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4. Memoria performativa, arte y esperanza

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Es de notar, por lo demás, que tanto los artistas como las prácticas llamadas “populares” apelan a una modalidad de la memoria que se caracteriza por ser espontánea, efímera y, por lo tanto, de difícil estudio, ya que se concibe para una participación directa y se produce en el momento mismo, bien sea en ceremonias de conmemoración, en cementerios, en adopciones o en marchas y plantones. Estas prácticas performativas son, sin embargo, “formas decisivas de hacer memoria” (CNRR, p. 235), ya que “antes que representar al pasado, lo incorporan performativamente” (CNRR, p. 19). En efecto, en esta relevancia otorgada a lo efímero y a lo que se produce en el instante compartido, se logra entre todos los participantes hacer vibrar al unísono el pasado.

En estas performances de la memoria, se busca escenificar públicamente el dolor para colectivizarlo y socializarlo, reinstalando así el sufrimiento de otros en la esfera pública. De esta forma, se comparten las memorias individuales y se condensan en torno a elementos que funcionan como puntos nodales, como lo son los lugares asociados a determinados acontecimientos: plazas, parques, caseríos y veredas, que se vuelven a situar en su historia, como en las pinturas de La guerra que no hemos visto, por ejemplo. Por su parte, la fotografía, arte del instante, rescata del olvido grafitis o sepulturas que van desapareciendo en el agua, como en algunas fotos de Bravo, haciéndole eco a este pensamiento de Muñoz según el cual: “[…] vidas humanas […] van flotando en los limbos del olvido que —mediante el acto de memoria— se vuelven a situar en su contexto histórico” (Muñoz cit. por Alloa, 2014, p. 62).

Este uso de lo efímero e irrepetible apela a las emociones compartidas, pero responde también a un doble movimiento: favorece la resiliencia y provoca el pensamiento, cumpliendo plenamente con una de las funciones del arte, tal como lo presentó Bourdieu: “[…] la estética tiene algo que ver con la ética» (2013, p. 14). El arte colombiano actual cumple esta función ética cabalmente, en la medida en que ha sabido abrir, entre tanto sufrimiento, un camino a la compasión y a la esperanza.

Bien es cierto que la multiplicidad asombrosa de iniciativas alrededor de la memoria que se valen del arte y que provienen de diversos sectores en Colombia7 puede incitar el temor a la fragmentación o a una dilución de su impacto. Con todo, no se puede olvidar que dicha fragmentación expresa también la diversidad de la sociedad y de la nación colombiana y, de alguna forma, contribuye a construir una idea de colectividad. En efecto, dice Todorov, para que las injusticias del pasado sirvan para luchar contra las del presente “[…] es necesario evitar que los hechos permanezcan como singulares e incomparables. La colectividad puede sacar provecho de la experiencia individual únicamente si reconoce lo que ésta tiene en común con otras experiencias” (cit. en CNRR, p. 240).

Volvemos a encontrar este aspecto esperanzador portado por el arte colombiano actual cuando vemos que no hace sino continuar, con las técnicas de ahora, un camino abierto por Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara, Juan Antonio Roda, Débora Arango, Carlos Correa y tantos otros. Esta continuidad se dobla de otra, generacional, con Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad, movimiento conformado por los hijos de militantes asesinados en los años ochenta, que convidan a otras generaciones “porque hijos somos todos” y que hacen memoria mediante la ocupación de espacios públicos con performances y prácticas artísticas (murales, grafitis, instalaciones, vídeos, marchas, peregrinaciones). Ellos reivindican:

[…] la incumbencia de la memoria para la sociedad en su conjunto […], la idea de la memoria como problema de la victimización es algo que reformulamos, esos derechos no son solo asuntos de las víctimas, sino de la ciudadanía en general, la posibilidad de asumir esos derechos es para formular procesos de transformación social. (CNRR, p. 209)

Pregonan así que la transformación social necesariamente tendrá que pasar por el advenimiento de nuevos imaginarios y representaciones: “[…] de la misma manera que las grandes revoluciones religiosas, una revolución simbólica trastorna las estructuras cognitivas y, a veces en cierta medida, unas estructuras sociales” (Bourdieu, 2013, p. 14). Podemos añadir que una construcción siempre conlleva algo positivo, más aún en este caso, porque se trata de la reconstrucción de una ética y de una cultura política.

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