Читать книгу Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella - Страница 10
Capítulo 6
ОглавлениеESA misma noche, Audrey descubrió que Peyton sabía escuchar y aprendía pronto.
Después de la cena, fue con Simon y su hija a la terraza cubierta que había en la parte de atrás de la casa, para darle un par de lecciones a la niña acerca de cómo hacer que el perro se comportase bien.
Peyton consiguió enseguida que Tink acudiese cuando lo llamaba, que se tumbase y que se quedase así unos segundos. Y el animal casi había entendido que le tenía que dar permiso antes de subirse a su regazo o lamerle.
—Muy bien —comentó Audrey.
—Papá dice que no es un perro listo, pero yo sé que sí lo es —dijo la niña.
Simon, que estaba en el otro extremo del patio, con una copa en la mano, observándolas, miró a Audrey a los ojos y sacudió la cabeza.
Ella sonrió, no pudo contenerse.
—Ahora —le dijo a Peyton—. Vamos a hablar de esta noche. ¿Suele dormir Tink contigo?
Peyton asintió.
—En mi cama. Le gusta mucho. A la señora Bee, no, pero… —miró a su padre con preocupación.
—La señora Bee sabe que duerme en tu cama, Peyton —le dijo su padre.
La niña sonrió.
—Así que quieres que duerma contigo. Eso está bien. Sólo tienes que asegurarte de que salga a hacer sus necesidades antes de acostaros. Dile que tiene que salir, y lo hará. Y haz que espere a que le invites antes de que salte a tu cama… Luego, se levanta temprano. Sobre las seis. Y tiene que volver a salir, y correr. ¿Tú te levantas tan pronto?
Peyton negó con la cabeza.
—Yo estaré despierto —dijo Simon—. Lo dejaré salir. ¿Y luego?
—Yo me lo llevaré a correr —dijo Audrey.
—¿Y yo? ¿Puedo ir yo a correr con él? —quiso saber Peyton.
—No creo que puedas correr tan rápidamente como él, pero estaría bien que tú también le hicieses hacer ejercicio. Mañana por la mañana hablaremos de eso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Tink lamió a la niña y la hizo reír. Peyton miró a Audrey como si le hubiese llevado la luna o algo así.
Y eso le hizo pensar en Andie, y en la época en la que su hija pensaba que era una madre increíble. Le preocupó que no volviese a pensarlo nunca más.
Simon pensó que Audrey era estupenda con su hija. Y que había sido milagrosa con el perro, hasta el momento.
Peyton estaba encantada de tener una amiga, y a alguien a quien también le gustase el perro, en la casa. Y la señora Bee no se había quejado de Tink desde que Audrey estaba allí.
Simon estaba contento. Muy contento.
Sólo le hubiese gustado saber por qué ella parecía tan angustiada cuando hablaba de él y de Peyton, y por qué no vivía con su hija.
Además, le había gritado esa mañana, y ella había hecho el trabajo de tres hombres en el jardín. Casi no podía ni andar y tenía pensado levantarse al amanecer para ir a correr con el perro.
No podía permitirlo.
Se merecía un descanso, y una disculpa.
Dejó a Peyton y a Audrey en la terraza, con el perro, y fue a la cocina.
La señora Bee se lo encontró allí, hablando por teléfono con Natasha Warren, la dueña de un balneario al que solía ir mucho.
—Estaba pensando en un masaje de noventa minutos —le dijo.
—¿De noventa minutos? —preguntó ella, sorprendida.
—Está hecha polvo —le explicó. Oyó reír a Natasha y notó que la señora Bee lo miraba escandalizada—. ¡No pienses mal!
—Si tú lo dices —contestó Natasha.
—Ha trabajado demasiado.
—¿Demasiado? Debe de haber alguna postura que no conozco, aunque pensaba que las conocía todas…
—Vaya. Quiero decir que ha trabajado en el jardín, nada más.
Simon juró, y Natasha rió todavía más.
—Noventa minutos de masaje —añadió—. ¿Algo más?
—No lo sé. ¿Qué les gusta a las mujeres últimamente?
—Si Simon Collier no sabe lo que le gusta a una mujer, es que tenemos un problema —ronroneó Natasha.
—Me refiero a qué les gusta de tu balneario —le explicó él, que estaba empezando a perder la paciencia.
—Está bien. Si ha estado trabajando en el jardín, estoy segura de que necesita una manicura, aunque no le durará nada si sigue haciendo ese tipo de trabajo. ¿Qué tal un corte de pelo y unas mechas?
—Deja su pelo tranquilo. Es perfecto —dijo él, y vio que la señora Bee volvía a mirarlo.
Pero a él le daba igual.
¿Acaso no podía gustarle su pelo?
No quería que nadie tocase los sensuales rizos de Audrey, salvo él. Le gustaban tal y como eran, naturales, libres, bailando alrededor de su cara.
No era un delito que le gustasen los rizos de una mujer.
—Está bien, le dejaré elegir entre manicura, pedicura o tratamiento facial. ¿Qué te parece? —sugirió Natasha.
—Me parece estupendo. La mandaré en un coche —para asegurarse de que iba y porque quería mimarla de verdad—. Se levanta temprano. ¿Qué tal a las siete y media? ¿Es posible?
—Para ti, todo es posible. Pero sólo para ti.
Simon le dio las gracias y colgó. La señora Bee estaba esperándolo.
—Sabía que te gustaba —lo acusó.
—Me gusta su pelo, ¿de acuerdo? Tiene un pelo precioso —se defendió Simon.
—Claro que sí. ¿Has averiguado qué ha hecho para terminar aquí, viviendo encima de tu garaje y jugando a ser la niñera del perro?
—No. ¿Y tú? —le preguntó, porque estaba seguro de que lo había intentado, ya que a la señora Bee le gustaba saberlo todo de todo el mundo.
—Todavía no. Actúa como si me tuviese miedo…
—Me pregunto por qué —replicó Simon. La mayoría de sus empleados sentían terror por la señora Bee, y ella lo sabía y disfrutaba con ello.
—No le he hecho nada —dijo el ama de llaves—. De hecho, creo que le da miedo que se me acerque el perro y me moleste. Y tengo que decir que, de eso, me alegro. Pero dado que el perro casi siempre está con ella, no he visto demasiado a tu nueva em-ple-a-da.
—Soy consciente de que trabaja para mí.
—Y de que tiene un pelo perfecto —comentó la señora Bee mientras salía de la cocina.
Simon se quedó mirando por la ventana de la cocina a Peyton, Tink y Audrey.
Seguro que podía resistirse a algo tan simple como un pelo perfecto.
A Simon no le alegró oír el despertador a las cinco cuarenta y cinco de la mañana siguiente, pero se puso ropa de deporte y estaba en la habitación de Peyton poco después de las seis.
Se quedó viendo cómo dormía desde la puerta.
El perro levantó la cabeza y frunció el ceño al ver a Simon entrar, gruñó y volvió a bajar la cabeza, como para decirle que no pensaba salir de la cama tan temprano.
Simon juró entre dientes y se preguntó qué debía hacer. ¿Esperar a que el perro decidiese levantarse?
—Tienes suerte de que Peyton te adore —le dijo al animal, que se había estirado, como si fuese a levantarse pronto.
«Estoy hablando con el perro», pensó Simon.
—Yo estoy levantado. Y seguro que Audrey también, así que tú vas a levantarte. Venga.
Tink bajó de la cama a regañadientes y se puso a su lado.
—Venga, vamos fuera.
El perro lo siguió escaleras abajo y ambos salieron por la puerta de la cocina. Tink hizo sus necesidades enseguida y luego miró hacia las escaleras del garaje que llevaban al apartamento de Audrey.
—Sí, lo sé. Las dos piensan que eres estupendo, ¿verdad?
Simon tomó una correa del garaje y siguió a Tink escaleras arriba. Ella abrió la puerta antes de que llegasen. Llevaba puesta una camiseta ancha y unos bonitos pantalones de ciclista cortos, aunque no se le veía nada, porque la camiseta era demasiado ancha y larga.
Iba con la cara lavada, el pelo más salvaje de lo habitual, pero tan mono como siempre. Estaba adormilada, dulce, tentadora…
Y Simon pensó que, si fuese suya, no se levantarían tan pronto por las mañanas.
—¿Tuvisteis algún problema anoche? —le preguntó Audrey.
—Ninguno. Salvo que cuando he ido a despertarlo hace un minuto, no quería levantarse.
Audrey se inclinó y saludó al animal, preguntándole si era un buen chico y diciéndole que había oído que sí. Luego se incorporó y miró a Simon, que iba vestido con ropa de deporte.
—¿Vas a venir a correr con nosotros?
—No, voy a ir yo con el perro, y tú vas a tomarte el día libre.
Ella lo miró con preocupación. ¿Cómo era posible que le preocupase la idea de tomarse el día libre? Las mujeres eran muy extrañas a veces.
—Ayer hiciste demasiado ejercicio. Seguro que esta mañana te duele todo, así que no hace falta que saques al perro a correr…
—Puedo hacerlo —insistió ella.
—Estoy seguro de que sí —rió él. Audrey parecía sentirse insultada y él lo único que quería era disculparse—. Te estoy diciendo que no tienes que hacerlo, no quiero que lo hagas.
—Pero, es mi trabajo…
—Lo sé, pero no soy un negrero, en contra de lo que hayas podido oír decir de mí. Audrey, estoy intentando disculparme. Ayer por la mañana perdí los nervios, te grité…
—Y yo a ti —le recordó ella.
—Ya lo sé. Estaba allí.
Y ella pareció otra vez preocupada.
Simon se maldijo.
No quería que le tuviese miedo.
No quería que tuviese miedo de nada.
—No quiero que trabajes tan duro y no quiero que hagas nada hoy. Va a venir un coche a recogerte para llevarte…
—¿Un coche? —repitió ella, completamente devastada.
—Un conductor con un coche, que va a llegar exactamente dentro de… —se miró el reloj— cuarenta y siete minutos para llevarte a Morton’s.
—¿A Morton’s? —preguntó Audrey, y la cara se le iluminó.
Simon sintió por fin que había hecho algo bien.
—¿Lo conoces?
Ella asintió.
—Bien, pues vas a ir a que te mimen un poco.
—No puedes hacer algo así.
Simon rió.
—Claro que puedo. Ya lo he hecho. Todo está planeado.
—Pero… no.
¿Acaso no lo entendía aquella mujer? Nadie discutía con él, salvo la señora Bee.
—¿Por qué no?
—Porque, Simon, eres mi jefe.
—Sí.
—No me parece… apropiado.
—¿Por qué no?
—Porque eres mi jefe —repitió Audrey.
—Y tú has hecho grandes progresos con el perro. De hecho, es sorprendente. No podría estar más contento. Hasta me gustan los árboles podados. Y perdí la compostura. No debiste echar el mantillo tú sola… Por eso quiero agradecértelo y disculparme al mismo tiempo, ¿de acuerdo?
—No me parece… bien que me mandes a un balneario.
—¿Por qué no?
—Porque no me parece el tipo de regalo que un jefe le hace a su empleada.
—¿Por qué no? —a él le parecía una buena manera de pedirle perdón.
Se quedó mirándola fijamente, en principio, sólo para averiguar qué le pasaba, pero pronto se distrajo pensando lo guapa que estaba.
Lo tentadora.
Lo atractiva.
Ella frunció el ceño. Y Simon se dio cuenta de que la había enfadado.
—Simon, si estás pensando en…, en…
—¿Sí?
—En que puede haber algo más entre nosotros… —continuó ella, ruborizándose.
Él pensó en lo mucho que deseaba que hubiese algo más entre ellos, en lo mucho que le hubiese gustado que el perro desapareciese y meterla en su apartamento, cerrar la puerta tras de ellos, quitarle la ropa y llevársela a la cama.
Pero no podía decírselo.
Al menos, no debía decírselo.
No solía tontear con sus empleadas. Ya se había sentido tentado antes, pero siempre se había resistido.
Aunque nunca había deseado tanto romper aquella norma.
El perro gimió. Y Simon lo odió en ese momento.
Pero Audrey parecía realmente asustada, triste y vulnerable. Y él no quería complicarle más la vida.
—Audrey —le dijo sin mirarla más, mirando a la pared, al sofá, a la cocina—. Lo hago siempre.
Ella abrió la boca, pero no dijo nada.
Y él pensó en lo que acababa de decir.
—Me refiero a Morton’s —le explicó, intentando comportarse como si no hubiese pasado nada—. Tengo una cuenta allí. Mando a mis empleados a menudo. Ya sabes, grito más de lo que debería, y estoy intentando corregirme, pero hasta que lo consiga, al menos intento disculparme después. Y, por el momento, a todas mis empleadas les ha gustado que lo haga mandándolas a Morton’s.
Ella parecía confundida, incrédula.
—¿De verdad? —preguntó, esperanzada.
Él asintió.
—Todo está planeado. Te están esperando. Tienes cuarenta y cinco minutos antes de que llegue el coche. Disfruta del día.
Simon intentó marcharse justo después de decir aquello, pero el perro no se movió. Se quedó en la puerta, lloriqueando y mirando a Audrey como si no soportase separarse de ella.
—Serán sólo unas horas —le dijo Simon—. Volverá.
Y si los perros eran capaces de hacer pucheros, ése hizo uno.
—Por Dios. Si quieres ir a correr esta mañana, ven conmigo. Si no, vámonos los dos a dormir.
—Vete, Tink —le dijo Audrey—. Ve con Simon. Corre.
«Corre» pareció ser la palabra mágica, porque el perro bajó las escaleras y salió corriendo. Simon se preguntó cuántos kilómetros tendría que correr para olvidarse de todo lo que quería hacer con Audrey, pero dudó ser capaz de correr tanto.
Si Audrey hubiese sido Cenicienta, en su versión habría preferido ir a Morton’s en vez de a un ridículo baile.
En vez del cochero y los corceles blancos fue a recogerla un chófer con un coche, lo que le pareció bien, aquello le permitía seguir soñando.
Porque tenía que estar soñando.
Lo que significaba que, en realidad, no había acusado a Simon de intentar comprarla con un día en un balneario. ¡No podía haber hecho algo así!
Gimió, confundida, y se sentó en el asiento trasero del coche. Llegó a Morton’s, que parecía cerrado, y cuando estaba empezando a preocuparle el poder despertarse del sueño, vio cómo se abría la puerta y la recibía una mujer muy sonriente.
—Señora Graham. Bienvenida —le dijo—. Soy Natasha Warren, la dueña. Le prometí a Simon que la trataría muy bien.
La condujo a una habitación en la que se respiraba serenidad, en tonos crema, el lugar perfecto.
—Simon ha sugerido que empezásemos con un masaje y, después, ¿qué prefiere: manicura, pedicura, un tratamiento facial?
Audrey cerró los ojos y deseó poder disfrutar todo aquello antes de despertar del sueño.
—Tratamiento facial, por favor. He pasado demasiado tiempo al sol.
Aunque en esos momentos lo único que le preocupaba era conservar su trabajo y que su hija dejase de odiarla. Pero iba a relajarse y a disfrutar.
Oyó a Natasha haciendo sonidos de preocupación acerca de sus manos mientras las cubría de crema. Luego empezó a masajearle la cabeza, el cuello y los hombros.
Y ella no hizo nada más que girarse cuando se lo pedía y gemir de felicidad de vez en cuando.
Era la primera vez que alguien se ocupaba de ella, ya que, en su vida, siempre había sido al contrario.
Se quedó adormilada, demasiado relajada para pensar. Cuando el masaje hubo terminado, pensó que las piernas no iban a poder sujetarla.
—¿Bien? —le preguntó Natasha.
Audrey abrió los ojos, parpadeó y volvió poco a poco al presente.
—Muy bien.
Tenía que estar soñando. Aquello no podía ser verdad.
Natasha rió y dijo:
—No se lo digas a Simon, pero yo creo que algunas de sus mujeres intentan provocarlo para que les grite y luego las mande aquí.
—¿Las mujeres de Simon? —preguntó Audrey. Ella no era una de sus mujeres.
—Las mujeres que trabajan para él —puntualizó Natasha—. Yo siempre bromeo con él y le digo que voy a crear unos paquetes especiales para sus empleadas.
Audrey se dijo que, después de todo, tal vez no estuviese soñando.
—¿Hace esto con frecuencia?
Natasha se encogió de hombros de manera elegante.
—Debería ser suyo el negocio, de todo el trabajo que me manda.
—Así que… —Audrey pensó que no había nada de especial en que la hubiese mandado allí. Simon era así.
Y ella lo había acusado de querer algo más.
—¡Oh, no! —dijo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—No —repitió Audrey.
¿Cómo podía haberle dicho algo así? ¿Cómo podía haberlo pensado?
Que ella pensase que Simon era atractivo no quería decir que él opinase lo mismo de ella.
De camino a casa de Simon, no consiguió dejar de darle vueltas al tema. El coche se detuvo y el conductor le abrió la puerta, y ella tuvo que bajar, porque no tenía elección, sólo con la esperanza de que Simon no estuviera esperándola.
—Que se divierta, señora Graham —le dijo el conductor.
—Sí, gracias —susurró ella con tristeza.
Se quedó en el camino. Le había parecido oír unas pisadas fuertes, decididas, masculinas, detrás de ella.
Y cuando abrió los ojos lo vio justo enfrente.
—¿No te ha gustado? —le preguntó él.
—Simon… —gimió ella.
—¿Qué pasa? —le preguntó él, agarrándola por ambos brazos, preocupado—. ¿Qué ocurre?
Ella cerró los ojos, bajó la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Natasha me ha dicho que lo haces a menudo, con mucha gente.
Él le levantó la cabeza poniéndole un dedo debajo de la barbilla.
—¿Y?
Ella abrió los ojos, pero no lo miró a él, sino al cielo azul que se extendía por encima de su hombro derecho.
—Por favor, dime…
—¿El qué?
—Dime que no te he acusado de querer ligar conmigo, ni de querer comprar mi cariño mandándome a Morton’s…
—¿Quieres que te diga que no lo has hecho?
—Sí, por favor.
—Está bien, no lo has hecho —dijo él.
Audrey apartó la mirada, no quería verlo así, así de agradable, ni quería preguntarse por qué había cambiado de actitud desde que lo conoció.
Pero lo había acusado de algo de manera injusta, y no podía olvidarlo. Y, sobre todo, no podía abrazarlo.
—Lo siento mucho —dijo.
—¿Por qué? —preguntó él, confundido.
—Porque no estabas intentando ligar conmigo. Ni siquiera se te había ocurrido. Sólo estabas siendo… tú. No significaba nada más.
En especial, no significaba que la desease. Aunque a ella no le molestase la idea.
Pero él no la deseaba.
De todas maneras, con los problemas que había tenido con los hombres el año anterior, tenía suficiente para toda la vida.
—Quería que pasases un buen día —dijo él—. Y quiero que no trabajes tan duro de aquí en adelante. Y quería pedirte perdón.
—Lo sé. Gracias. Ha sido un día estupendo. Estupendo.
—Bueno, me alegro —dijo él, que seguía estando demasiado cerca y se aproximó un poco más mientras hablaba—. Y tal vez no debería decir nada más, dado que era un tema que te preocupaba, o tal vez sí debería decirlo, dado que estabas tan preocupada. O tal vez debería decirlo sólo porque quiero decirlo…
—¿Decir el qué? —inquirió Audrey con cautela.
—Lo siento, Audrey, de verdad. Siento si esto hace que las cosas sean todavía más difíciles para ti. Sé que no debería hacerlo. E intentado no hacerlo, de verdad. Pero si esta mañana has pensado que yo deseaba que hubiese algo más entre nosotros…
«Oh, no».
Su nariz le acarició el pelo y su aliento le calentó el oído.
—Tenías razón.