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ОглавлениеCapítulo 3
Portugal: el primer fruto del impulso estatal
La aventura portuguesa
Como ya mencionamos en un trabajo anterior (Gullo, 2008), es en 1415 cuando Portugal, con sus navegantes y marineros, se lanza a la por entonces insospechadamente audaz y riesgosa aventura de avanzar al sur, a través del Atlántico. De este modo, se constituye en el primer país en acometer el desafío de librar a Europa de la dependencia terrestre que imponían los musulmanes para alcanzar Oriente y conseguir allí los valiosos cargamentos de especies (primera riqueza buscada), que permitían una verdadera “soberanía alimentaria y farmacéutica” dado que las especies resultaban el único medio
de conservar los alimentos y elementos básicos para la elaboración de los medicamentos más usados en la época. En tal sentido, desde hacía tiempo y a través de una verdadera “política de Estado” Portugal estaba desarrollando, con apoyo de su Corona, un plan concreto de fomento de la navegación como medio de liberación de la dependencia alimentaria y farmacéutica. Así fue como la decisión de la Corona portuguesa llevó a financiar, no sólo con créditos y exenciones impositivas, la construcción de embarcaciones (el interés del reino fue tal que llegó a realizar cesiones gratuitas de madera y víveres para la construcción y el armado de buques) y también, principalmente, favoreció la investigación científica que les permitió contar con los conocimientos necesarios para acometer la gran aventura de navegar el océano Atlántico. El principal fruto de la investigación fomentada y financiada por el Estado fue el diseño y la construcción de la carabela, la embarcación más moderna de su época cuyas características le permitieron a Portugal –y luego a los otros reinos que tomaron para sí la empresa– la conquista del Nuevo Mundo y acometer el desafío con las herramientas apropiadas. Portugal eligió el camino al sur, bordeando el continente africano con el objetivo de llegar a Asia y establecer un comercio directo con aquellos reinos donde florecían las estratégicas especies y, por cierto, tratar de beneficiarse con todas aquellas oportunidades comerciales que pudieran presentarse para expandir el comercio y lograr un objetivo “teleológico” inherente al emprendimiento: el predominio y la independencia por sobre sus enemigos. Una independencia y un predominio que la larga, peligrosa y costosa ruta terrestre, cercada de enemigos, hacía de otro modo imposibles. La ruta terrestre que, por entonces usaba toda la Europa, se veía “minada” por las innumerables “aduanas secas”, principalmente en manos de reinos musulmanes, enemigos religiosos con quienes los reinos europeos libraban una batalla que, puesta en términos simples, era de liberación o dominio, real y cultural. La ruta terrestre, además, encarecía la vida independiente de los europeos –al punto de amenazarla– y, por ende, su libertad de acción y su posibilidad de crear una capacidad de resistencia sólida y, más aún, de alcanzar el umbral de poder al que aspiraban.
La industria naviera portuguesa nace pues, también, del impulso estatal, profundamente orientada políticamente. Lisboa se torna progresivamente en un gran puerto “internacional”. Los comerciantes locales vendían vinos, pescados, sal, pero, al igual que la Corona, estaban interesados en expandir estos rubros e incluir entre sus productos a las especies, el oro y los esclavos. Para ello, navegar por la costa africana para llegar a Asia urgía de modo perentorio.
El mismísimo rey Juan I (1358-1433) se pone al frente de la empresa. El primer escollo se encuentra a pocas millas marinas y se llama Ceuta, poderoso enclave musulmán al que es menester sortear para seguir al sur. En 1415, año crucial, reúne más de doscientos barcos y veinte mil hombres para atacar la fortaleza musulmana de esa ciudad. La victoria portuguesa es completa y aunque en toda la Europa cristiana se festeja el triunfo portugués como un triunfo de la “cristiandad”, no son pocos los reinos que comienzan a mirar con desconfianza lo que entendían podía ser el inicio de una expansión de Portugal y su eventual construcción de poder que pudiese predominar por sobre ellos. Así, en lo religioso, la toma de Ceuta es entendida, en toda Europa, como la continuación de la “reconquista de los territorios cristianos”, pero en lo político el suceso no deja de generar ciertos recelos.
El protagonista de este primer paso hacia el “sur” y de allí a Asia es el príncipe Enrique el Navegante (1394-1460), quien comanda la batalla por Ceuta y aborta, luego, un intento musulmán de reconquista de esa plaza. Su padre, el rey Juan i, lo arma caballero, simbólicamente, en la antigua mezquita de la ciudad reconquistada.[20]
Enrique emprende así lo que consideraba su sino: navegar por las costas de África para poder llegar a Asia sin pasar por ningún territorio musulmán. Los más eminentes científicos de la época son reunidos por la Corona, en Sagres: sabios y especialistas de toda clase, desde astrónomos a cartógrafos, pasando por experimentados navegantes, constructores y armadores de embarcaciones, sin excluir a estudiosos del instrumental de navegación. El impulso estatal, como en todos los casos históricos de empresas nacionales exitosas, resulta determinante. Esta inusual concentración de sabios –que desarrollan la tecnología y las embarcaciones que permitan a Portugal acometer con éxito la aventura– hubiese sido imposible sin el apoyo incondicional del mismísimo rey. Es el Estado, la Corona, el que aporta una gran cantidad de dinero para el desarrollo tecnológico y científico, paso previo e ineludible para cualquier intento de desarrollo.
Los frutos del gran apoyo estatal no tardan en verse. Pequeñas expediciones primero, el sorteo del mítico cabo Bojador por el marino Gil Eannes más allá del tórrido Sahara, comprueban que hacia
el sur el mar es tan navegable como cualquier mar conocido hasta el momento y las supersticiones sobre mares de aguas tan calientes que incendiaban barcos y monstruos marinos desconocidos van desapareciendo ante la evidencia del avance sin respiro de las naves portuguesas hacia el sur de África. Pronto los portugueses colonizan las islas de Madeira y las Azores.
En 1453 los otomanos toman Constantinopla y el cerco musulmán a la pequeña península europea se redobla, impidiendo totalmente el tránsito terrestre hacia Asia. La decisión y la necesidad de romper ese cerco aceleran los tiempos de la circunvalación marítima del mundo y el arribo a la Indias. Si bien la muerte del príncipe Enrique en 1460 y la guerra que estalla abiertamente entre Castilla y Portugal en 1475 frenan y entorpecen el objetivo estratégico de Portugal de encontrar, al sur de África, un paso marítimo a las Indias, pronto será España la que continúe, por otros rumbos, idéntica búsqueda. España explorará, pocos años después, una ruta distinta y se “encontrará” con América.
Poco antes de ese “descubrimiento”, en 1479, entre Portugal y España se firma el tratado de Alcazobas por el cual Portugal reconoce la soberanía castellana sobre las islas Canarias –ignorando que el sistema de vientos y corrientes marítimas la convertirían en la puerta de acceso a “América”– y Castilla reconoce que la ruta africana hacia las islas de las especies asiáticas es de los portugueses.
Sin embargo, y con los tropiezos aquí relatados someramente, el prolongado impulso estatal portugués seguirá rindiendo sus frutos y esos frutos serán abundantes: Vasco de Gama consigue doblar el cabo de Buena Esperanza y descubre así el océano Índico. Navegando este océano, llega en 1498 al puerto indio de Calicut, desde el cual hacía más de mil años los barcos zarpaban, sin interrupción, con destino al Golfo Pérsico y el Mar Rojo cargados de especies. El objetivo había sido logrado: finalmente Portugal, en menos de setenta años, había roto el “cerco islámico” y la ruta directa hacia el país de las especies era suya. Es éste el motivo por el cual el retorno de Vasco da Gama a su país se celebra de modo histórico.
La implementación de este predominio no resultó, sin embargo, fácil para Portugal. Los lusos cayeron pronto en la cuenta de que en el Índico la actividad mercantil estaba controlada por mercaderes árabes musulmanes que se encontraban aquí y acullá y habían construido sólidas relaciones, a través de los años, con los príncipes indios. El enfrentamiento fue inmediato. Los musulmanes intentaron impedir el comercio de los cristianos portugueses. Los capitanes portugueses, mezcla de traficantes y cruzados, se trenzaron en dura batalla con sus adversarios comerciales y religiosos árabes y fue, nuevamente –aunque no sin un gran “desgaste” no previsto– que la superioridad de los navíos portugueses y el mejor empleo de la artillería (técnicas ambas desarrolladas gracias a la tecnología promovida en Sagres, bajo la tutela estatal) permitieron el triunfo portugués. Sin menoscabo de los combatientes portugueses, es preciso destacar que fue la superioridad tecnológica la clave del triunfo lusitano en el océano Índico.[21]
Alfonso de Alburquerque conquistó para el poder portugués el puerto de Ormuz, la “llave estratégica” del Golfo Pérsico, y el de Malaca, la “puerta” hacia los mares de China. La Corona portuguesa adquirió, así, una nueva dimensión y su pequeño Estado se transformó en una de las mayores potencias navales y comerciales de Europa.
El talón de Aquiles del poder portugués
Entre 1498 y 1517, Portugal crea un vasto imperio. Es su momento de gloria. El pueblo portugués vive su época heroica que será cantada por Luis de Camoens, su ilustre poeta. “Pero ese pueblo es verdaderamente muy pequeño para proporcionar por mucho tiempo el personal necesario para la administración y la defensa de esas inmensas y lejanas posesiones” (Renard y Weulersse, 1949: 49). La escasa población es el talón de Aquiles del poder portugués. Las pestes y la emigración descontrolada aumentaran su vulnerabilidad estratégica. Además, es preciso considerar que “las largas luchas contra los moros y los castellanos lo han agotado; la provincia que se extiende inmediatamente después del Tajo, Alemtejo, está semidesierta, y manadas de lobos vagan por todo el reino. En 1505, uno de los navíos de la gran expedición que dirige D’Almeida lleva una tripulación de palurdos que apenas saben distinguir babor de estribor; pronto se enrolan forzados y negros; en 1538 se ofrece amnistía completa a todos los condenados que quisieran embarcar para las Indias. De millares de hombres que han partido sólo uno sobre diez ha vuelto; el resto ha muerto, desertado o desaparecido en extrañas aventuras. En el curso del siglo xvi, la población de dos millones se ha reducido a uno solo, o poco más; la peste y aun el hambre se han agregado a la calamidad pública de esa emigración desordenada”. A tal punto la campiña portuguesa queda despoblada que, “para terraplenar las vides, en las campiñas del sur ha sido necesario introducir esclavos” (49-50). Los pocos labradores que quedan en el campo, dadas las difíciles circunstancias que afrontan, prefieren vender sus tierras y emigrar a las ciudades. Se extiende entonces la plaga del latifundio y, con él, aparece una nueva vulnerabilidad estratégica: la incapacidad de producir al menos los alimentos que se consumen.
La descomposición del poder portugués:
de la batalla de Alcazarquivir al tratado de Methuen
En 1578, el poder portugués recibiría un nuevo golpe. El rey Don Sebastián (1554-1578), imbuido de un profundo espíritu de cruzada y convencido de la necesidad de intervenir en Marruecos para contrarrestar el aumento de presencia militar otomana –que ya se estaba convirtiendo en una importante amenaza estratégica contra la seguridad de las costas portuguesas, como ya lo eran en las españolas–, decidió invadir Marruecos. Don Sebastián, con el apoyo de su tío Felipe ii, rey de España, y habiendo invertido en ello gran parte del tesoro portugués, armó una importante fuerza militar con la cual desembarcó en Marruecos. A los pocos días, su ejército es completamente derrotado. El 4 de agosto de 1578 Don Sebastián, la elite de su nobleza y las mejores fuerzas militares del reino murieron en la batalla de Alcazarquivir, dejando sin herederos a la dinastía de los Avis y sin defensa al reino portugués. Fue entonces cuando Felipe ii hace valer sus derechos y se convierte en rey de Portugal. Durante setenta años, Portugal y España compartieron un mismo destino.
En 1640, Portugal, con la ayuda de Inglaterra, se separa definitivamente de España. Don Juan iv (1604-1656), de la nueva dinastía de los Braganza, tuvo entonces que compensar con favores y tratamientos preferenciales a Inglaterra, por el apoyo que ésta diera a la revuelta antiespañola. En poco tiempo, el Estado portugués cayó bajo el “protectorado económico” de Inglaterra. En 1703 esta última, por el tratado de Methuen, se compromete a comprar los vinos de Portugal pero a condición de que éste le conceda, a cambio, la preferencia para todas sus compras de productos manufacturados. Portugal renunciaba a industrializarse. Rápidamente, se convierte en un país monoproductor y monoexportador. Su economía se deforma irremediablemente:
La demanda de oporto y de madera se hace tan viva que casi todas las energías productivas del país se concentran en ese comercio y en la explotación de los bosques de alcornoque; la emigración se detiene en las provincias vitivinícolas del norte, pero la poca actividad manufacturera que siempre había poseído el país no tarda en extinguirse; y aun, para su alimentación, el reino se transforma, pronto, en tributario de sus tiránicos protectores. Durante medio siglo Portugal vegeta. Sin duda queda una gran colonia, Brasil, donde desde 1680 se explotan las minas de oro y donde, en 1729, se descubren las minas de diamante y de donde, todavía, se lleva azúcar, tabaco, maderas preciosas, cacao, añil… Pero todas estas riquezas apenas tocan a Lisboa. Su admirable bahía recibe más naves que ningún otro puerto de Europa, salvo Londres y Amsterdam; pero ellos pertenecen a armadores ingleses, holandeses, italianos […] la nación portuguesa no recoge de ese comercio, al que ella da asilo, por así decir, ningún provecho […] Un verdadero drenaje de oro acuñado se opera, a expensas de este desdichado país; es con el oro portugués que los ingleses, particularmente, satisfacen las numerosas deudas que han contraído con el mundo. (Renard y Weulersse, 1949: 51-52)
La naturaleza le dará, finalmente, el tiro de gracia al moribundo poder portugués. En 1755 un terrible terremoto sacude su territorio, y las tres cuartas partes de Lisboa y de su espléndido puerto quedan destruidas.
Lecciones y herencia de la experiencia portuguesa
La expansión ultramarina de Portugal que llevó a sus marinos a las costas de África, Brasil, la India y China, fue posible, en gran medida, gracias a la acción deliberada del Estado que orientó el esfuerzo hacia el desarrollo en el siglo xv de la ciencia de la navegación. Resultado directo de ese esfuerzo estatal fueron los avances técnicos en la construcción de los navíos que surcaron el océano Atlántico y el Índico. En efecto, la empresa de navegar el océano desconocido necesitaba de un nuevo tipo de embarcación, completamente diferente de la utilizada hasta el momento en Europa. Esta realidad se hizo muy evidente a partir de 1415.
Hasta entonces, los europeos habían navegado el Mediterráneo con las famosas “galeras”, embarcaciones de guerra adaptadas al comercio, de forma alargada con cascos muy fuertes para resistir los choques con otras naves en caso de abordaje. La galera, nave rápida, capaz de navegar con o sin viento y que puede transportar aproximadamente cien remeros –tremendamente eficaz para navegar el Mediterráneo–, es completamente inadecuada para navegar grandes distancias dada su poca capacidad de carga. La gran distancia requiere una embarcación capaz de resistir la bravura del océano y de transportar una gran cantidad de víveres. El Mediterráneo es un inmenso lago comparado con el océano Atlántico que le es preciso navegar a Portugal para burlar el cerco islámico. La respuesta tecnológica ante ese nuevo desafío son las carabelas, respuesta que da una ventaja estratégica primero a Portugal y, más adelante, a Castilla. La carabela es, en gran medida y una vez más, el resultado del impulso estatal.
En la aventura portuguesa verificamos una constante que se repetirá a lo largo de la historia: cada salto tecnológico –que deviene siempre una ventaja estratégica– está relacionado con la necesidad de superar una necesidad y con el impulso estatal que brinda la fuerza inicial imprescindible para poner en marcha el proceso de investigación y experimentación cuyo resultado final será la superación de la necesidad originaria. Cuando Portugal, gracias a ese impulso, logró realizar un salto tecnológico sin precedentes en materia de navegación y fabricación de armamentos –artillería–, aumentó su poder nacional y elevó el umbral de poder de tal forma que logró comenzar el proceso de subordinación de los poderosos reinos de Asia.
Quizá una de las más interesantes reflexiones colaterales que se pueden realizar sobre la historia de la construcción del poder portugués sea la que se refiere a la herencia que Portugal le legó a Brasil en materia de hábitos políticos. Escribe Celso Lafer (2001): “La aventura de la expansión ultramarina portuguesa, asentada en los conocimientos de la navegación, tuvo como uno de los fundamentos la valorización de un saber extraído de la experiencia. Sobre la base de ver –y no de leer– se desarrollaron en Portugal la astronomía de posición y la geografía física” (33). Los portugueses adquirieron, entonces, el hábito de ir de la realidad a la teoría y no de la teoría a la realidad. Esta tradición portuguesa de una comprensión que reposa en la experiencia fue heredada por Brasil y le proporcionó a su clase dirigente un poderoso antídoto contra la influencia de las teorías abstractas, creadas en los centros de poder mundial como ideologías de dominación. Así, mientras, desde la independencia y hasta nuestros días, la ideología guió preponderantemente a acción política de la clase dirigente de todas las repúblicas hispanoamericanas, el pragmatismo, y no la ideología, fue el faro que orientó, principalmente, la acción política de la clase dirigente brasileña. La herencia portuguesa de intentar siempre construir un saber político cimentado en la experiencia le dio a la elite política e intelectual brasileña una gran cantidad de anticuerpos para resistir los distintos intentos que, a lo largo de la historia, las grandes potencias –primero Gran Bretaña y luego Estados Unidos– realizaron para subordinar, ideológicamente, a Brasil. Como afirma Gilberto Freire (1984), el saber construido en la experiencia le proporcionó a Brasil una especial mirada antropológica. El pragmatismo se constituyó, desde un principio, en uno de los elementos distintivos de la identidad nacional de Brasil.