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5. El libro y sus diversos artículos

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Con las artes convocadas en esta publicación, nos situamos más allá de la controvertida oposición entre “arte popular” y “arte culto”, dado que aquí ambos se encuentran en su propósito: la representación, por medio del arte y de sus mediaciones, del conflicto colombiano y de sus efectos sociales. La diversidad a la cual aludimos anteriormente se encuentra también en este libro, ya que los nueve artículos remiten en su forma a la pluralidad de las prácticas e iniciativas realizadas en Colombia. Los artículos se presentan a modo de testimonio, crónica, desarrollo cronológico, análisis de obras, enfoques jurídicos, reflexión filosófica o política. También los artistas reflejan esta multiplicidad, aun si faltan muchos, como por ejemplo representantes de algunas artes de gran relevancia en Colombia. Así, no figura el teatro, aunque tiene en el país una larga y notoria trayectoria. Precisamente, debido a la calidad y el reconocimiento de que ya goza el teatro colombiano, preferimos dar cabida a iniciativas por parte de víctimas cuya memoria interpela desde el escenario a la sociedad civil, como las que presenta Yolanda Sierra. En su conjunto, este libro quiere poner de realce los diversos ángulos de apreciación y de abordaje que determinados artistas colombianos tienen de su momento político y de cómo intentan, desde el arte, tomar cartas en el asunto. Pero el lector no dejará de notar unos leitmotivs que van armando la trama del texto y que le dan su unidad al conjunto.

La repartición del conjunto se hace así en función de varios criterios: por un lado, el enfoque que le da cada artista a su momento histórico y de cómo concibe su insersión en su entorno político, así como las modalidades que adopta para su realización. Por otro lado, se tuvo en cuenta la forma misma del artículo, es decir, los aspectos tratados en la obra de uno o de varios artistas o en iniciativas de índole colectiva. Sin embargo, elegimos abrir este volumen por una parte titulada “Las figuras titulares”, cuya denominación remite a esas presencias protectoras, pero también inspiradoras e incitativas. Consideramos que, para este libro, fueron dos. Por una parte, Jesús Martín Barbero, que despertó en algunos de los autores (alumnos y/o admiradores suyos) el interés por lo visual, por los signos, por lo que sirve para designar o significar otra realidad no descifrable de inmediato, es decir, por lo semiótico y lo simbólico. Prueba de ello es la contribucion de Jesús que, como lo veremos, despierta muchos ecos a lo largo de esta publicación. La segunda figura tutelar es la de Débora Arango, cuyo nombre, en seguida, se impone cuando se hace referencia a la expresión artística del período llamado de la Violencia (que padeció Colombia en los años cuarenta y siguientes), y que se plantea como una pionera en tanto mujer y como artista.

La segunda parte, “Los cronistas”, remite a dos artistas, Beatriz González y Óscar Muñoz, contemporáneos nuestros, que eligieron entre otros abordajes hacer crónicas, lo que significa situarse tanto al filo del momento y de sus noticias como registrar el tiempo que pasa. La tercera parte, “Desenterrar y hablar”, se interesa más bien en las relaciones entre el arte y las políticas de la memoria, es decir, oficiales, y de sus efectos tanto en el campo social como individual. Ahí se aprecian unas propuestas de desmovilización de los espirítus o de desmovilizacion cultural, según el término acuñado por John Horne8. La cuarta parte, “Prácticas culturales alternativas”, se centra en la apropriación de diversas prácticas artísticas por parte de sectores que tradicionalmente no han tenido acceso a ellas y que las hicieron suyas en en el contexto de la situación de urgencia que vivían: masacres, desapariciones forzadas, desplazamiento, necesidad de hacer el duelo o de mantener vivos y en alto el recuerdo y la dignidad.

Como lo dijimos, elegimos empezar y concluir esta publicación con nuestro admirado y querido maestro Jesús Martín Barbero, cuya primera contribución, “Prácticas de comunicación en la cultura popular”, es al mismo tiempo el primer análisis que publicó en Colombia. Corrían los años setenta y el joven semiólogo se interesó en dos prácticas populares, altamente significativas en la Colombia de entonces: las plazas de mercado y los cementerios. Enseguida, llama la atención el diálogo que se entabla entre aquel estudio y varios de los artículos de este libro, construyendo así uno de los leitmotivs de la trama del conjunto. Por ejemplo, Érika Martínez analiza El Puente, un montaje visual de Óscar Muñoz sobre el Puente Ortiz en Cali, el cual constituye una “[…] emblemática edificación que une el centro con el norte de Cali y que ha funcionado […] como un escenario de usos, ritos y encuentros sociales” (p. 104). Fernando Grisález, por su parte, en su presentación de La guerra que no hemos visto, incluye lo que se podría llamar el “paratexto” de las pinturas de dicha colección. Allí, uno de los pintores menciona esos cuerpos de víctimas que se dejan abanonados dado que la familia tiene que desplazarse: “Ese pobre cuerpo quedó ahí, porque quién lo va a recoger. De una vez, a la familia le dijeron “se van”, y les tocó irse, dejar botado todo” (p. 225). Otro de los pintores describe también el horror de los cuerpos descuartizados: “por aquí no estaban sino las cabezas colgadas en el cerco de la casa, ahí en esa casa. Habían dejado las puras cabezas, el resto del cuerpo no se encontró nada” (p. 230).

Se puede, así, medir la distancia, no solo temporal sino también política y social, que existe entre la Colombia que encontró Jesús, la cual, si bien padecía violencia desde hacía decenios, no había llegado a los casos extremos que empezaron en los años ochenta para ir crescendo. Cuán lejos están aquellos cementerios analizados por Jesús de lo que afirma Amparo Pérez, una madre de doce hijos cuyo esposo fue asesinado y tirado al río por los paramilitares: “El río Magdalena es el cementerio más grande que tiene Colombia” (CNRR, p. 211). Esta sentencia nos recuerda que, desde hace unas décadas, las mayores arterías fluviales del país se han convertido en fosas comunes de cuerpos sin identificación y que son tantas las tumbas con la sigla N.N. en los cementerios de los pueblos que no hay cifra certera sobre el número de desaparecidos por la guerra9.

Esta comparación entre la Colombia de entonces y la actual conduce a los trabajos fotográficos de Juan Manuel Echavarría sobre las tumbas de los N.N. en los cementerios colombianos (Réquiem N.N., 2006-2013). Estos trabajos son analizados tanto por Simón Moratto como por mí, así como su largometraje sobre el río Magdalena (2013)10. Allí, los habitantes de Puerto Berrío rescatan los cuerpos o sus partes para darles sepultura y un nombre, incluso adoptarlos y devolverlos así a la común humanidad. Sucede igual en el Parque Cementerio Gente como uno (Ríohacha), donde une mujer recoge los restos de los N.N., les reza y les da sepultura, lo cual demuestra que “[…] para algunas comunidades, la reparación pasa por reincorporar al tejido social a los muertos anónimos que han sido condenados al olvido” (CNRR, p. 227).

Al analizar la obra de Beatriz González, los críticos Alberto Sierra y Julián Posada también abordan las prácticas funerarias en Colombia, ya que la maestra se interesó en los cementerios, especialmente cuando “la administración de Enrique Peñaloza buscaba destruir los columbarios del Cementerio Central de Bogotá para construir en su reemplazo un parque” (p. 87), hecho que comentan así los autores, subrayando el efecto de las políticas memoriales impulsadas por las autoridades:

[…] la historia del país podría ser la de la iconoclastia, aquí casi todo se destruye o se elimina. Incluso la arquitectura funeraria, último testimonio de los vivos, es condenada al olvido y se busca desplazarla y disimularla del territorio urbano en tanto que símbolo del dolor. (Ibid.)

Para proseguir el diálogo con Jesús Martín, Yolanda Sierra define el “Patrimonio Cultural Inmaterial”, del cual forman parte las prácticas funerarias, como “una práctica o una tradición social” (p. 191) que, por su arraigo en lo popular, va a permitir una reparación simbólica propia de la gente. Y Simón Moratto insiste en el papel especial de la fotografía como forma de reparación simbólica, ya que “Uno de los mecanismos más utilizados para esta forma de reparación ha sido el arte y el uso del patrimonio cultural […]” (p. 169).

En cuanto a Mapas del reconocimiento, la segunda contribución de Jesús Martín que cierra este libro, su intertextualidad con los otros artículos es patente, empezando por el título mismo dado a la publicación: Hagamos las paces. En efecto, Jesús sitúa su tiempo de palabra “cuando Colombia experimenta contratiempos en el proceso que nos saca de cincuenta años de guerra e inaugura inéditos senderos de paz. Una paz que no tiene que ver sólo con la guerrilla de las FARC, sino con el país todo” (p. 237). Omar Rincón ya había antecedido esta afirmación en su prólogo, al mencionar todas las paces que tiene Colombia por delante si logra darse un futuro con otros imaginarios. Al aportar la distancia del pensamiento filosófico sobre los temas que hilan estas páginas, Jesús Martín entabla por otra parte un diálogo con Alfredo Gómez Muller, quien plantea una reflexión crítica sobre la relación entre arte y memoria de la inhumanidad perpetrada, que quiere ser “un camino para un replanteamiento teórico del problema de la relación entre arte y política o entre estética y ética […]” (p. 123). De la misma forma, cuando Jesús afirma: “estamos entrando en ‘una nueva edad del pasado’, marcada por la irrupción del tema de la memoria en el espacio público” (p. 245), les está contestando tanto a Alfredo Gómez como a Simón Moratto, a Yolanda Sierra y a Érika Martínez. Estos cuatro articulistas analizan la irrupción de prácticas artísticas en el espacio público bien sea desde la fotografía, el teatro, el vídeo, el canto o el montaje visual.

Finalmente, cuando Jesús Martín afirma que Colombia “ha ido cayendo en la imposibilidad de valorar la experiencia de memoria de las gentes del común de esa disciplina que es la historia” (p. 242), prosigue el diálogo con Marta Elena Bravo de Hermelin quien, respecto de la obra de Débora Arango, introduce la noción fundamental de “relato plástico de nación” (p. 64). Marta Elena nos presenta a la artista como un testigo de su tiempo, demostrando, de paso, cómo el arte acompaña el recuerdo. Este valor de crónica y de testimonio (es decir de historia) es subrayado por Alberto Sierra y Julián Posada, quienes presentan a Beatriz González como una cronista y recuerdan que, desde 1948, existe un “vínculo indisoluble” (p. 70) de los artistas colombianos con los acontecimientos del país. Y cuando Jesús Martín nos habla de la “compleja reconciliación que desterritorializa a la guerrilla” (p. 237), le contesta a Fernando Grizález, quien presenta testimonios de guerreros que cuentan, con sus propias palabras e imágenes, la geografía y la topografía colombianas. En efecto, en momento de hacer las paces, es indispensable que estos guerreros relaten “su experiencia de la guerra en esos territorios ahora desterritorializados para ellos y reterritorializados para otros” (p. 210). El diálogo entre los dos autores prosigue cuando Fernando nos habla de “la necesidad reconciliadora de contar, retomar, volver a comprender y comunicar lo indecible” (p. 213), a lo cual Jesús le contesta, casi como si estuviera mirando al mismo tiempo las obras de la colección La guerra que no hemos visto, analizadas por Fernando, que informar es dar forma y refigurar.

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El coro constituido por las diversas voces y experiencias que participan en esta publicación comprueba que no existe una memoria única del conflicto y que los trabajos de la memoria son plurales, por lo cual resulta más adecuado hablar de memorias y, por consiguiente, de paces. Respecto de los artistas o prácticas culturales alternativas que analizan los autores, podrían todos suscribir a la definición (que nos parece fundamental para el conjunto del libro) dada por Alfredo Gómez respecto de la obra de Mario Opazo, como una “concepción general del arte que no disocia lo estético de lo ético” (p. 125). Este aspecto ético se convierte en práctica con la reconquista del espacio público que opera el arte colombiano desde hace unos años, con lo cual se convierte también en una propuesta para desmovilizar los espíritus y volver a habitar la cotidianidad.

Finalmente, merced a los muchos artistas aquí convocados, este libro quiere ser un reconocimiento, hasta un himno, a las capacidades y a los recursos que tiene el ser humano para transformar condiciones adversas. Los innumerables colectivos de víctimas del conflicto y gran parte de la sociedad colombiana constituyen una prueba fehaciente de ello.

Hagamos las paces

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