Читать книгу Torre Espacio - Margarita Benedicto - Страница 6

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Llega a casa turbado. En el trayecto se le ha descompuesto el ánimo. Iba el metro atestado de trabajadores sudorosos e impacientes piando por el fin de semana. El metro. Como sus compañeros saben que lo utiliza, lo hace pasar por un gesto ecológico. El futuro es verde, muchachos. En Davos ya se aprestan a desembarcar con armas y bagajes en la economía sostenible. Y cuela. Al salir de la boca que da al bulevar, se echa una gota de perfume en el cuello.

Sale su madre a recibirle al pasillo. Vestida como para salir.

—¿Qué hay, David? ¿Cómo ha ido todo?

—Bien, mamá, bien. Incluso muy bien. El jefe se propone buscarme una colocación extraordinaria.

—¿De verdad, hijo? ¡Ay, Dios mío! ¡Con lo mal que está ahora todo! Pero tú, David, eres mucho David. Siempre lo hemos dicho. A veces los sacrificios tienen su recompensa.

—¡Bueno, bueno! ¡No te precipites! Todavía no es más que un proyecto —le explica por encima—. ¿Y tú? ¿A dónde vas tan colocada?

—Al bingo con Adriana. Si llega tu padre, no le digas que me has visto.

Asiente distraído. Con él su madre ha tirado la toalla y ya no intenta engañarle. Total, ¡qué más le da! Que la pareja juegue al ratón y al gato o a la guerra de guerrillas. Él está en otra cosa. Intentando que pasen los días enojosos para alzar por fin el vuelo.

La casa huele a comida y entra en su cuarto con fastidio. Inmediatamente se quita la ropa y la cepilla cuidadosamente dejándola colgada en la terraza para que se airee. Abrillanta los zapatos. Después, con el chándal de Los Angeles Lakers, se tumba sobre la cama.

El ánimo se le ha descompuesto en el trayecto. Una cosa es engañar a los colegas, que en el fondo son unos pardillos, unos polluelos recién salidos del cascarón. O a los curas, a los que quizá no engaña, pero a quienes les da lo mismo si es pobre o rico —lo importante es que lleve la impronta, que triunfe con su sello, expandiendo maneras, el logo de la congregación—. Pero a un empresario de raza… Intenta imaginar cómo será su casa, sus salones, la mesa a la que habrán de sentarse. En estos años ha asistido a fiestas, a capeas, a sesiones de tenis y piscina. Todo más multitudinario, más informal. Siempre ha rehuido el cuerpo a cuerpo. Nada de amistades íntimas, de presentaciones a los padres. Quizá el presidente de la corporación sea como los curas, indiferente al origen, siempre que se cumplan objetivos. ¿Y cuál es el objetivo? La productividad, lo ha dicho Joserra con los ojos volviéndosele aguas transparentes. Que el trabajador deje hasta la última gota de su talento, de su creatividad, de su fuerza, entre las cuatro paredes de la oficina o de la fábrica. Que salga hecho hueso y pellejo, pero presto a regenerarse para seguir rindiendo. Y para eso, es lo mismo ser que parecer. Quizá incluso parecer, siempre que la imitación sea buena y dé señales de la determinación y el arrojo del que la exhibe, le añada un plus. No solo dar el pego, sino mostrar al tiempo una voluntad de acero.

Se levanta y busca en su tableta. El contenido de la asignatura está ahí. No ha sido del todo insincero cuando le ha dicho al cura que al principio le pareció una chorrada. Pero luego se fue dando cuenta. Había ahí mucho talento. Tíos listos que habían reflexionado sobre la felicidad, la vida buena, las motivaciones, las emociones. Los seres humanos son unas máquinas complejas y delicadas que hay que afinar y pulir mediante actuaciones bien diseñadas. ¿Y qué mejor que reunir a los sabios de todos los tiempos para que nos den las claves? Aristóteles, Spinoza, Hobbes… Cada uno daba una pincelada acertada sobre las aspiraciones, los valores, los móviles más o menos ocultos de esas personas a las que luego se les pide que diseñen, interpreten o ejecuten el algoritmo sin errores. Exprimir la sabiduría y exprimir las facultades físicas y mentales de los trabajadores. Exprimirlo todo.

Escucha unos pasos en el pasillo. Su padre. Cierra los ojos para probar si funciona el truco de no ver, como en la infancia. Pero no. Su padre golpea con los nudillos y entra.

—¡Hola, hijo! ¿Sabes dónde está tu madre?

—No, papá, acabo de llegar. No la encontré en casa.

—¡Hay que ver! Llega uno de andar todo el día trabajando como un mulo y la casa vacía.

—¡Eh, eh! ¡Que estoy aquí!

—Es verdad, hijo. Estás aquí. Tú y yo tampoco nos vemos mucho. Si no estás fuera, estás encerrado en tu cuarto. Ya sé, estudiando. Y eso es lo que queremos para ti, que estudies y salgas adelante. Que no lleves esta vida que llevamos nosotros, sino mejor, mucho mejor. Hoy dan el derbi.

—¿El derbi? ¡Ah, sí! Si quieres abrimos unas cervezas y lo vemos juntos.

Total. Es viernes. La tarde está irremediablemente perdida. No le gusta el fútbol, pero es ideal para desconectar un par de horas y que sedimenten los miedos y sus antídotos; para que triunfen discretamente los antídotos, si es que son lo suficientemente poderosos. El viejo es cariñoso, un pobre hombre que se ha casado con una mujer que, a su pequeña escala, sabe lo que quiere y lo hace, aunque sea a costa de él.

El padre se ha puesto contento. Se sientan juntos en un sofá muy gastado, de color indefinido. David va a la cocina y junta cacahuetes, cortezas, aceitunas, unas cuantas latas.

—¿Sabes, papá? Es probable que de aquí a unos meses esté trabajando en un sitio magnífico.

El padre le pone la mano sobre el muslo, le mira a los ojos. David no es de piedra. El gesto le ha transportado a la infancia, a momentos en los que él no era dueño de sí, estaba entregado. Peligroso. Se lo sacude interiormente, mientras sonríe amistoso y dirige la mirada a la pantalla. Ahí están esos veintidós hombres dedicados a un negocio incomprensible, pero que mueve millones. Todo, absolutamente todo, puede hoy convertirse en dinero, capital, finanzas que ruedan por el ancho mundo. Aristóteles es una mina. Lo mismo que el muslo torneado de la cantante de moda o la desgracia del niño Julen.

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