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Capítulo 5

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PARA Audrey fue como si se hubiese quemado.

Bueno, primero se sintió aterrada y, luego, le dio la sensación de haberse quemado. Y no era una quemadura mala, pero buena, tampoco.

Mantuvo la mano en su pecho desnudo sólo el tiempo suficiente para detenerlo y lo miró a los ojos como solía mirar a su hija cuando se ponía cabezota. Luego, se volvió hacia el otro hombre y le dijo que ella se encargaría de Simon.

—Dile que se mantenga alejado de la zona de trabajo —dijo el obrero—. Supongo que no hay nadie más en toda la propiedad, ¿no?

—Por favor, dime que tu hija no está aquí —le pidió ella a Simon.

—No.

—Y que no… quiero decir… que no hay ninguna mujer en casa.

—¿Una mujer? —repitió él, arqueando una ceja.

—Simon, no seas tonto. Pensé que esa rama iba a caerte en la cabeza y, aunque estoy segura de que la tienes muy dura, no creo que hubiese soportado el golpe.

—Lo siento —dijo él, aunque sus palabras no sonaron a disculpa—. No todos los días está uno a punto de morir en su jardín, y luego lo acusan de acostarse con… alguien. Es cierto que me acuesto con mujeres, pero anoche, gracias a Dios, estaba solo.

—No hay nadie más —le confirmó Audrey al otro hombre—. Sólo él.

Y luego tuvo que volverse de nuevo hacia Simon, que estaba impresionante, sin camisa, todavía respirando con dificultad y con unos pantalones de pijama que se le sujetaban de manera muy peligrosa a las caderas, dejando al descubierto las bonitas líneas de su pecho y abdomen.

Audrey necesitó respirar hondo. Otra vez más.

Entonces se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente.

Al menos, ya había apartado la mano de su pecho.

La palma seguía quemándole, como si la huella de su piel siguiese allí.

Era su jefe.

Y era aún más atractivo de lo que ella había pensado. Y le había gritado como si fuese su hijo.

—Me dijiste que me ocupase de esto cuando tú no estuvieses aquí, ¿recuerdas?

Simon asintió.

—Me sugeriste que le preguntase a la señora Bee, ¿recuerdas?

Él volvió a asentir.

—Bueno, pues lo siento, pero he hecho lo que me dijiste que hiciera, y se suponía que tú no tenías que estar aquí esta mañana. Se suponía que no volverías hasta mañana por la noche.

Él pareció enfadarse todavía más. Seguía respirando con dificultad, todavía estaba impresionante, todo despeinado y con cara de sueño, y con toda aquella piel brillando bajo la luz del sol.

Audrey decidió que le hacía daño mirarlo.

¿Por qué no podía dejar de mirarlo?

Oyeron caer otra rama, pero más lejos de ellos.

—¿Quieres que les pida que paren? —le preguntó.

—No —gruñó él—. Tendrían que venir otro día y van a tardar horas en limpiar todo este caos. Será mejor que se queden y terminen.

—Está bien. Lo siento. Quería que acabasen antes de que tú volvieses…

—No, tienes razón. Has hecho lo que te pedí —sacudió la cabeza—. Cambié de planes en el último momento, lo siento…

Y luego se quedaron los dos allí, no estaban contentos, pero tampoco se estaban gritando más.

Y Audrey pensó que no le gustaría perder su trabajo en la primera semana. Sería humillante, y ya la habían humillado lo suficiente durante el último año.

—Volveré dentro para no molestar —dijo él por fin.

Y desapareció, haciendo que Audrey pudiese respirar de nuevo.

—¡Le he gritado! —le contó Audrey a Marion por teléfono esa misma noche.

—¿Has gritado a Simon Collier y has sobrevivido para contarlo? —preguntó su amiga, sorprendida.

—Por ahora, sí. Supongo que puede echarme en cualquier momento —comentó ella, sentándose al lado de la ventana que daba al camino—. Todavía no puedo creer que lo haya hecho. No sé cómo ocurrió. Todo iba bien y, de repente, estábamos gritándonos el uno al otro.

«Y, él, medio desnudo», pensó.

Ésa había sido parte del problema.

Que él estaba medio desnudo y que ella se había asustado al ver que la rama le caía tan cerca.

—Bueno, supongo que le viene bien que le griten un poco. Yo creo que él lo hace con bastante frecuencia, y nadie le contesta.

—Estupendo.

—Supongo que se quedó tan sorprendido que no se le ocurrió despedirte.

—Sí, pero, ¿y cuándo no esté sorprendido? Quiero decir, que podría despedirme en cualquier momento, y no puedo permitir que ocurra, Marion, necesito este trabajo.

Tink se acercó a ella y le apoyó una pata en la rodilla, como si estuviese preocupado.

Audrey le acarició la cabeza.

—No te preocupes, cariño —le dijo—. Peyton vendrá pronto.

Tink miró por la ventana, se puso sobre las dos patas traseras y sonrió abriendo mucho la boca.

—Por fin vas a conocer a la señorita.

—¿Tan mala es?

—Es Simon el que es malo con ella. O eso he oído. También me han dicho que es una buena chica, al fin y al cabo.

—Yo necesito que el perro se comporte bien, que Peyton esté contenta y que Simon también lo esté, pero hoy no he podido salir a correr con Tink porque los taladores han llegado muy pronto. He tenido que dejar al perro encerrado hasta que han terminado, y luego me he pasado la tarde extendiendo el mantillo. Estoy tan agotada que casi no puedo ni andar.

—¿Por qué lo has hecho tú? Podías haber pedido que lo hicieran.

—No se me ocurrió.

—Y, encima, le has gritado a Simon. ¡Menudo día!

—Sí —admitió ella, compadeciéndose de sí misma en ese momento—. Y todavía tengo que conocer a Peyton, espero que todo vaya bien con ella y con el perro.

—Sal un rato con el perro y una pelota, y tírasela para que vaya a buscarla, a ver si se cansa. Luego, podrás darte un baño caliente y meterte en la cama. Todo se ve distinto por la mañana.

Audrey se despidió de Marion, buscó la pelota favorita de Tink y bajó las escaleras con el perro completamente emocionado a sus pies.

—Tink —le dijo ella al llegar al jardín—. Tiene que salir bien, ¿de acuerdo? Va a venir Peyton y necesito que te comportes lo mejor posible mientras ella y su padre están aquí. ¿Podrías hacerlo por mí? ¿Por favor?

Pensó que no tenía nada que perder si intentaba explicárselo.

Él ladeó la cabeza, como intentando descifrar el significado de sus palabras, y luego volvió a mirar la pelota, que le parecía mucho más interesante.

—Tanto discurso para nada —dijo Audrey, y se la lanzó.

Audrey estaba nerviosa sólo de pensar que iba a volver a ver a Simon y que no sabía qué iba a hacer o a decirle éste después de que le hubiera gritado. Le dolían todos los músculos del cuerpo y todavía no llevaba ni una semana en el trabajo.

Peyton llegó a las seis en punto, nada más salir del coche corrió a los brazos de Simon, que la levantó del suelo y le dio una vuelta, y ella rió y se aferró a él. Un momento después aparecía el perro, corriendo.

Simon dejó a Peyton en el suelo y contuvo la respiración mientras esperaba que el perro se detuviese, se sentase y actuase como si estuviese bien educado, cosa que hacía siempre que estaba allí su hija.

Levantó la mirada y vio a Audrey girando la esquina de la casa. Parecía tan nerviosa como él. Cómo no, el estúpido perro se detuvo delante de Peyton, se sentó y movió la cola con frenesí. Pero se mantuvo tranquilo mientras su hija lo abrazaba y lo saludaba como si fuese su mejor amigo. Luego le dio un beso en el hocico, el perro le lamió a ella la nariz y la hizo reír.

—¡Te he echado de menos, Tink! —gritó—. ¿Y tú a mí?

—Guau —respondió el animal.

Simon sacudió la cabeza. Sabía que tendría que compartirla con el perro durante todo el fin de semana y ocupar un segundo lugar detrás de él.

«Vencido por un maldito perro», pensó.

Peyton siguió tratando al animal como si llevase años sin verlo. Él le hizo un gesto a Audrey para que se acercase y poder presentársela a su hija, se dio cuenta de que se movía con cautela.

—¿No te habrán hecho daño esos idiotas de los árboles, verdad?

—No —contestó ella.

—¿El perro?

—No. El perro no es un problema, Simon.

—Entonces, ¿por qué casi no puedes andar?

—Creo que he trabajado demasiado. He estado extendiendo el mantillo.

Él miró a su alrededor y luego volvió a mirar a Audrey.

—¿Tú sola?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque había que hacerlo.

—Pero no tenías que hacerlo tú —le dijo Simon, y se dio cuenta de que había estado a punto de gritarle otra vez, y eso era lo último que quería hacer, después de lo que había pasado esa mañana.

Se había comportado como un imbécil y todavía no se había disculpado.

—No quiero que trabajes tanto —insistió.

Ella puso el mismo gesto de obstinación que por la mañana y replicó.

—Ya está hecho, ¿de acuerdo?

—Y ahora estás sufriendo por ello…

—Simon…

—La próxima vez que haya que hacer un trabajo que requiera fuerza física, contrata a hombres.

Estaba intentando hacerle un favor a esa testaruda, quería cuidar de ella.

¿Por qué le daba la sensación de que ella se sentía insultada, de que se estaba enfadando?

¡Mujeres!

¿Acaso nunca aprendería que eran seres difíciles y que era mejor mantenerse alejado de ellas?

Nunca había tenido suerte con las relaciones y, en esos momentos, Audrey parecía tenerle miedo. O eso, o se iba a echar a llorar.

No, por favor. Cualquier cosa menos eso.

Ya tenía otra cosa por la que disculparse. Aunque aquél no parecía el mejor momento para hacerlo, ya que lo más probable era que empezase a gritarle y tuviese que disculparse después, por tercera vez.

Tomó aire, intentó tranquilizarse y llamó a su hija:

—¿Peyton?

La niña dejó por fin al perro y se volvió hacia él.

—Ésta es la señora Graham, de la que ya te he hablado. Se ocupa del perro cuando tú no estás.

Peyton se incorporó y sonrió, y le tendió la mano como él le había enseñado a hacer cuando le presentaban a un adulto.

—Hola, soy Peyton Alexandra Collier.

Impresionante, teniendo en cuenta que tenía sólo cinco años.

Audrey le dedicó una maravillosa sonrisa y le dio la mano.

—He oído hablar mucho de ti. Y Tink ha estado esperándote, llevaba horas mirando por la ventana, a ver si llegabas. Creo que te ha echado de menos.

—¿De verdad?

—Sí.

—¡Yo siempre lo echo de menos! —dijo Peyton, suspirando con dramatismo—. ¿Vas a quererlo y a ser buena con él? Porque papá y la señora Bee piensan que es horrible.

—A mí me parece un perro maravilloso —contestó Audrey—. Sólo necesita que lo ayuden a entender cómo debe comportarse. Eso es todo. Y es más fácil hacérselo entender si todos lo tratamos igual y esperamos lo mismo de él…

—Todos vamos a ser buenos con él, ¿verdad? —preguntó Peyton, preocupada.

—Sí, todos vamos a ser buenos los unos con los otros —le aseguró Audrey.

La niña puso un brazo alrededor del perro y se acercó para decirle a Audrey al oído:

—¿Puedes hacer que mi papá y la señora Bee sean buenos con Tink?

Simon rió.

Audrey asintió.

—Cuando tú no estés aquí, Tink se quedará conmigo, para que no moleste a nadie.

—Eso me parece bien —dijo Peyton, luego, se volvió hacia su padre—. Papi, ahora quiero ir a jugar con Tink. Me ha echado de menos.

—Está bien, cariño —dijo él dándole un beso en la cabeza—. Ve. Te esperaré dentro.

Simon se quedó allí, mirando a su hija y al perro. Audrey le dio a Peyton la pelota y le explicó que a Tink le gustaba que se la tirasen para ir por ella, y le enseñó cómo hacerlo.

—Es adorable —le dijo luego a Simon.

—Yo también lo pienso, pero tengo que admitir que no soy imparcial.

Después de ver cómo miraba Simon a su hija, con aquel orgullo de padre, decidió que no era sólo un hombre guapo.

Era devastador.

Deseó que su marido hubiese tenido sólo un poco de ese amor y esa ilusión en los ojos cuando miraba a su hija.

—¿Audrey? —Simon le puso una mano en el hombro y la miró con preocupación—. Te has hecho daño de verdad, ¿no? Maldita sea, me habías dicho que estabas bien…

—Y lo estoy —dijo ella, conteniendo las lágrimas—. Quiero decir, que no es lo que piensas. Es por tu manera de mirarla. Es maravilloso, y espero que siempre sea así. Espero que siempre sientas eso por ella.

Él frunció el ceño.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Es mi hija.

—Exacto —dijo ella, intentando sonreír.

—¿Tienes una hija? —adivinó Simon sin dejar de mirarla a los ojos, como si fuesen un puzzle que quisiese resolver.

—Sí.

—¿Y está… bien?

Audrey se encogió de hombros. ¿Qué debía contarle?

—Andie vive en la casa que viste, con su padre y la novia de éste, y va al instituto de la zona. La última vez que la vi, estaba bien.

Furiosa con ella, pero bien.

—De acuerdo —dijo él, pero tenía un millón de preguntas más acerca de la situación. Esperó a que ella se las contestase sin tener que hacerlas.

Pero Audrey no quería hacerlo.

—Lo siento —fue lo único que dijo ella, cambiando de tema—. Siento haberte gritado esta mañana, siento que casi te haya aplastado una rama…

Él le apretó el hombro para reconfortarla.

—Ya te he dicho que ha sido culpa mía. No tenía que haberte gritado así. A veces, soy un poco brusco, pero sé que eso no es excusa. Lo siento de verdad.

Audrey se limpió una lágrima.

—Entonces, ¿todo arreglado?

—Por mi parte, sí. ¿Tú estás segura de que estás bien?

Ella asintió, se sentía como una tonta.

—Tengo que hablar con tu hija de un par de cosas acerca del perro…

—Luego. Ahora vete a casa. Tómate un descanso y ven cuando te sientas mejor.

—De acuerdo, gracias.

Y subió casi volando las escaleras de su apartamento. Cuando se giró a cerrar la puerta, Simon seguía allí, observándola.

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