo japonés, tanto Corea del Sur como Taiwán –salvo en los enclaves denominados “zonas de procesamiento” para la exportación– establecieron estrictas medidas para controlar, dirigir y limitar la inversión extranjera imponiendo cuotas de propiedad y limitando los sectores en los cuales podían participar las empresas extranjeras. En Finlandia, de 1919 a 1987, la ley prohibía poseer, a cualquier extranjero, más del 20% de una empresa establecida en su suelo.

Estados Unidos fue el Estado subordinante que más sistemáticamente utilizó durante todo el siglo xx la estrategia de la inversión extranjera, para deformar el desarrollo industrial de los Estados periféricos. Sin embargo, cuando todavía era un Estado relativamente débil, en pleno proceso de industrialización y formación de su burguesía nacional, procedió a regular y limitar enérgicamente la inversión extranjera, llegando a prohibir a los accionistas extranjeros de los bancos norteamericanos el derecho a voto y reservando exclusivamente para los ciudadanos estadounidenses la facultad de ser directores de las entidades bancarias. Como destaca Ha-Joon Chang (2009: 136), tanto el gobierno federal como los gobiernos de los distintos Estados de la Unión sancionaron leyes muy estrictas para limitar la inversión extranjera en industrias de recursos naturales. En materia de minería, las leyes federales circunscribieron los derechos de explotación minera a los ciudadanos y las sociedades anónimas estadounidenses; muchos gobiernos estaduales limitaron severamente, o lisa y llanamente prohibieron, la inversión en tierras por parte de extranjeros no residentes. La Ley de Propiedad Extranjera prohibió la posesión de tierra por parte de extranjeros en más de un 20%. Tan hostiles eran algunos estados a la inversión extranjera que, por ejemplo, en 1887, el estado de Indiana, por ley, retiró por completo la protección judicial a las empresas extranjeras. Asimismo, tan refractario fue Estados Unidos a la inversión extranjera que, por ejemplo, en 1914, se promulgó una ley estadual destinada a regular el sistema bancario, prohibiendo a los bancos extranjeros abrir sucursales bancarias en el estado de Nueva York. Todas estas regulaciones (más la aplicación de los aranceles manufactureros más altos del mundo), es preciso destacarlo, no sólo no perjudicaron el crecimiento económico de Estados Unidos –que fue la economía de crecimiento más rápido del mundo desde 1863 a 1920– sino que posibilitaron el nacimiento de una sólida burguesía nacional.

Las finalidades de la subordinación ideológica

En el transcurso de la historia, los Estados subordinantes, a fin de impedir, estorbar, retrasar o limitar la construcción del poder nacional (el desarrollo industrial y tecnológico) de los periféricos, han empleado la fuerza o la amenaza de la fuerza. Sin embargo, la subordinación ideológico-cultural ha sido la herramienta más sutil y, quizá, la más eficaz, que han utilizado para el logro de dicho objetivo.

Desde el punto de vista económico, la subordinación ideológica tiene por finalidad última la de persuadir a la elite dirigente (a los políticos, a los empresarios, a los miembros de las fuerzas armadas, a los cuadros técnicos del Estado y a los periodistas de los medios masivos de comunicación) de la inutilidad intrínseca de la intervención estatal en la economía. La subordinación ideológica consigue, de esa forma, impedir que en los países periféricos el Estado intervenga en la economía. Esta intervención constituye, justamente, la condición sine qua non para alcanzar el desarrollo, como lo prueba la propia historia económica de los países hoy desarrollados. Desde el punto de vista cultural, la subordinación ideológica tiene como finalidad última la de producir en el ciudadano común la sensación de la ineptitud congénita del pueblo en que ha nacido para alcanzar el desarrollo y el bienestar.

Siendo históricamente la subordinación ideológica el primer eslabón de la cadena que ata a los Estados periféricos al atraso, la inequidad y la dependencia, se deduce, por lógica consecuencia, que la insubordinación ideológica es la primera acción que una sociedad periférica debe llevar a cabo para salir del subdesarrollo y escapar de la periferia. Esta premisa es, hoy, más necesaria que nunca dado que los países de la periferia han sido sometidos desde la caída del Muro de Berlín a un proceso sin precedentes de recolonización cultural basado, ahora en una visión fundamentalista de la globalización que crea la falsa imagen de un mundo sin fronteras, gobernado de forma absoluta por fuerzas que se encuentran totalmente fuera del control de los Estados y de los actores sociales. Sostiene Aldo Ferrer (2001):

En efecto, la visión céntrica impartida especialmente en algunas universidades de Estados Unidos está formando los cuadros de economistas más influyentes de los países periféricos. Se está, así, en presencia de un extraordinario proceso de racionalización de la subordinación y la dependencia. Los resultados suelen no ser buenos en el terreno de la producción científica… El análisis económico predominante en la actualidad ha perdido de vista la dimensión histórica y la complejidad económica, cultural y política del desarrollo. Por lo tanto, resulta, en su mayor parte, superficial e intrascendente. La aplicación de las ideas predominantes a la realidad produce resultados aun peores, como lo demuestran algunas catástrofes financieras y económicas registradas bajo el liderazgo de economistas con los más altos títulos académicos. De todas maneras, se trata de un proceso circular. Los epígonos del credo fundamentalista son considerados los depositarios de la seriedad científica y este atributo es un requisito para el éxito profesional, sean cuales fueren los resultados. (46-47)

La formación de los economistas y sus consecuencias sobre el poder nacional de los Estados periféricos

Como sostiene Eric Reinert (2007), desde la caída del Muro de Berlín en 1989 –aun más que antes– la formación de los estudiantes de economía, en las más prestigiosas universidades del mundo, está basada principalmente “en una teoría económica que demuestra lo contrario de lo que se puede observar en la realidad”. Este cuerpo teórico “supone que el libre comercio mundial debería nivelar las diferencias de rentas entre los países ricos y pobres” y que “si la humanidad no interfiriese en la fuerzas naturales del mercado –aplicando el principio del laissez-faire– reinaría el progreso y la armonía económica” (xviii) en todo el orbe.

Importa destacar que la teoría económica neoliberal prevaleciente en las más importantes universidades –tanto de los países centrales como de los periféricos– “opera de arriba hacia abajo, basándose en hipótesis arbitrarias y metáforas tomadas de la astronomía o de la física, y presenta un universo armonioso hecho a la medida de la moda teórica dominante” (Reinert, 2007: xx). Por ello, la descolonización ideológico-cultural y la construcción de una teoría alternativa sólo pueden edificarse de abajo hacia arriba, basándose en la observación de la realidad.

Reinert subraya agudamente que una característica clave de la lógica liberal es que “todo lo que sucede se racionaliza contradiciendo el sentido común” (xxi). Es decir contradiciendo el principio de causalidad.[15]

Otra de las características del pensamiento económico neoliberal –en el cual se forman los jóvenes economistas en los principales centros de excelencia universitaria–consiste en que “las hipótesis clave del modelo –que supuestamente genera el mejor de los mundos posibles– no son prácticamente nunca cuestionadas. Se filtra la realidad de forma que queden excluidas las observaciones que contradicen los resultados esperados” (Reinert, 2007: xxi) y cuando la realidad resulta totalmente contradictoria con la teoría del libre comercio porque éste produce la ruina de la nación que lo aplica, se buscan explicaciones por fuera del modelo que ha causado la catástrofe y se atribuye, entonces, la pobreza, es decir el fracaso de esa nación en alcanzar el desarrollo, a la raza, la cultura o la geografía, porque dado que el modelo económico liberal se supone perfecto “cualquier explicación de su fracaso debe hallarse en factores ajenos a la economía” (xxi).

Importa destacar que la formación que el estudiante de economía recibe habitualmente tiende a mantenerlo en un espléndido aislamiento, no sólo con respecto a lo que sucedió realmente en la política económica real sino también con respecto a lo que sucedió en disciplinas cercanas como la filosofía, la historia y la política internacional. En la mayoría de los casos los estudiantes de economía reciben una formación ahistórica. El alumno universitario envuelto en una formación –basada en números y símbolos– totalmente alejada del planteamiento histórico, basada en la acumulación de datos, se acostumbra a ver el mundo a través de “ciertas lentes metodológicas y matemáticas que dejan importantes puntos ciegos” (Reinert, 2007: 3).

Sin un conocimiento histórico profundo, el joven graduado en economía desconoce que “los países ricos se hicieron ricos porque durante décadas, a menudo siglos, sus Estados y sus elites dominantes establecieron subvenciones y protegieron industrias y servicios dinámicos” (Reinert, 2007: xxix), desvirtuando de esa forma las supuestas leyes del mercado. Dado que no se estudia en profundidad la historia económica, los noveles graduados en economía ignoran que los Estados que se industrializaron tardíamente en el siglo xx, como Alemania o Japón, o los países recientemente industrializados como Taiwán o Corea, “emularon a los países más prósperos de su época, llevando sus estructuras productivas a las áreas en las que se concentraba el cambio tecnológico [y que] de esa forma desvirtuaron las leyes del mercado con el fin de obtener unos ingresos por encima de las rentas normales, que llegaron a los capitalistas en forma de mayores beneficios, a los trabajadores como salarios más altos, y a los Estados como recaudaciones impositivas más abultadas” (xxix).

Sin embargo, lo más grave no es que los estudiantes reciban una formación completamente ahistórica sino el hecho de que tal formación, en el caso de que quisiesen adquirirla por sí mismos, se torna cada día más dificultosa dado que, como señala Reinert –a partir de su propia experiencia como estudiante y como profesor– las teorías que han enriquecido realmente a los países ricos no sólo han comenzado a desaparecer de los textos modernos y de la práctica de la economía sino que los textos en que se habían basado las acertadas políticas económicas del pasado también están “desapareciendo de las bibliotecas de todo el mundo […] como si el material genético de la sabiduría del pasado estuviera siendo destruido lentamente” (10). A modo de ejemplo de esa circunstancia, Reinert expone: “Durante el ominoso año de 1984 la biblioteca Baker de la Universidad de Harvard desechó todos los libros que no se habían consultado durante los últimos diez lustros, entre ellos la mayoría de la colección de libros de Friedrich List (1789-1846), importante teórico alemán de la política industrial y del crecimiento desigual […] Otro caso que cabe señalar es el de la Biblioteca Pública de Nueva York, que en algún momento de la década de 1970 decidió microfilmar toda su colección y a continuación se deshizo del material originario como papel desechable a reciclar”. Entre esos papeles se encontraban “cientos de discursos en el Senado y en la Cámara de Representantes y miles de textos que documentaban lo que realmente sucedió mientras Estados Unidos pasaba de la pobreza a la riqueza” (11). Auténticos tesoros, afirma Reinert, que comentaban los debates de la política económica entre librecambistas y proteccionistas, no sólo de Estados Unidos sino de una docena de países y lenguas, desaparecieron. Hoy, ese debate entre librecambistas y proteccionistas, afirma, “no suele mencionarse en la historia económica de Estados Unidos ni en la historia del pensamiento económico […] Los estadounidenses tienen su propia historia en gran medida oculta bajo un velo de retórica e ideología” (13). Los estudiantes de las principales universidades estadounidenses, en su inmensa mayoría, en las asignaturas que abordan la historia del pensamiento económico, estudian lo que Adam Smith dijo que Estados Unidos debería haber hecho para convertirse en un país rico pero en ningún momento de su formación académica estudian lo que Estados Unidos hizo efectivamente para hacerse rico, que, por supuesto, fue muy diferente de lo que Adam Smith, desinteresadamente, había aconsejado.

Profundizando en el análisis de la deficiente formación académica que reciben los estudiantes de economía en los principales centros de excelencia del mundo, Aldo Ferrer (2002) observa agudamente:

La formación de economistas, en nuestros países y en centros académicos del exterior, se realiza, en gran medida, dentro de los moldes de la visión fundamentalista de la globalización y de una concepción del desarrollo subordinada a los criterios de los tomadores de decisiones en los centros del sistema mundial. Se forman hoy analistas de mercado (para operar en la esfera financiera), más que economistas en la concepción clásica del término, es decir, investigadores en el área de las ciencias sociales que abordan la actividad económica en el contexto de la realidad social y política. Lo grave es que, frecuentemente, quienes toman decisiones que influyen en la producción, el empleo, el bienestar y la inserción internacional son los analistas de mercado, supuestamente depositarios de la racionalidad económica. De ese modo el objetivo excluyente de la política económica resulta ser reducir el riesgo país para mejorar la capacidad de atracción de fondos externos. Sea cual fuere el costo para la producción, el empleo y el bienestar, se trata de satisfacer las expectativas de los mercados. De ahí el alto grado sofisticación irrelevante e irracionalidad en que ha caído, actualmente, buena parte de la investigación económica en nuestros países, y la mala calidad de las políticas inspiradas en la preferencia de la especulación financiera. (107)

De lo expuesto, se desprende, como consecuencia lógica:

1) Que la formación de los estudiantes de economía en la teoría económica clásica ha sido una de las herramientas principales utilizada por los países centrales para subordinar a los países periféricos impidiendo, de esa forma, el paso de éstos del subdesarrollo al desarrollo.

2) Que la teoría del libre comercio ha sido uno de los elementos principales del poder blando, primero de Inglaterra, luego de Estados Unidos, Alemania, Japón y, recientemente, de Corea del Sur y lo será, en un futuro posiblemente cercano, de China, Brasil y de la India.

3) Que un considerable porcentaje de los economistas –bien intencionados– actúan, inconscientemente, como ejecutores (agentes) de la subordinación ideológico-cultural de los países periféricos.

Las secuelas de la subordinación ideológica

Una de las principales consecuencias de la subordinación ideológico-cultural consiste en que en los países periféricos las elites tradicionales y la clase media tienden a imitar, frecuentemente, los patrones de consumo de los países de elevado nivel de desarrollo. Siguiendo el pensamiento de Celso Furtado, afirmamos que este hecho explica la tendencia a la concentración de la renta y la fuerte propensión para importar que sufren los Estados subordinados, de lo que resulta, según Furtado, un doble desequilibrio: el primero se manifiesta como deficiencia de la capacidad para importar, y el segundo se manifiesta como insuficiencia del ahorro interno. Resulta fácil percibir que en los países subordinados los elevados patrones de consumo de la llamada “clase media” tienen, como contrapartida, la esterilización de una parte sustancial del ahorro y el aumento de la dependencia externa del esfuerzo de inversión.[16]

Con la aparición de los medios masivos de comunicación, ciertos patrones de comportamiento de las minorías de altas rentas comenzaron a difundirse al conjunto de la sociedad. De esa forma, comenzó a gestarse en los Estados periféricos una “sociedad de masas falsificada” donde coexisten formas sofisticadas de consumo superfluo y carencias esenciales en el mismo estrato social e, incluso, hasta en la misma familia.

La falsificación de la historia como herramienta de subordinación

En suma, a través de la falsificación de la historia las grandes potencias persiguen el objetivo de que los Estados periféricos ignoren cómo ellas han construido sus respectivos poderes nacionales. Las grandes potencias, a través de la desfiguración del pasado, tratan de impedir que los pueblos subordinados posean la técnica y la aptitud para concebir y realizar una política de construcción de sus respectivos poderes nacionales. Hay una falsificación de la historia –construida desde los centros hegemónicos del poder mundial– que oculta el camino real que recorrieron las naciones hoy desarrolladas para construir su poder nacional y alcanzar su actual estado de bienestar y desarrollo. La falsificación de la historia oculta que todas las naciones desarrolladas llegaron a serlo renegando de algunos de los principios básicos del liberalismo económico, en especial de la aplicación del libre comercio, es decir aplicando un fuerte proteccionismo económico, pero hoy aconsejan a los países en vía de desarrollo o subdesarrollados la aplicación estricta de una política económica ultraliberal y de libre comercio como camino del éxito.

Al respecto de la falsificación de la historia afirma, benévolamente, Ha-Joon Chang (2009):

La historia del capitalismo se ha reescrito hasta el punto que mucha gente del mundo rico no percibe la doble moral histórica que supone recomendar libre comercio y libre mercado a naciones en vías de desarrollo. No estoy insinuando que existe un siniestro comité secreto en alguna parte del mundo que borra sistemáticamente la gente indeseable de las fotos y reescribe crónicas históricas. No obstante, la historia la escriben los vencedores y es humano reinterpretar el pasado desde el punto de vista del presente. Como consecuencia, con el tiempo los países ricos han reescrito gradualmente sus propias historias, aunque de un modo a menudo subconsciente, para hacerlas más coherentes con la imagen que tienen hoy de sí mismos, en lugar de cómo fueron en realidad. (33)

Es precisamente esa falsificación de la historia la que oculta, por ejemplo, que Estados Unidos fue, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, el bastión más poderoso de las políticas proteccionistas y su hogar intelectual. El análisis histórico objetivo no deja duda alguna de que, después de la finalización de la guerra civil, Estados Unidos adoptó decididamente como política de Estado el proteccionismo económico y que, gracias a este sistema, protagonizó uno de los procesos de industrialización –por su rapidez y profundidad– más asombrosos de la historia.[17]

La reescritura de la historia del capitalismo alemán no da cuenta hoy en día de que el despegue económico, iniciado por el Zollverein (1834), fue apuntalado por la Seehandlung –una especie de banco de fomento industrial bajo control absoluto del Estado– que desempeñó un papel capital en la financiación y el pertrechamiento de la industria y que impulsó el Zollverein, y eso a pesar de la resistencia de una parte importante de la población. Hoy los académicos alemanes tienden a olvidar con gran facilidad que a través de la Seehandlung los industriales alemanes tuvieron la oportunidad de acceder a un financiamiento de largo plazo y bajo interés que, de otro modo –es decir, en lo que actualmente denominamos “condiciones de mercado”–, jamás habrían podido obtener. Menos quieren recordar los intelectuales alemanes que cuando en 1890 el gobierno alemán elevó considerablemente los aranceles, el país comenzó a vivir una segunda ola de industrialización que multiplicó por cinco su producción de artículos manufacturados.[18]

Ciertamente no es el ejemplo alemán un caso aislado de olvido y reescritura. En Italia, por ejemplo, los economistas neoliberales tienden a olvidar que a partir de 1876 –cuando Agostino Depretis fue nombrado primer ministro– el país adoptó medidas para proteger y fomentar el desarrollo industrial que cubrían un vasto abanico, desde la protección arancelaria hasta la nacionalización de sectores estratégicos, pasando por la implementación de subsidios a actividades específicas, la expansión del crédito industrial y la capitalización estatal de empresas mixtas.

Es justamente esa falsificación o reescritura de la historia la que oculta que el pueblo suizo votó en 1898 la estatización de la mayoría de las líneas férreas, que la Confederación Helvética mantuvo durante las últimas décadas del siglo xix y principios del xx una fuerte protección arancelaria para resguardar de la competencia extranje-

ra a sus incipientes industrias de ingeniería y que se negó hasta 1907 a sancionar una ley de patentes que abarcara los inventos químicos a fin de dejar las manos libres a las empresas suizas para que éstas pudieran tomar “prestada”, sin pedir permiso, la tecnología farmacéutica y química que inventaban las compañías alemanas.

La historia oficial de la globalización tampoco da cuenta de que el Estado japonés, a partir de la Revolución Meiji (1868), creó y administró todas las primeras grandes industrias y que hasta 1884 en el país existió un solo actor que realizaba los estudios de factibilidad, construía las fábricas, compraba las maquinarias y administraba las empresas creadas: el Estado. Tampoco se recuerda que en 1911 el gobierno japonés –inspirándose en las leyes estadounidenses de fomento de la industria naval de 1789– prohibió la navegación costera a los países extranjeros y que este hecho permitió que los Mitsubishi fundaran entonces, en combinación con los Mitsui y los Ocurra, la Osaka Shosen Kaisha y luego la Kogusai Kisen Kaisha, que le permitieron a Japón no sólo realizar la navegación de su litoral sino crear líneas de navegación hacia África, Australia, Estados Unidos, Europa y Sudamérica. Importa destacar que cincuenta años después de que el gobierno Meiji decidiera crear, mediante el impulso estatal, la industria naviera, la marina mercante del país disponía de 4.000.000 de toneladas de capacidad de carga. Esta capacidad se había centuplicado. La historia oficial de la globalización tampoco reporta el hecho de que después de la Segunda Guerra Mundial el Ministerio de Comercio Internacional y de la Industria (miti) volvió a reeditar la esencia de la política económica de la Revolución Meiji. La historia oficial no da cuenta de que entre las leyes más importantes fomentadas por el miti figuran la Ley sobre el Control de Cambio y el Control del Comercio Exterior –del 1 de diciembre de 1949– que le otorgaba a ese ministerio el derecho de controlar las importaciones, así como la Ley sobre Inversiones Extranjeras del 10 de mayo de 1950, que lo facultaba para el control virtual sobre todos los capitales, de corto o largo plazo, que llegaran a Japón. Es también esa falsificación de la historia que, en versión estándar, se enseña en la mayoría de las universidades de los Estados subordinados de América Latina o del África la que esconde que, durante treinta años, el Estado japonés protegió y subsidió, de forma directa o indirecta, a sus principales fábricas de automóviles y que rescató –con dinero público– reiteradamente a la Toyota de la quiebra.

La historia oficial tampoco cuenta que países como Francia, Italia, Austria, Noruega o Finlandia aplicaron, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta la década de 1960, aranceles relativamente altos para proteger a las industrias que consideraban vitales para su desarrollo y autonomía.

Importa precisar también que en cada Estado subordinado la elite que detenta el poder y el control de la superestructura cultural lleva adelante una permanente falsificación de la historia a fin de ocultar su carácter “colaboracionista”, es decir, su rol de instrumento de la dominación extranjera. En el relato de la historia del Estado elaborado por la elite “colaboracionista” está particularmente ausente el papel que ella misma desempeñó, a través del tiempo, para mantener a su propio Estado en una situación de subdesarrollo y dependencia.

Una revisión histórica –como ya se ha dicho– que tenga por finalidad descorrer el velo de la realidad político-económica verdaderamente puesta en práctica por los países actualmente desarrollados resulta ineludible a fin de confrontarla con la falsedad –tanto real como ideológica– de la “historia oficial”, una historia construida “a medida”, y por lo tanto falsa, para que desnude la realidad histórica y los países subdesarrollados o en vía de desarrollo no sólo la conozcan sino que puedan aplicarla, a fin de poner en práctica las medidas y tomar los rumbos reales que permitan a sus pueblos salir de la pobreza y a los países alcanzar el desarrollo más pleno.

No es, sin embargo, que propongamos una “copia” lisa y llana de los procesos sino un conocimiento de la realidad conceptual que imbuyó, por igual, a todos los procesos de desarrollo exitoso y eludir los errores, también conceptuales, de aquellos pueblos que fracasaron en sus intentos. Se trata de adaptar lo conceptual real a cada tiempo y espacio histórico, sin por ello abandonar las esencias, y en la medida en que se vayan aplicando, eludir –también con la experiencia– los errores ajenos o, mejor y más simple y claramente dicho, valerse de la experiencia ajena, porque la experiencia propia llega tarde y cuesta cara.[19]

Insubordinación y desarrollo

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