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3. Una nueva reflexión sobre el arte

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En estas páginas avanzamos la hipótesis de que, a partir de la fatídica fecha de 1985 y en los años noventa y siguientes, el arte colombiano se va a centrar en su función simbólica, al elevarse contra la amnesia/amnistía5 y al entablar un diálogo con las Ciencias sociales. De esta manera, va a asumir que la memoria es un terreno de luchas y que el desafío consiste en rescatar experiencias individuales que se puedan poner en común, voluntad que lo inscribe de lleno en este movimiento de resignificación del espacio público iniciado por otros sectores. Incluso, se ha planteado la pregunta de si, en la representación de la violencia, no tendrá el arte herramientas de más impacto que las de las Ciencias sociales. En efecto, ¿cómo hacer percibir de manera sensible y tocando el corazón de cada uno de nosotros la magnitud y el carácter cíclico de las múltiples masacres? Si bien las estadísticas aportan pruebas de ello, no dejan de ser impersonales y frías. A estas carencias, responden los artistas colombianos con obras que son repetición, acumulación, amontonamientos, series. Por ejemplo, Mata que Dios perdona (1998), de Bravo; Réquiem N.N. (2006-2013), de Echavarría; Sedimentaciones (2011), de Muñoz; Las Sillas vacías del Palacio de Justicia (2002), de Salcedo; y 4.408 veces (1997-2004), de Morelos.

La voluntad de poner en escena el propio cuerpo y de utilizar la propia imagen constituye una personalización de las estadísticas, dándoles resonancia en el individuo. Los artistas colombianos han captado de igual manera la importancia del arte para con la memoria y los recuerdos enterrados e inconscientes. El arte puede aportar elementos que se les escapan al discurso y a la razón por el impacto inmediato y subliminal de la imagen, favoreciendo menos control racional o moral ante lo informulable. Contribuye, así, el arte a la memoria histórica desde su campo y un ejemplo de ello lo constituyen los 420 cuadros de la colección La Guerra que no hemos visto6. Igualmente, el Proyecto para un memorial (2005) de Óscar Muñoz se inscribe contra la amnesia al presentar imágenes de seres condenados a desaparecer en el olvido, “[…] al utilizar la persistencia de la imagen como un ‘memorial de agravios’ que interpela al Estado desde la esfera pública: esos individuos, procedentes de la masa estadística, se niegan a desaparecer de la Historia” (Roca, 2014, p. 18).

Generalmente, las diversas obras aquí mencionadas pueden presentar imágenes de la carne en vivo y de la sangre que brota, pero, a diferencia del reportaje y de lo que divulgan ciertas redes por Internet, no se complacen en mostrarlas ni se regocijan en el horror, se valen de la mediación de lo simbólico, que deja a la imaginación hacer su trabajo. También vale la pena subrayar que, en la mayor parte de la producción artística colombiana a partir de los años noventa, es notoria la presencia del otro, del “tú” bajo diversas formas. Por una parte, esto se traduce en la importancia de los archivos e imágenes tomadas por otros o a objetos que fueron de otras personas, lo cual responde a la percepción de que la memoria nunca es un asunto personal, sino que transita por muchos intermediarios: “Mi trabajo empezó siempre a partir de documentos hechos por otros” (Muñoz, cit. por Wills, 2014, p. 62). El espectador, por otra parte, se ve interpelado. Es este quien trae de nuevo al otro a la vida por su aliento en el espejo (Muñoz, Aliento 1995). Ese “tú” se convierte en “yo” cuando su ojo apunta al artista quien, al mismo tiempo, lo apunta también (Bravo, Blanco del ojo, 1994). De la misma manera, esos recorridos de las imágenes sobre las cuales se debe andar logran establecer un vínculo con el receptor, convocando a entrar en un “nosotros”. Así, Posada, por ejemplo, al hacernos caminar sobre las palmas de las manos de campesinos desterrados, logra crear entre ellos y nosotros una proximidad y una intimidad que nos conmueven (Mapas, 1990-2000).

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