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Me topé con ellos. Con sus labios ardientes, penetré en sus miradas…

De improviso mi espíritu recorrió mi pasado, el pasado de todos nosotros, originarios del mismo pueblo, un pueblo que llamamos humanidad... Ahí comprendí por qué se habían unidos nuestros cuerpos, nuestros destinos, la Sabia Madre nos había hermanado, como mujeres, como hombres, como naturaleza…

—Venus Hiaro, 2020

En Sudamérica, en la convulsionada década de los setenta

VENUS: BAILANDO Y SOÑANDO CON LAS SOMBRAS

Era una noche como tantas otras noches. Me escondí tras el ropero, sentí a mi madre jadear y llorar. Otra vez la bestia atacaba… Me quedé callada, me volví muda por un tiempo. Esos recuerdos aún hoy laten, con dureza, en mi mente.

Soy Venus,23 y a pesar de ser una mujer de profundas raíces latinoamericanas, no reniego del nombre de tierras lejanas. Tampoco de mi figura, que no es del gusto y estándar occidentales, soy de una hechura muy terrenal, de generosas carnes, de estatura baja, mis caderas son anchas con un prominente trasero; mis pechos, según dicen, tienen una armonía asombrosa, son regordetes, pero firmes y de pezones grandes. Sumados mi piel morena y mis labios carnosos, yo creo que por lo menos llamo la atención a muchos hombres y… mujeres. Ah…, y una particularidad, tengo un mechón blanco24 que cae en cascada sobre una de mis cejas y baña de nieve mis pestañas. Como verán es difícil que pase desapercibida.

Esta es mi “historia”, la historia de Venus Hiaro y de mi familia del presente y del pasado.

Comencemos con mi abuela, la doña Atabey.25 Mujer respetada por todos por su fuerte carácter y su sentido de la justicia. Su autoridad heredada se remonta a mi bisabuela y a todas aquellas mujeres que se pierden allá lejos en el tiempo de viejas culturas arahuacas26 del Caribe y de vaya a saber de qué otros recónditos lugares. Ahora sé que este poder femenino tiene mucho que ver con las costumbres matriarcales de los ancestros de su pueblo, Gran Roque, en las islas del Caribe venezolano. Ella tenía por costumbre hablar en arahuaco, lengua originaria del Caribe y del norte de Sudamérica. Muchas veces nos comentaba con orgullo que el idioma castellano había pedido “prestadas” palabras que en la actualidad son de uso común como: batata, iguana, tiburón, hamaca, sábana, maíz, caníbal, cacique y muchas más, instaladas como banderas de justicia en el seno del colonialismo español.

Doña Atabey era muy sabia y profunda en sentires. La recuerdo como a una persona especial. Esa venezolana desbordaba de carisma y tenía sobre mí una atracción tan fuerte que no podía dejar de mirar sus movimientos, sus gestos y sus posturas. Teníamos algo en común, las marcas blancas en el cabello, en ella eran solo una traza de pelos blancos en una de sus cejas que acentuaban su gesto hidalgo permanente, acorde a su carácter y prestancia. Yo era solo una niña, pero sabía que nos unía algo más que pelos blancos, aún hoy siento su fuerte presencia junto a mí. Mi madre decía que tenía una personalidad muy especial con una profunda religiosidad y misticismo. Mucho de lo que sentía y presentía no lo contaba, era una viajera espiritual, con firmes valores, siempre detrás de alguna problemática social y ayudando a gente que tenía escasas oportunidades en la vida.

Mi querida abuela cargaba con una mochila de discursos cotidianos espirituales y principios progresistas que la hacían crecer como persona y mujer, y ser, por estos motivos, la referente de muchos y la ignorada por pocos. Cuando ella hablaba en público, la gente se reunía a su alrededor, escuchaba con atención las historias que contaba con su encanto y pasión narrativos. Entretejía relatos místicos, poéticos y misteriosos, provenientes de viejas vivencias y lejanas cosmogonías. Privilegiaba la comunicación diaria y la integración social en las comunidades marginales, donde, según ella, su palabra podía dejar huellas profundas.

Era placentero escucharla, pero debo admitir que a veces algunas historias, por su temática y por su pasión al contarlas, daban una sensación de miedo, en especial a los más pequeños. Uno de los relatos que más me perseguían en mis sueños cuando era niña era el del lobizón.27 Recuerdo a mi abuela dar detalles espeluznantes de su cuerpo peludo y negro, de sus ojos brillantes iluminados por la luna llena, de sus largos colmillos con pezuñas torcidas y puntiagudas. Ella contaba que, siendo niña, una noche la despertó un ruido de cadenas, saltó de la cama y se asomó por la tela de la ventana. Estaba muy oscuro, pero sentía el jadeo de algo o alguien. Observó con atención a algo que se parecía a un perro, pero estaba de pie en dos patas, un gruñido y un aliento nauseabundo la invadieron y el terror se apoderó de su alma; se deslizó por el piso de tierra con la suavidad que da el miedo de ser descubierta y se escondió debajo de un viejo ropero, disimulada detrás de una bolsa de ropa, sollozando toda la noche hasta perder el miedo al aparecer las primeras luces del alba. Contaba en tono misterioso que, en esas noches de luna llena, guardaba su carnadura y no asomaba ni un poquito su alma, fuera del rancho.

Esa era mi abuela con sus historias y sus vivencias. Le gustaba viajar, conocer gente y vivir sus costumbres como propias. Lo que ella no sabía era que uno de esos viajes la marcaría para siempre. Por asuntos políticos llegó hasta la Argentina, donde conocería a mi abuelo, un militante comunista, de una aparente solidez ideológica, pero, a decir verdad, un paria, una desgracia vestida de ser humano en su vida personal y familiar.

Esa imagen inquebrantable que mostraba mi abuela se perdería desgranándose en el tiempo después de conocerlo a él. Ahí comenzó a caer en un abismo del cual no regresaría. Eran tiempos difíciles. Por razones políticas se había recluido en un lugar perdido de Salta28 con su pareja, para vivir un infierno de bebida y de violencia. Esa relación tóxica se volvió su condena, y fue incapaz de defender su estructura ideológica y de vida que había cimentado a lo largo de su vida. Su corazón y su alma estaban rotos, desgranados, tan solo algunos pedazos quedaban como pidiendo ayuda, que nunca llegaría.

En ese contexto de miseria humana, una noche cualquiera, pero luminosa, como ella la describía, nació mi madre. Mi abuela la tomó como un regalo que caía del cielo, la única luz en su triste vida. Fue tan fuerte la experiencia de parir que mi madre recordaba con nostalgia las repetidas veces que la abuela le contaba la alegría que había sentido, aquella larga noche bañada por una luna de plata que convertiría su maternidad a una única fuente de energía y sobrevivencia. La luna tomó para ella a partir de entonces un significado especial y en honor a su majestuosa belleza le puso a mi madre el nombre de Kati29 –luna en lengua arawak–, buscando de esta manera no solo hacer cadenas con sus genes vitales, sino también con los genes culturales de sus ancestros. La abuela solo la tenía a ella, sus ideales se habían perdido en ríos de alcohol y golpes.

Kati, desde niña, tenía dificultad para dormir de noche, decía que los sueños nocturnos la perseguían con visiones y premoniciones que, según ella, se cumplían siempre y se transformaban como vivencias de un tiempo pasado y de un futuro. Esta situación y la fama de niña rara y retraída producían rechazo en la gente y su paso o su sola presencia llenaban de habladurías las calles del pueblo. Todo esto marcó el carácter de mi madre, callada, huraña y a veces oscura como una tumba.

Mi nacimiento había atenuado su pesar, su dulzura era un oasis para mí y para la abuela. A pesar de toda su tristeza, a veces se permitía sonreír mientras me amamantaba o cuando, insistente, trataba de hacerme dormir, con ese brillo de amor que proyectaba la luz de su luna interior, que solo yo, a pesar de mi corta existencia, intuía como algo especial.

Gran parte de las angustias y los sufrimientos provenían de una sola persona. Un ser maldito o una sombra maligna, hecha hombre… mi abuelo… ¡Qué pedazo de hijo de puta…! ¿Qué puede llevar a un tipo a ser una bestia y encarnar tanto odio?

Por un lado, se la daba de idealista, tenía un discurso para la sociedad, más bien para una cohorte de borrachos del pueblo, lleno de mentiras e ideales políticos impracticables, pero cuando se cerraba la puerta de la casa, era un total malnacido donde el maltrato y el golpe eran la palabra oficial.

Mi madre, Kati, anuló gran parte de esos trágicos recuerdos llenos de aberraciones y situaciones violentas que vivía con el depredador quizás para conservar algo de raciocinio. A pesar de esta tibia defensa, sus ojos perdían poco a poco ese fulgor que los hacía únicos.

Como si la angustia no tuviese límites para nosotras, mi abuela luego de una larga enfermedad, potenciada por golpizas, Chagas y miseria, murió siendo todavía joven. Me impacta aún hoy el negro excesivo que invadió la ropa de la gente que tiñó el velorio con gemidos lastimosos sentidos y otros simulados por costumbre, obligación o inquina hacia mi abuela. Mi mente de niña guardó también el recuerdo del continuo movimiento de la gente, como sombras cumpliendo algún ritual antiguo y lejano, alrededor del féretro.

Durante mucho tiempo esperé escuchar mágicamente su entrañable voz, a veces el sonido de alguna brisa nocturna engañosa o el crujir de las maderas del fondo buscaban imitarla, pero no lo lograban. La extrañaba. El tiempo y la realidad familiar me hicieron comprender, a pura ausencia, que ya se había ido, nos había dejado para siempre. Desde esa época, comencé a soñar con ella, pero nunca aparecía sola, siempre con sus sombras que, como espectros, rodeaban su imponente figura.

Y seguí creciendo. En esos tiempos, buscaba con todas mis fuerzas ser feliz. Me abrazaba a sueños de viajes, fantasías y a esas siluetas sin rostros definidos, que volaban y jugaban a mi alrededor por las noches. La mayor parte de las veces vivía agazapada, huía y, aunque mi cuerpo estuviese presente, mi espíritu se evadía, por esos días me internaba en mi profusa imaginación de niña. Todavía hoy veo como en una foto gris de bordes recortados a mi madre llorar en un rincón y de fondo escuchar los gritos y la risa burlona del viejo. Yo no comprendía bien qué pasaba, pero el temor me mantenía alerta, abrazada a Alcu,30 mi nueva compañía, una perra vivaz con una particular colita enroscada, siempre cariñosa y atenta a mis necesidades. Por las noches el horror se instalaba en la casa. El mal nacido había naturalizado el terror en la familia, violaba todas las noches a mi madre, abiertamente y sin tapujos.

Uno de esos tantos atardeceres, que prometía perpetuar ese dolor continuo, escuché a unas personas discutiendo en la oscuridad, cerca de mi ventana. Me levanté sigilosamente y vi al viejo de mierda reunido con un grupo de milicos.31 Les comentaba con mucha vehemencia sobre la actitud de unos vecinos, que yo suponía amigos de él. Los marcaba como agitadores de una revuelta social que hubo en la fábrica del pueblo. Uno de los uniformados tomaba nota mientras el otro le pedía que se metiera adentro porque iba a haber mucho revuelo. Sin más que decir, partieron en una camioneta y a los minutos escuché varios gritos y disparos. Aterrorizada me escondí bajo la cama, compartiendo el miedo, sin hacer ningún tipo de ruido, con mi acompañante fiel de cuatro patas, que daba algo de luz con su presencia a mi espíritu afligido. Al rato, se escucharon unos autos que se alejaban con rapidez y luego se hizo un silencio sepulcral.

Un lejano y largo lamento de una mujer cerró la noche.

Al otro día el miedo dibujaba la cara de la gente de la zona. Nunca más, supe algo de esas personas. Luego de un tiempo y de boca de mi madre me enteré que el viejo trabajaba encubierto para los militares durante la represión del sanguinario gobierno de facto de esa época, ese día me cerró el concepto de desaparecidos.

Pasaron algunos meses turbulentos y grises cuando una noche se instaló en mis sueños una sombra nueva. Esta, a diferencia de las otras, me daba terror, se acercó tambaleante y me inundó con su hálito putrefacto, su rancio sudor y su resuello me produjo pavor. La primera que buscó protegerme fue Alcu, que mordió su tobillo, pero fue en vano porque el energúmeno de una patada la estrelló contra la pared. Mi grito despertó a mamá, era la bestia que quería violarme y quebrantar mi espíritu. Kati, mi madre, apareció como una leona herida y blandiendo una botella lo golpeó en el rostro haciéndole volar varios dientes y dejándolo tirado, sangrando e inconsciente. Recuerdo a mi mamá parada ahí con su rostro estoico, brillando como la luna, tomándome con los brazos, sin una lágrima, seca de bronca. Le di una última mirada a mi querida perra, sabía que no podíamos llevarla. Me vi corriendo, tomada de las fuertes manos de mi madre, firme y segura por las oscuras calles de tierra, hasta la ruta donde un viejo camión nos llevaría a Salta. Y al poco tiempo en tren, luego de un largo y eterno viaje, nos dejaría en Buenos Aires.32

Como si se corriera un velo en el tiempo, me veo feliz en la escuela, vestida de blanco, en ruidosos recreos con muchos niños. Me recuerdo niña, bailando y soñando por las noches con mis sombras, que calladas y escondidas siguen el ritmo de mis movimientos. Mi madre nunca perdería de nuevo la luz de sus bellos ojos. Su vida renacería. Había sido violada y denigrada; la notaba, por momentos, enojada, asustada, paralizada, confundida hasta avergonzada, pero su ser y su espíritu habían convertido ese pasado turbulento en control y poder sobre sí misma, y si era necesario, para defenderse, lo ejercería sobre otros. No era rencor, era llenarse de una nueva energía que le permitirían la autodefensa y el crecimiento tanto personales como familiares. Desde entonces resplandecía, estaban encendidos con ella los genes de mi abuela, su voz, ahora, era escuchada. Muchos se enamoraron de su energía. Pero solo uno tuvo su amor. Juan. Un padre, un verdadero padre. Juan apareció en nuestras vidas en una visita por Buenos Aires, había conocido a mi madre por intermedio de unos viejos amigos de la Venezuela de mi abuela. Trabajaba de guardaparque en su país, era alegre, pero algo conversador, con sus anécdotas y vivencias me mostró un mundo nuevo plagado de paisajes y animales que dieron rienda suelta a mi imaginación de niña. En silencio, con esa suavidad que da la ternura, fue entrando en nuestros corazones hasta formar los tres una familia donde el amor, la comprensión y el respeto eran lo cotidiano. Ese año al terminar mis estudios primarios nos fuimos a vivir cerca de Caracas. Sentí que se cerraba una vieja etapa, algo nuevo se abría hacia adelante, presentí que una nueva conexión con otro universo de vivencias nos involucraría a todos.

Mis sueños y mis sombras, rumores desvanecidos en el tiempo, ya no serían mi única compañía, ahora compartiría mis días con mis padres y con un futuro que poco a poco levantaría una nueva etapa de existencia en mi vida.

23 Venus: diosa romana de la belleza y el amor, madre de Cupido. Procede de la raíz wen que significa “amor, belleza, deseo”.

24 Poliosis: es cuando una parte pilosa del cuerpo carece de melanina, es común que ocurra en un mechón de cabello por encima de la frente, la falta de pigmentación puede continuar en las cejas y en las pestañas del mismo lado.

25 Atabey significa “nombre de la madre”, principio femenino en la cosmovisión taína (grupo desprendidos de la antigua lengua arawak originaria del centro y norte de Sudamérica). La gran madre, representada en el cielo azul y en la línea del horizonte, donde se unen el cielo y el mar, dadora de la lluvia. Dio origen a la deidad Yucahú Bagua Maorocoti, inmortal, invisible y celeste.

26 Los arawak o arahuacos son un grupo indígena de Sudamérica que históricamente habitó el territorio cercano al mar Caribe, lo que hoy es Venezuela, norte de Brasil y países localizados en Centroamérica. Su lengua, el arawak, es una de las más diversas y extendidas de América, incluye una gran variedad de lenguas menores y alcanza una gran dispersión territorial.

27 Lobizón o Luisón: estos términos hacen referencia a un ser místico con forma de lobo y hombre. Se cree que el séptimo hijo varón de una pareja (en lugares como Brasil, Paraguay y el NE de la Argentina) se transforma en lobo los viernes de luna llena. Hay regiones donde la superstición está tan arraigada que los que nacen séptimo hijo varón son mal vistos y segregados hasta el punto de que a principios del siglo XX se los apedreaba y golpeaba, temiendo a la posibilidad de que hubiera nacido un lobizón. En la mitología guaraní la leyenda dice que Taú (un espíritu maléfico) y Keraná (la mujer más bella de la aldea) huyeron del pueblo, por tal razón fueron maldecidos. Esto motivó una maldición sobre su descendencia, tuvieron siete hijos monstruos donde todos desataban el terror y el miedo, y fue el séptimo hijo el que se convertiría en lobizón, emitiendo terroríficos y lastimeros aullidos en las noches de luna llena y ultrajando cementerios alimentándose de cadáveres frescos.

28 Salta es una provincia ubicada al norte de la República Argentina. Su nombre deriva de la palabra en lengua aymara “Sagta”, que significa “la muy hermosa”.

29 Kati: significa “luna” en lengua arawak.

30 Allqu, Alqu o Alcu, significa en lengua quechua: perro o perra.

31 Milico: término despectivo para denominar a una persona que forma parte de alguna de las fuerzas de seguridad del Estado en la Argentina, especialmente militares y policías.

32 Buenos Aires debe su nombre a una Virgen sarda llamada Bonaira, Virgen del Buen Aire, originaria de la ciudad de Cagliari, Italia. Don Pedro de Mendoza, influenciado por dos sacerdotes devotos de la virgen, decidió honrarla otorgándole su nombre a la ciudad por él fundada. Por ese motivo Buenos Aires fue llamada “Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire”.

Venus mujer: viaje a los orígenes

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