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Introducción LA PAZ: EL COMPROMISO MAGNO DEL ARTE COLOMBIANO ACTUAL

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Marie Estripeaut-Bourjac1

Para dos loros del pueblo de Barú (Bolívar) que repetían “Guerra y Pa”, incapaces de completar la palabra ‘paz’2.

Este libro se inscribe en la dinámica de una nueva línea en el campo de los Estudios latinoamericanos interesada en las relaciones entre prácticas estéticas y prácticas sociales, particularmente en casos de conflictos armados3. Por esta razón, la experiencia de violencia política y social de la parte hispanohablante del continente americano se revela valiosísima para la construcción de una memoria común de la inhumanidad. Pensamos, por lo mismo, que, a partir de la experiencia colombiana, se pueden “aportar elementos de reflexión nuevos en vista de una renovación de la temática teórica general de las relaciones entre arte y política” (Gómez, 2010, p. 2). La presente publicación se inscribe, así, en esta nueva dinámica de estudios, contribuyendo a la temática de la relación de las prácticas artísticas con la sociedad y la política.

Debido a la continuidad y persistencia en el tiempo del fenómeno aquí abordado, este libro no pretende, ni mucho menos, agotar el tema. Así, si tomamos el caso de la literatura, es innegable que, en Colombia, dar cuenta de la violencia secular y endémica que la asola forma parte de su tradición literaria. Al respecto, hace ya unos años, Karl Kohut opinaba que, si hubiese que establecer una diferencia entre la literatura colombiana y la de los demás países del continente, muchos dirían que se trata de la presencia de la violencia (1994, p. 11).

No se trata tampoco de establecer una continuidad en la historia de la cultura de la violencia. Esto ya lo hizo el sonado catálogo de la exposición Arte y violencia en Colombia desde 1948, realizada en 1999 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, dando cuenta de cómo el arte colombiano ha retranscrito la violencia desde 1948 hasta 1999: “[…] toda esta exposición es un documento irrefutable de lo sucedido en nuestro país desde 1948” (Medina, 1999, p. 100). Allí se demuestra también cómo toda una generación de artistas y de intelectuales se dedicó a edificar una memoria contra la impunidad y la amnesia.

Es irrefragable el impacto producido por el conjunto de obras de la mencionada exposición, ya que, si una obra constituye un signo, una muestra colectiva tiene la fuerza de la evidencia. Esta sucesión de cuerpos martirizados nos trae a la mente los escritos de Jorge Zalamea (1978), quien le dio al arte un papel de testimonio, pero también nos revela el desconcierto y la sensación de impotencia que debieron de experimentar durante decenios tanto los artistas como la sociedad en su conjunto ante tantas vidas sacrificadas.

Por esta razón y por algunos factores coyunturales que veremos más adelante, la presente publicación propone un acercamiento diferente a la actual producción artística colombiana y, en vez de hablar del arte solo en términos de violencia, lo hará pensando en la paz, es decir, dejando entrever o proponiendo una sociedad cuyas relaciones entre los seres no se basen en el enfrentamiento y el odio. En efecto, los artistas y las iniciativas aquí convocados, si bien se inscriben en la continuidad de la exposición de 1999 y no dejan borrar el camino abierto por el arte en tanto que testimonio, también plantean el arte como espacio de libertad para actuar e imaginar propuestas de otras construcciones simbólicas y modalidades de convivencia, es decir, como una forma particular de hacer las paces. La denuncia que conllevan las prácticas artísticas aquí abordadas se abre así sobre un horizonte esperanzador, indudable signo de los tiempos actuales y de la voluntad de una nación de construir un proyecto de paz que pueda plasmarse en la vida cotidiana y cuestionar la incorporación social e individual de la guerra en el diario vivir de los colombianos.

Hagamos las paces

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