Читать книгу Cómo conquistar a un millonario - Dulce medicina - Marie Ferrarella - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеPARECES una monja vestida así!
Audrey Graham suspiró y se volvió hacia la que debía de ser la única amiga que le quedaba, Marion Givens, que tenía unos sesenta y pico, o setenta y pico años, y era su inspiración, quien más la animaba, su casera y, a partir de ese momento, su asesora laboral.
—Gracias, creo —contestó ella.
Se había tapado de pies a cabeza con un traje abrigado que a ella le había parecido estiloso.
—No era un piropo —replicó Marion—. Aunque, con esa cara, eres mucho más guapa que una monja. Pero si se te mira por la espalda…
Audrey frunció el ceño al ver su propio reflejo en el espejo.
Se había cortado la larga melena castaña hacía seis semanas porque necesitaba… estar diferente, diferente en todos los aspectos. Al estar más corto, el pelo también se le rizaba más, dado que no pesaba tanto, y se le ponía en la cara constantemente.
En ocasiones, le parecía que estaba mona. Esperaba no estar sexy.
Esa mañana no se había maquillado, sólo se había puesto un poco de brillo en los labios y máscara de pestañas, y parecía…
Audrey no sabía lo que parecía.
No era la Audrey de antes, eso era seguro.
Parecía más joven de lo que ella había imaginado, aunque ése tampoco había sido su objetivo.
Había esperado… volverse invisible, o algo parecido.
—He oído que la vida de las monjas es muy tranquila —comentó mientras tomaba el bolso y buscaba las llaves en él—. Y suena bien. Aunque, en estos momentos, estoy muerta de miedo. Hace casi veinte años que no hago una entrevista de trabajo.
Con diecinueve años había ido a buscar trabajo a un local en el que las camareras llevaban mucho escote y la falda corta, y donde recibían muy buenas propinas. Y se lo habían dado.
Ya casi tenía cuarenta e intentaba taparse lo máximo posible.
—No creo que la manera de hacer entrevistas haya cambiado mucho —dijo Marion, intentando tranquilizarla.
—¿Estás segura de que necesita a alguien? ¿No le habrás pedido que me haga un favor, o que haga una buena obra o algo así?
—Estoy segura. Está desesperado. Casi no podía ni hablar cuando me lo encontré en el restaurante. Y eso no es normal en él. Además, cielo, recuerda lo más importante: que vive en el lugar perfecto.
A sólo cinco manzanas de la casa de su hija que, en ese momento, la odiaba.
Para Audrey era un sueño poder estar tan cerca de Andie, ya que nunca habría podido permitírselo.
—Está bien, estoy lista —dijo, mirándose el reloj. Tenía que marcharse.
—Relájate —le recomendó Marion—. Respira. No es un ogro, ni un hombre brusco, sólo un poco acelerado. No le gusta perder el tiempo. No intentes darle palique, lo odia. Y no le des besos, también lo odia.
—¿Hay algo que le guste? —preguntó Audrey, todavía más nerviosa.
—La paz. Me dijo que necesitaba tranquilidad, y tú puedes darle eso. Tal vez el traje de monja no sea tan mala idea después de todo.
Audrey se aferró al volante como si fuese a enfrentarse a una muerte cercana.
A pesar de estar desesperada por ver a su hija, odiaba ir a aquel lado de la ciudad. De hecho, nunca iba allí. Le aterraba encontrarse con alguien conocido.
Bueno, pues tendría que superarlo.
Porque, en realidad, a su ex marido ya no le interesaba ser padre, aunque Andie estuviese viviendo con él. La pobre no tardaría en darse cuenta de que no podía contar con él desde hacía mucho tiempo, y entonces…
Tendría que volver con su madre, ¿no?
Con eso contaba ella.
Lo cierto era que el tiempo y la cercanía eran sus únicas esperanzas.
Tal vez Andie no la perdonase, pero necesitaría una madre, y ella pretendía estar lo más cerca posible cuando eso ocurriese.
Lo que significaba que tenía que conseguir el trabajo.
Giró en Maple Street y agarró el volante con tanta fuerza que le sorprendió que no se partiese en dos. Al entrar en su anterior barrio, se le aceleró el corazón.
«Respira», se recordó. «Ya no eres esa mujer, Audrey. Ya no estás tan dolida. Ni tan enfadada. Ni eres tan autodestructiva».
El corazón se le calmó un poco.
Después de diecinueve años siendo prudente y predecible, con un matrimonio relativamente bueno y una familia bastante feliz, lo había echado todo a perder en un ataque de ira y desconcierto el otoño anterior, cuando su marido las había abandonado.
Era como si aquellos diecinueve años no hubiesen valido nada, y ella era sólo la mujer en la que se había convertido durante aquellos crudos y dolorosos días y noches. Mientras que el hecho de que su marido las abandonase parecía del todo aceptable.
Cerró los ojos y respiró.
«Ya no eres esa mujer».
Al final de la manzana, giró y entró en la parte más antigua de Highland Park, y se dio cuenta de que Simon Collier vivía en la zona más lujosa del barrio, en la que las casas eran casi fincas.
Era impresionante.
La casa era una imponente estructura de piedra gris de tres pisos, con mucho terreno alrededor… un tanto descuidado en algunas partes.
Avanzó por el camino que llevaba hasta ella y aparcó fuera del garaje de dos pisos, para cuatro coches. Salió y se miró el reloj.
Justo a tiempo. Exactamente a las siete de la mañana se abrió la primera plaza de garaje y allí de pie, al lado de un reluciente Lexus negro convertible vio a un hombre vestido con un elegante traje negro, camisa blanca, corbata azul y zapatos impecables.
Simon Collier, supuso Audrey.
La forma en la que salió de la oscuridad del garaje, con la precisión de un mago, justo a las siete en punto, le dio un poco de miedo.
Ella sonrió un poco, a pesar de que tenía ganas de vomitar. Avanzó y se dijo que lo mejor sería imaginarse que era un importante cliente de su ex marido, que iba a cenar a casa, y que tenía que asegurarse de que estuviese cómodo y lo pasase bien.
Le tendió una mano muy cuidada, ya que la manicura era el último vicio que le quedaba y dijo:
—¿Señor Collier? Soy Audrey Graham. Encantada de conocerlo.
Él le dio la mano y la miró de manera aprobatoria, probablemente por su puntualidad y por no haberse puesto a parlotear nada más verlo.
Audrey todavía estaba intentando respirar con normalidad.
Sus ojos se ajustaron por fin de la luz del sol a las sombras del garaje y fue cuando se dio cuenta de que era un hombre muy guapo.
Iba muy bien vestido y arreglado, y le había dado la mano con fuerza y seguridad. Tenía el pelo moreno, todavía abundante y grueso, perfectamente peinado, los ojos oscuros y una sonrisa educada. Era elegante y muy masculino al mismo tiempo.
Y más joven de lo que ella había esperado. Y según se fue acostumbrando a la luz del garaje, más guapo y joven le pareció.
No había esperado algo así, dado el barrio en el que vivía, y el modo en que Marion había hablado de él, debía de tener mucho dinero. Ella se había imaginado a un hombre de unos sesenta años, calvo y gordo.
—Señora Graham, ha llegado justo a tiempo. Bien. Lo siento, pero tengo muy poco tiempo esta mañana, como casi todas las mañanas. Será mejor que vayamos directos al grano.
—Por supuesto.
—En estos momentos, tengo cuatro problemas en vida, Audrey. ¿Puedo llamarte Audrey?
—Por favor.
—Bien. Llámame Simon, por favor. Como te decía, tengo cuatro problemas. No me gustan los problemas y cuatro son demasiados.
—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió contestar a ella.
—No lo sientas. Espero que puedas resolver tres de esos cuatro problemas. ¿Eres consciente de que tendrás que vivir aquí?
—Sí.
—Excelente. Mi primer problema es el jardín. Marion me dijo que tenías el jardín más bonito de Mill Creek.
—Bueno… —¿qué podía decir?—. A la gente parecía gustarle.
—Marion me dio la dirección y pasé por allí ayer con el coche, para echarle un vistazo. Me pareció muy agradable. Ni demasiado recargado, ni demasiado… ordenado. Grande, frondoso, floreciendo incluso en esta época del año. ¿Podrías hacer algo parecido aquí?
—Por supuesto, pero quiero dejar claro que no tengo ninguna formación en jardinería…
—Eso no me importa —dijo él, señalando con una mano el jardín delantero y echando a andar, ella lo siguió—. Ya he contratado a tres paisajistas y no me ha gustado ninguna de sus ideas. Me han hecho perder mucho tiempo. ¿Fuiste tú quien planeó y plantó el jardín de tu anterior casa? ¿Lo mantuviste sola?
—Sí.
—Bien. Me gustaría algo parecido. Algo… normal. Normal y verde. Y quiero que trabajemos juntos del siguiente modo: no quiero que me molestes con detalles, quiero que seas tú quien resuelva los problemas según vayan surgiendo. Quiero un diseño, un presupuesto y que tú hagas todo lo demás. ¿Entendido?
—Sí —contestó ella, intentando no parecer asustada después de saber que había rechazado los servicios de tres paisajistas. Y con su manera de dar las órdenes.
No es que le hablase con malos modales, sino que daba por hecho que todas sus órdenes debían obedecerse.
Llegaron al jardín delantero y él se movió muy deprisa, casi sin hacer ruido, y ella intentó seguirlo y casi se cayó. Por suerte, Simon la agarró con firmeza por los brazos.
—Lo siento —le dijo, sonriéndole de manera exasperada, soltándola y retrocediendo inmediatamente.
Después de verlo tan de cerca, Audrey se dijo que, definitivamente, no era tan mayor. ¿Llegaría a los cuarenta?
Audrey lo miró, siendo consciente de sus treinta y nueve años, y volvió a desear todavía más que él hubiese tenido sesenta.
No iba a volver a hacerlo. No volvería a lanzarse a los brazos de otro hombre para olvidarse de sus problemas.
Él parecía casi tan desconcertado como ella y se quedó inmóvil un momento, como si hubiese perdido el hilo de las órdenes que le estaba dando.
—Lo siento —repitió—. Me ha dado miedo que te hicieses daño.
Simon bajó la vista hacia sus pies y vio un enorme agujero en el suelo.
—Éste es mi segundo problema.
—¿Un agujero en el suelo? —Audrey estaba perdida.
—Muchos, por todas partes. Ten mucho cuidado por aquí, no quiero que te rompas nada, como el último paisajista. Ahora quiere demandarme. Otra cosa para la que tampoco tengo tiempo.
—Ah —dijo Audrey—. Tendré cuidado. ¿Tiene algún problema con algún… animal?
—Tengo un perro que excava.
Audrey se esforzó por no reír.
¿Cómo era posible que un hombre como aquél no fuese capaz de controlar a un perro?
Él la miró como si supiese que tenía ganas de reír.
Audrey se puso todavía más seria y entonces vio, sorprendida, como era él quien sonreía, sacudía la cabeza y juraba algo ininteligible.
—Sí, ya lo sé, vencido por un perro. Soy consciente de que es ridículo. No obstante, éste es el estado en el que me encuentro. Yo desprecio al perro. Y el perro me desprecia a mí. Hace semanas que estamos en guerra y me está ganando. No sabes lo que me cuesta admitirlo…
—Sí, claro que sí.
Audrey se dio cuenta de que Simon estaba luchando por no volver a sonreír.
Él se aclaró la garganta y continuó:
—Marion también me dijo que tenías un perro que se comportaba muy bien.
—Teníamos una perra maravillosa. Murió hace dos años.
—¿No estropeaba el jardín?
—Tenía un rincón en el que le permitía enterrar los huesos. ¿Sería posible que el perro tuviese un pequeño rincón para él?
Simon suspiró.
—Si es necesario…
—A mí me parece que sí.
—Está bien —accedió él, como si acabase de hacer una concesión de millones de dólares en un contrato—. El perro es de mi hija, Peyton. Ella lo adora, de hecho, lo quiere más que a mí en estos momentos. Y no me enorgullezco de ello, pero tengo que admitir que intenté ganarme su cariño con el perro y funcionó. Ahora le gusta mucho venir, pero su madre sólo la deja hacerlo algún fin de semana que otro, y el perro está aquí siempre. Porque la madre de Peyton no quiere al perro en su casa. Yo creo que lo hace para atormentarme todavía más.
—Lo siento mucho —dijo Audrey, sorprendida de que hubiese admitido tantas de sus debilidades con esa franqueza. Otros hombres habrían fingido ser invencibles. Y había algo en su comportamiento que podía parecer intimidante, pero que a ella le resultaba divertido.
Y, además de eso, le daba la impresión de que, a pesar de que todo aquello le pareciese un fastidio, estaba seguro de que iba a triunfar. Era como si tuviese un secreto que le permitiese mantenerse tranquilo y poder con todo.
Salvo con el perro.
—Está aquí siempre —se quejó—. Y excava. Se come mis calcetines. Se comió mis zapatos favoritos, hace ruido a todas horas y me molesta. Me parece que no lo hemos educado bien.
Audrey asintió.
—Imagino que lo habrá intentado con algún entrenador de perros.
—Con tres.
Que tampoco habrían tenido éxito y le habrían hecho perder el tiempo, como los pobres paisajistas. Audrey se preguntó cómo actuaría Simon Collier cuando estuviese enfadado de verdad. Si la tierra temblaría o algo así.
—Pues tampoco tengo formación en… el entrenamiento de animales —empezó Audrey.
Él le lanzó una mirada que quería decir: que ya lo sabía; que ya habían hablado de eso antes; y que no iba a molestarse en contestar.
—Está bien —dijo ella—. Tengo que educar al perro. ¿Cómo se llama?
—Yo lo llamo de muchas maneras —contestó él en tono seco, pero con un pequeño toque de humor.
Y Audrey se preguntó si no sería todavía más joven de lo que había imaginado.
¿Treinta y ocho?
¿Treinta y seis?
De repente, se sintió vieja y envidió su confianza en sí mismo, su aire de poder, su riqueza y toda la seguridad que ésta le daba, el no tener que depender de nadie.
—¿Cómo llama tu hija al perro? —le preguntó.
Él hizo una mueca de disgusto y admitió a regañadientes:
—Tink, supongo que tendré que presentaros antes de que aceptes el trabajo —dijo él, y esperó.
Tal vez esperase que ella dijese que no era necesario.
¿Debía acceder?
¿Tanto deseaba el trabajo?
Se temía que sí.
Entonces, Simon la salvó diciendo:
—Mi experiencia me dice que tengo que hacer todo lo posible porque aceptes antes de que conozcas al perro. ¿Quieres que te enseñe tu alojamiento?
—Por favor —contestó ella.
Él levantó el brazo e hizo un gesto para que lo siguiese.
—Por cierto, tengo que contarte mi tercer problema. Mi ama de llaves, la señora Bee. La adoro.
—¿De verdad?
Increíble, alguien que le gustaba.
—Sí —contestó él sonriendo un poco—. Tal vez te digan que soy… difícil. Exigente. Poco razonable. Que no hay mujer en el mundo que quisiera vivir conmigo, pero no es verdad. La señora Bee y yo nos llevamos estupendamente.