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Capítulo 2

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ASÍ que la gente también hablaba de Simon Collier, y era evidente que a él no le gustaba. Audrey pensó en decirle que lo comprendía y que no haría caso de las habladurías.

Pero en el poco tiempo que había estado con él se había dado cuenta de que era cierto que a ninguna mujer le sería fácil convivir con él. Era evidente que era exigente, perfeccionista, que, de niño, debía de haber sido de los que no jugaban bien con los demás.

Tampoco con las mujeres.

Por supuesto que no. Era él quien tenía todo el poder, y ellas, nada.

Audrey ya había estado en una relación así, y había terminado mal.

Pero en ese caso se trataba de él y de la señora Bee.

—Me alegro por vosotros —comentó.

Él sonrió.

—Llevamos juntos diez años. Nuestra relación ha durado mucho más que mi matrimonio. Es ordenada, cuidadosa. Lleva mi casa como una máquina. Todo lo que hay entre estas paredes es su dominio. No tienes que interferir en su trabajo, ni molestarla, porque no puedo imaginarme vivir sin ella.

—Está bien.

¿Qué era entonces lo que tenía que hacer?

—Por desgracia, la señora Bee odia al perro, todavía más que yo, si es que eso es posible.

—Ah —Audrey comprendió.

—Ha amenazado con marcharse si no me deshago de él. Y tengo que confesarte que he pensado en decirle a Peyton que se había escapado, o que lo había atropellado un coche, pero entonces lloraría, y odio ver llorar a mi hija. Pero, al mismo tiempo, me niego a vivir sin la señora Bee.

—Lo entiendo.

—Le prometí que encontraría a alguien que se ocupase del perro. Es la única manera de que se quede. Y ahí es donde entras tú en acción. Tienes que asegurarte de que el perro no moleste a la señora Bee, por eso necesito a alguien que viva aquí.

Llegaron al garaje y él la condujo hasta unas escaleras que había en el lateral del edificio que llevaban al segundo piso, y a una puerta que él abrió antes de retroceder para dejarla pasar.

Era un lugar abierto, en forma de L, amueblado con muy buen gusto. Un salón y una pequeña zona de comedor con cocina que, sin duda alguna, habían sido visitados recientemente por la señora Bee, porque estaban impolutos. Los suelos de madera brillaban, igual que las encimeras y los electrodomésticos.

Las paredes estaban pintadas en tono crema y había muchas ventanas, con vistas al jardín.

Audrey asomó la cabeza por la puerta que había enfrente de la cocina y descubrió un dormitorio y un bonito cuarto de baño.

—Los anteriores dueños tenían un hijo que estaba en la universidad y que vivía aquí —comentó Simon—. Espero que te parezca aceptable.

—Es perfecto.

Mucho más de lo que ella habría podido permitirse, dada su falta de experiencia o formación profesional.

—Entonces, ¿puedes arreglar el jardín, encargarte del perro y evitar que moleste a la señora Bee?

—Seguro que sí.

—Excelente —le dijo cuál sería su sueldo, que era más que justo, dado que iba a vivir allí—. ¿Cuándo puedes empezar?

—¿Cuándo quieres que empiece?

—Supongo que no puedes empezar ahora mismo, dado que necesitarás algo de tiempo para traer todas tus cosas aquí. ¿Qué tal mañana?

—¿No quiere referencias ni un currículum…?

Él negó con la cabeza.

—Marion responde por ti. Y eso es todo lo que necesito.

Audrey asintió.

—¿Te ha dicho…? Quiero decir, que deberías saber…

—Estabas perdida, tenías algunos problemas y querías volver a empezar, ¿no? Y ella te acogió durante una temporada.

—Sí.

Era evidente que conocía bien a Marion.

—¿Te han detenido alguna vez?

—No.

—Marion no te dejaría estar en su casa si no fueses limpia y formal, así que con eso me basta. No necesito más detalles. Sólo quiero que alguien me solucione mis tres problemas. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

—Sí —contestó ella.

—Excelente —le tendió las llaves del apartamento, se dio la vuelta y se alejó sin dejar de hablar.

Audrey lo siguió.

—Tendrás que presentarte sola a la señora Bee. Está esperándote en la cocina. Ella te dará los detalles que necesitas —le dijo, y esperó a que cerrase la puerta con llave.

—Muchas gracias.

—No, gracias a ti. Vas a hacerme la vida mucho más fácil.

Audrey asintió.

—El perro llegará en cualquier momento. He contratado a una persona para que lo saque a pasear. Sí, ahí viene.

Audrey lo siguió escaleras abajo y esperó a que una joven con pantalones cortos y camiseta se acercase, casi arrastrada por lo que parecía un enorme perro de pelo largo, blanco y negro, que no era más que un cachorro, debía de tener seis meses.

A pesar de volver de su paseo matutino, daba la sensación de que el animal acababa de despertarse y estaba preparado para correr un maratón. Tenía la boca abierta, parecía que sonreía, y estaba contento.

Era precioso.

—Hola, señor Collier —dijo la joven, e intentó darle la correa del perro, pero él señaló hacia Audrey.

El perro movió la cola vigorosamente e hizo un sonido de alegría, se sentó en las patas traseras y levantó las delanteras para posarlas en los muslos de Audrey.

Simon Collier hizo una mueca.

—Lo siento —dijo, y luego se despidió de la chica.

Audrey sonrió y miró al perro a los ojos, luego, le hizo bajar las patas y se arrodilló delante de él.

—Hola, Tink.

El perro sonrió todavía más y le lamió la cara.

Simon hizo un sonido de asco.

—Vamos a ser amigos —le susurró Audrey al perro, esperando que fuese verdad. Su trabajo dependía de ello, al fin y al cabo, y el pobre cachorro no tenía amigos, salvo Peyton Collier.

Se levantó y el perro se quedó donde estaba, no saltó.

—Muy bien —le dijo Audrey.

—No vas a cambiar de idea, ¿verdad? —preguntó Simon.

El perro se dio la vuelta y se marchó.

—No, ¿pero por qué compraste un border collie?

—Porque a mi hija le encantó, y la mujer que nos lo vendió dijo que era un perro inteligente, aunque a mí todavía no me lo ha demostrado. ¿Por qué? ¿No es un buen perro?

—Es un perro que ha sido criado para pasarse el día corriendo detrás de las ovejas, sin cansarse —le informó Audrey.

—¿Me estás diciendo que tengo que comprarle un rebaño si quiero que esté contento?

Audrey se echó a reír.

—No, es sólo que es un animal con mucha energía, y por eso te parece tan destructivo. Debe de aburrirse mucho y necesita hacer algo.

Simon frunció el ceño.

—¿Y qué puede hacer, además de guardar el ganado?

—Ejercicio. Yo iré a correr con él todas las mañanas. Y tal vez también por las tardes, si es necesario. Así estará demasiado cansado para causarnos problemas.

—¿Eso es todo lo que necesita? ¿Estar demasiado cansado?

—Eso nos ayudará bastante. Y la buena noticia es que la mujer que os vendió el perro tenía razón, son animales muy inteligentes.

—Éste, no.

Audrey volvió a reír, acarició al animal, que volvió a ponerle las patas delanteras encima, incapaz de contener la emoción.

—Ves —dijo Simon.

Audrey lo empujó con cuidado y dijo:

—Tink, abajo.

El perro obedeció y se quedó mirándola, moviendo el rabo.

—Buen perro —añadió Audrey. Era una pena que no tuviese nada con lo que recompensarlo.

—No lo es.

—Bueno, en cualquier caso, es lo suficientemente inteligente para saber que no te gusta…

—Para eso no hay que ser un genio.

Audrey contuvo una sonrisa.

—Y, por el momento, ha sabido cómo llamar tu atención.

Simon la miró con incredulidad.

—Quiero decir que el perro siente la animadversión que existe entre ambos, y eso no está ayudando a solucionar el problema. ¿Qué tal si haces como si no te interesase pelear con él…?

—¿Quieres que me retire de la batalla? —preguntó Simon, de nuevo con incredulidad.

—Marion me ha dicho que detestas perder el tiempo. Y supongo que te has dado cuenta de que es una pérdida de tiempo intentar pelear con este perro. Es algo indigno de ti. ¿Por qué no vas a hacerte con el poder de un país, o algo así? ¿No te gustan más esos retos?

Él la miró sorprendido.

¿Estaría furioso?

Finalmente, dijo en tono altanero:

—Yo no dirijo ningún país.

Luego, se echó a reír, y Audrey volvió a respirar.

—Creo que lo vamos a pasar muy bien trabajando juntos, Audrey. Nos veremos el viernes por la noche, cuando vuelva a la ciudad.

Entró en el garaje, se metió en el Lexus negro y desapareció por el camino.

El perro empezó a gimotear para llamar la atención de Audrey.

«Maldita sea», pensó ella. ¿Dónde se había metido?

Simon no pudo apartar su imagen de la cabeza, a pesar de que se había tapado de los pies a la cabeza, lo que era una pena esconder un cuerpo así.

Sacó el teléfono mientras conducía y llamó a Marion.

—No me habías dicho que era impresionante.

—¿Desde cuándo necesitas que alguien te diga que una mujer es impresionante?

Simon juró entre dientes.

Y Marion rió.

—Todavía no me he recuperado de la última mujer que dejé entrar en mi vida.

—Créeme, eres el último tipo de hombre con el que Audrey Graham querría tener algo, lo que significa que no tienes nada de lo que preocuparte con ella.

—¿Y por qué no querría tener nada conmigo? Soy un partidazo.

Era rico. Rico, soltero y tenía menos de cuarenta años.

—Ya sabes que no me gusta hablar de los demás, Simon, pero te diré que Audrey acaba de deshacerse de un hombre muy parecido a ti, y no quiere repetir.

—¿Cómo que muy parecido a mí? ¿Qué quieres decir? Con buen carácter y muy sexy.

—Sí, en eso estaba pensando. Aunque tengo que decirte que estás de mejor humor que de costumbre. ¿Te encuentras bien?

—No te preocupes, estoy seguro de que se me pasará.

La idea de que alguien amaestrase al perro, hiciese feliz a Peyton, y a la señora Bee, le hacía estar más tranquilo.

¿O era el haber conocido a una mujer muy guapa, con buena actitud y a la que no le preocupaba enfrentarse a él lo que lo había puesto de tan buen humor?

No había muchas mujeres que se atreviesen.

O que pudiesen hacerle reír, como había hecho ella.

—Sólo necesito a alguien que se ocupe del perro y del jardín —dijo, tal vez para recordárselo a sí mismo, más que a Marion.

—Y la acabas de encontrar —añadió ella.

—No se te ocurra intentar emparejarme con ella, ¿de acuerdo?

—Ya te he dicho que ella tampoco quiere saber nada de hombres ahora mismo.

«Qué pena», pensó Simon.

Le gustaban las mujeres que no se sentían intimidadas por él, que escupían fuego de vez en cuando.

En especial, en la cama.

Audrey no podía creer que hubiese conseguido el trabajo. Y un lugar donde vivir, tan cerca de su hija.

Aquél sería el primer paso para volver a entrar en su vida.

Ni siquiera conocer a la señora Bee podría estropearle el día.

Y eso que la señora Bee era más fría que el viento del norte, bizca, muy delgada y estirada, y le gustaba dar órdenes todavía más que a su jefe.

Permitió la entrada a Audrey en su pulcra y tenebrosa cocina sólo el tiempo suficiente para que le diese su número de la seguridad social y para volver a reiterar el odio que sentía por el perro, y que esperaba que Audrey no causase más problemas ni a ella, ni al señor de la casa. Sobre todo los problemas que causaban las mujeres indignas cuando intentaban echarle el lazo a Simon Collier.

Audrey intentó asegurarle que no quería meterse en ningún tipo de problemas, aunque la señora Bee no pareció convencerse del todo.

Se sintió aliviada al salir de la cocina y se dijo que era una suerte no haber ido allí con la idea de hacer amigos.

Iba hacia el coche para marcharse cuando Tink, que había estado durmiendo bajo un árbol cercano, corrió hacia ella como si no quisiese quedarse allí solo con la señora Bee.

—Tengo que irme, pero volveré pronto. Y, luego, nos haremos amigos.

El perro gimió.

—Tengo que ir por mis cosas.

El animal gimió más.

—Lo siento, tengo que marcharme.

Tink empezó a ladrar como un loco.

Y ella no fue capaz de hacerlo callar.

La señora Bee apareció en la puerta trasera de la casa, con el ceño fruncido.

—Ah, todavía está aquí —dijo al ver a Audrey con expresión de disgusto—. ¿Va a hacer algo con esa cosa o va a ignorar su responsabilidad hasta que vuelva mañana? —le preguntó.

Audrey consiguió esbozar una sonrisa.

—Creo que voy a llevármelo a dar un paseo, tal vez algo más de ejercicio lo ayude a estar más tranquilo y a… hacerle a usted el día más agradable.

Si es que era posible que la señora Bee tuviese un día agradable.

A la señora Bee pareció sorprenderle su respuesta, resopló y cerró la puerta.

Audrey tomó aire, buscó la correa del perro en el garaje y salió con él de la propiedad.

Empezaron andando con rapidez y terminaron trotando. Y enseguida salieron de la zona en la que vivía Simon Collier y se adentraron en la que había vivido Audrey.

Al llegar a la que había sido la heladería favorita de su hija, no pudo correr más. Audrey se detuvo para recuperar la respiración y para que Tink bebiese agua.

El perro estaba tan contento que saltó sobre ella dos veces, y Audrey iba a regañarle cuando oyó una voz que le decía sorprendida:

—¿Mamá?

Ella se giró y allí estaba Andie, con un helado de chocolate en la mano, con expresión de no poder creer lo que estaba viendo. Estaba con Jake Elliott, uno de sus amigos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Andie en tono acusador.

Ella no supo cómo decírselo, a pesar de haber imaginado aquella conversación cientos de veces.

—He encontrado trabajo en Highland Park. Voy a vivir allí.

Andie parecía horrorizada. Se le dilataron las pupilas y los ojos se le llenaron de lágrimas, retrocedió.

—No puedes hacerme eso —susurró.

Jake se puso a su lado, para reconfortarla, y Audrey se alegró de que su hija tuviese a alguien en quien apoyarse, aunque también estuviese en contra suya.

—Pues ya está hecho.

—¿Cómo has podido? —preguntó Andie, sacudiendo la cabeza—. ¿No crees que ya has hecho suficiente para arruinarme la vida?

Audrey no supo qué decir, pero no tuvo que decir nada porque, en ese momento, Tink la salvó. Debía de haber sentido la tensión, y gruñó a Andie y a Jake.

—Tink, no —dijo ella.

El animal la miró y dejó de gruñir, pero se quedó a su lado por si lo necesitaba.

—¿Crees que puedes volver a mi vida así, sin más? —inquirió Andie.

No, sólo había pensado en estar cerca, por si en algún momento su hija la necesitaba.

—Sólo he sacado al perro a pasear, Andie. No tenía ni idea de que estuvieses aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Hacía dos meses que no te veía.

—¿Por qué has tenido que venir aquí, donde vivo yo? Bueno, pues no va a funcionar. Hagas lo que hagas, no funcionará —le advirtió Andie, y se marchó.

Tink ladró con todas sus fuerzas, contra el enemigo.

—No —intentó explicarle Audrey—. Es mi niña. Mi pequeña.

Y se quedó allí, viendo cómo Andie se metía en su coche y desaparecía. Luego, se dejó caer en un banco al lado de la heladería, temblando, con el perro apoyado en su regazo, gimiendo de nuevo, sin entender lo que le pasaba, pero queriendo serle de ayuda.

Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina

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