Читать книгу Torre Espacio - Margarita Benedicto - Страница 5

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Viernes. Pasado mediodía. El camarero observa la entrada de los chicos como siempre para el aperitivo. ¿Chicos? Le ha salido así, porque son jóvenes, en la primera veintena. Pero el término no va con ellos. Bien vestidos, alguno incluso trajeado, con una mezcla de gravedad y desenfado que, si no es estudiada, es desde luego aprendida y señala claramente a los que saben que van a mandar.

—¿Qué va a ser?

—Cuatro cañas. Tú, David, ¿qué tomas?

—Yo, nada. Me tengo que ir enseguida. Me esperan mis padres para comer.

—Pero ¿a qué hora se come en tu casa? ¿No nos vendrás ahora con lo del horario europeo? Ya llegará, ya llegará, pero de momento se vive bien así.

—Es que viajan este fin de semana. Me han pedido que fuera puntual.

—¡Buen chico!

David miente. Miente todo el tiempo. Desde que empezó la carrera y luego el máster hace seis años, ha hilvanado una trola tras otra. Su físico da el pego. De todas formas, se gasta en ropa todos sus ahorros. Procura hablar poco e introducir algún chiste o alguna ocurrencia en el momento adecuado para que todos sepan que está ahí, que es uno de ellos.

Ahora no le cuesta nada decir que vuelve a casa, cuando ha quedado a comer con el jefe. Le ha pedido discreción, pues discreción tenemos. David ya sabe que sin disimulo no se llega a ninguna parte. Eso, en cambio, lo trajo aprendido de casa. Su madre es una maestra, aunque él, quizá porque está llamado a superarla con creces, la ha sorprendido en varios renuncios. Su madre, una artista.

El padre José Ramón, el jefe, como le llaman todos, es un hombre impaciente. Y colérico detrás de su educación impecable. Cuando algo le irrita, sus ojos azules se vuelven transparentes y gélidos y la mano derecha se asienta sobre la mesa para que no se note el temblor. Dispara y da en el blanco, dejando pocos daños colaterales. El muerto, sin embargo, yace con el agujero en la frente. Se puede temer más su inteligencia o su poder. O ambos. Está ahí porque se lo merece, pero también porque es implacable y no tolera ni la mediocridad ni la traición.

El restaurante es un local pequeño, envolvente, de luces indirectas. Está a pocas manzanas de la escuela, pero se diría en otro mundo, de susurros y pasos alfombrados. Le recogen la cartera y le conducen a su mesa. Joserra no está allí. Afortunadamente, no ha llegado todavía. El que llega primero elige una posición estratégica desde la que es más probable la victoria. Domina el horizonte, y los pasos enérgicos o dubitativos del contrincante que se acerca le indican el flanco más favorable para atacar. David ha aprendido a estar alerta. A espiar los movimientos y gestos de todos. Sabe que su posición es delicada. Durante un tiempo, caminará todavía por la cuerda floja, hasta que llegue un momento en que lo que se alce ante su vista sea la suave campiña. Y parece que la ve: hierba alta, juncos, espigas…

Joserra está junto a la mesa con una sonrisilla. Se sobresalta. Ha perdido la baza que creía tener en la mano.

—¿Qué hay, David? Parece que te has dado prisa.

—Sí, señor, sí. He venido directamente desde la escuela.

—No creas que esto es muy común. Generalmente no nos relacionamos con los alumnos fuera de clase.

Silencio. David está intentando recomponer sus defensas.

—Pero tú eres especial, David. No creas que no me he dado cuenta en estos años. Tú tienes la inteligencia y la ambición. Y las necesitamos ambas para nuestra tarea. Prudentes como serpientes. La prudencia nos obliga a emplear las armas del mundo para trabajar en el mundo. Sin inteligencia y sin ambición, ¿cómo llegaríamos a dirigir empresas que hagan presente el Reino de Dios?

Un discurso. Le está echando un discurso. O un sermón. David lleva seis años empapándose de las consignas de estos frailes «atrápalotodo», pero no se empapa, le resbalan. Él ya nació cínico. Desde niño supo comprender lo que había detrás de las buenas palabras, de las frases melifluas o grandilocuentes. Nada. O, mejor dicho, intereses, pasiones. Aprendió a navegarlas como a un río que le acerca a su meta.

—David, hemos hecho un gran esfuerzo, una gran inversión con nuestra asignatura de Aproximación Humanista, y ahora necesitamos alumnos excelentes y motivados como tú para llevarla a la práctica, ¿qué te parece?

Ha llegado el metre y sugiere unos entrantes que parecen suculentos. David elige pescado. Hay que comer ligero y mojarse solo ligeramente los labios con el vino para no dejarse subyugar. Y es fácil que te acaricien, la buena mesa, el ambiente distinguido y el carro se te quede atascado en el barro, sin tirar para adelante.

—Me siento muy halagado, señor director, de que hayan pensado precisamente en mí. He de reconocer que, a principio de curso, miraba con desconfianza la asignatura, pero finalmente me he entusiasmado con ella. Me parece un gran hallazgo: utilizar los caudales de sabiduría que atesora la humanidad para aumentar la productividad de las empresas.

—Es el talón de Aquiles de nuestro tejido empresarial, David, la baja productividad. El empleado tiene que experimentar el sentido de lo que hace y para eso hay que suministrarle las herramientas. Herramientas espirituales, porque ya dice el evangelio de san Juan que el espíritu es el que da vida y la carne no sirve para nada.

Joserra está llevándose a los labios la copa. Un vino excelente, cuyo reflejo cobrizo anima el rostro usualmente pálido. El espíritu es el del capitalismo. La carne, el pobre diablo que cobra su nómina a fin de mes. Eso ya lo ha aprendido. Basta un mes en las aulas de ese centro de élite gestionado por curas para tenerlo claro.

—El fin de semana que viene te presentaré a unos amigos míos. Personas excelentes. Él es presidente de una eléctrica, FIDESA, con grandes inquietudes en la promoción y el cuidado del capital humano en su empresa. Antiguo alumno. Le he hablado desde hace tiempo de esta nueva disciplina y también de ti. Está muy interesado. Te diré más: entusiasmado, deseando poner en marcha una nueva área en el departamento de recursos humanos donde se aplique la Aproximación Humanista. Y, por supuesto, tú estarás dirigiéndola.

David aguanta la mirada de Joserra, que le escruta con sus ojos fríos. A ver si tiene miedo. Nada. Ni alegría desmesurada. Serenidad, firmeza y suaves palabras de gratitud. Ojos negros de pedernal, si el pedernal fuera negro.

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