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Capítulo 6

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Al día siguiente Alain se despertó deseoso de seguir jugando. Perdía por ocho manos y quería la revancha.

—Pierdes por diez —lo corrigió Kayla, apartando los platos que habían utilizado para el desayuno—. Pero ¿a quién le importa?

—A ti, obviamente —contestó él. Se sentía algo mejor ese día y, como seguía lloviendo y no había vuelto la luz, el póquer mantenía sus manos ocupadas e impedía que su mente pensara en otras actividades que le habrían gustado aún más—. Venga, no te hagas de rogar. Mi ego exige que lleguemos al empate.

Ella sabía más. A lo largo de las horas que habían jugado el día anterior, había descubierto que, aunque a su guapo paciente le gustara la competición, le gustaba más ganar.

—Tu ego te exige ganarme —dijo Kayla con expresión divertida. Su expresión se ensombreció cuando miró a su alrededor, buscando algo.

—¿Qué ocurre? —inquirió él.

—¿Has visto a Ginger? —preguntó Kayla, haciendo un recuento de cabezas.

Él único nombre que él recordaba era el de Winchester, que seguía a sus pies. Kayla le había dicho todos los demás el día anterior, cuando le preguntó por qué tenía tantos perros. Le había explicado que pertenecía a la Asociación para el Rescate de Pastores Alemanes, pero él ya no recordaba los nombres.

—¿Cuál es Ginger?

—La embarazada —Kayla abrió el armario del pasillo. Ginger no estaba allí.

—Ah, ya —no recordaba cuándo la había visto por última vez—. Había pensado en preguntártelo. ¿Por qué está preñada? Pensaba que habías castrado a todos.

—No puedo castrarlos a todos. A algunas tengo esterilizarlas —bromeó ella—. Pero, para contestar a tu pregunta, la encontré así. Preñada —fue al cuarto de baño y miró dentro. Ni rastro de Ginger—. No iba a provocarle un aborto cuando los perritos ya estaban en camino.

—Pero eso implica que acabarás con más perritos no deseados —comentó Alain.

—Encontraré a gente que los adopte —aseguró ella con confianza—. A la gente le gustan los perritos. Igual que les gustan los bebés.

—Sí, pero los perritos crecen más deprisa.

—Pero para entonces ya forman parte de su vida y es demasiado tarde para dar marcha atrás —siguió buscando—. ¿Ginger? —llamó, saliendo del salón—. No es momento de jugar al escondite. Trae ese cuerpecito preñado aquí. Ahora.

La voz de Kayla se oyó más distante, al fondo de la casa. Luego soltó una exclamación.

—Oh, diablos.

Él se enderezó con una mueca, poniéndose una mano en los vendajes que rodeaban sus costillas.

—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿La has encontrado?

—Sí. Está dando a luz.

—Eso es bueno, ¿no? —Kayla era veterinaria y debía de estar acostumbrada a los partos animales.

Kayla no contestó, lo hizo Ginger. Un aullido de dolor cortó el aire.

Apretando los dientes, Alain se levantó del sofá. Winchester se puso en pie, alerta y dispuesto a cojear a cualquier sitio al que fuera el hombre a quien había entregado su afecto.

—Cuidado, perro —le advirtió Alain. Había perdido el equilibrio intentando no tropezar con Winchester ni pisarlo.

Como si lo hubiera entendido, el pastor retrocedió unos pasos, quitándose de en medio.

Alain pensó que era pura coincidencia. Se encaminó hacia el origen de los aullidos: la cocina. Ginger estaba acurrucada bajo la mesa, y Kayla a su lado.

—¿Puedo ayudar? —ofreció, titubeante—. ¿No se supone que los perros hacen esto solos? Llevan siglos haciéndolo, desde mucho antes de que hubiera veterinarios para atenderlos.

—Igual que las mujeres. Se acuclillaban en el campo, daban a luz y luego seguían con su tarea. Pero a la mayora de las mujeres les va mejor con algo de ayuda, ¿no crees?

Él decidió que no iba a discutir al respecto. Su hermano Georges era médico. Sin embargo, a Alain le costaba imaginarse a la perra inspirando con fuerza y jadeando entre contracciones; la miró con curiosidad y comprobó que parecía que controlaba la técnica del jadeo a la perfección.

Intentando no pensar en el dolor que irradiaba de sus costillas, se acuclilló para estar a la altura de Kayla.

—¿Qué quieres que haga?

«No molestar», estuvo a punto de decir ella. No había mucho sitio bajo la mesa. Además, un esfuerzo podía empeorar su estado. Ella no iba a poder atender a Ginger y a él al mismo tiempo.

Pero un vistazo al rostro de Alain la convenció de que era sincero. Igual podría echar una mano.

—Si pudieras ir a por la palangana que hay bajo el fregadero, aclararla y llenarla de agua templada, te lo agradecería —un segundo después de mencionar la temperatura, recordó que sin electricidad el calentador no funcionaba—. Maldita sea, no hay agua templada —se corrigió—. Bueno, llénala de agua fría y trae toallas, necesito toallas limpias —lo miró y adivinó la pregunta que iba a formular—. Hay en el armario de al lado del fregadero —señaló con la cabeza.

Alain tomó aire, apoyó la mano en mesa y se levantó. Tardó unos segundos en localizar el armario correcto.

—¿Cuántas quieres?

—Dos, tres, las que puedas traer.

Kayla pensó que el milagro estaba ocurriendo. Ginger iba a dar a luz. Le daba igual que fuera común o verlo con frecuencia, siempre era como un milagro. Aunque a veces requiriera un empujoncito para producirse.

—Date prisa —le dijo.

—Voy —agarró un puñado de toallas y se las llevó tan rápido como pudo.

Había una mancha húmeda en el suelo y habría jurado ver algo emerger de entre las patas de Ginger, acompañado de un gemido ronco.

—¿Eso es…? —preguntó, buscando confirmación.

—Sí. Palanga. Agua —le lanzó ella, cada palabra una bala. Estaba concentrada en la perra que, sin duda, estaba teniendo al primer cachorro.

Para cuando él llenó la palangana y consiguió evitar chocar con su peluda sombra de cuatro patas, Alain comprobó que Kayla tenía un diminuto y pelado trocito de vida en las manos. Parecía más una rata que un perrito.

—¿Tienen ese aspecto al nacer? —preguntó, incrédulo.

Ella captó en su voz que el perrito le parecía un ser muy poco atractivo. «Pagano», pensó.

—Sí —asintió, secando cuidadosamente al pequeño perro negro—. Bellísimo.

Alain, mirando al animalito, pensó que ese adjetivo no sería el primero en cruzar su mente. Ni tampoco el segundo. Sin embargo, decidió que haría mejor callándose su opinión.

—¡Hay otro! —gritó, viendo una segunda cabeza emerger.

—Cuando el río suena… —bromeó ella, agarrando al segundo perrito, también negro, y secándolo. Colocó a los dos cachorros a su lado.

Siguieron llegando con regularidad, uno tras otro. Veinte minutos después, había nueve.

—¿Ya está? —preguntó él, asombrado de que tantos animales hubieran podido salir de una pastor alemán relativamente pequeña.

—Eso creo.

Alain captó algo raro en su voz. Una inquietud que no había habido antes.

—¿Qué ocurre?

—Éste no respira —el último cachorro, el más pequeño de la camada, yacía inmóvil en su mano.

—¿Puedes hacer algo? —preguntó él. Le parecía terrible que esa celebración de la vida se estropeara con una muerte.

Sujetando al perrito en la mano, boca arriba, Kayla empezó a masajear su diminuto pecho. Con gran delicadeza, sopló en sus orificios nasales. No se le ocurría qué más hacer. Nunca antes había tenido que enfrentarse al nacimiento de un perrito muerto. Y no quería que lo hubiera.

—Dame —ofreció Alain—, deja que pruebe yo. Mis manos son más grandes.

Kayla deseó preguntarle de qué iba a servir eso. Pero sabía lo terrible que era enfrentarse a la muerte sin poder evitarla, así que le entregó el perrito. Observó a Alain hacer exactamente lo que había hecho ella, pero con menos gentileza y más vigor.

—Eso no va a… —iba a decirle que parase cuando vio un leve movimiento. El pecho del animalito se había movido. Ocurrió de nuevo. Asombrada, miró a Alain—. Está respirando. El perrito respira.

—Ya, lo sé. Lo siento en la mano —sonrió Alain—. Casi te perdemos, ¿eh? —le dijo a la diminuta criatura. Sentía una sensación de triunfo, una energía que nunca había experimentado antes, ni siquiera ganando un caso en los tribunales. Había algo puro y no adulterado en el hecho de traer una vida al mundo.

Kayla sonrió, emocionada por cómo había reaccionado ante el perrito e impresionada por como había respondido a la emergencia.

Alain alzó la vista y captó su mirada. Volvió a sentir un chisporroteo eléctrico entre ellos. Pero esa vez le pareció más suave, más íntimo.

—Lo has hecho muy bien, mamá —Kayla se levantó, miró a Ginger y le acarició la cabeza—. Ahora tienes que dar de comer a tus bebés.

Alain, aún de rodillas, la ayudó a colocar a la camada. Había nueve cachorritos en busca de bebida, pero el bar sólo tenía ocho taburetes.

Sujetando al perrito al que había salvado y a otro más, alzó la vista hacia Kayla.

—Sólo tiene, ejem, ocho… —calló. Se sentía fuera de su elemento.

—No se te escapa nada, ¿eh? —Kayla sonrió. Se puso en pie y fue hacia un armario. Cuando se dio la vuelta tenía un biberón vacío en la mano. Lo llenó con leche y volvió bajo la mesa.

Alain había empujado a ocho de los perritos hacia su primera comida y ellos se estaban ocupando del resto. Kayla notó que seguía teniendo en la mano al perrito que había salvado. Le ofreció el biberón. Habría preferido calentar la leche, pero de momento tendrían que apañarse así.

—¿Quieres hacer los honores? —preguntó.

Él miró el biberón y luego al perrito. No parecía una buena combinación. El biberón era casi tan grande como el animal. El cachorrillo gemía, parecía casi un maullido de gato.

—¿Va a beber de esto? —le preguntó a Kayla, aceptando el biberón.

—¿Por qué no pones la tetina cerca de su boca y lo compruebas? —sugirió ella.

Él no sabía por qué sus inocentes palabras conjuraron en su mente cierta imagen. Una imagen que tenía poco con alimentar a un perrito y mucho con nutrir algo en sí mismo. Tardó unos segundos en desechar la imagen.

—Vale —asintió.

En cuanto puso la tetina en la boca del cachorro, empezó a succionar como si se le fuera la vida en ello. Alain sonrió al verlo comer con tanto gusto. Entonces se dio cuenta de algo.

—Tiene los ojos cerrados.

Kayla asintió, observando a los otros ocho mamar—. Así es como nacen, pequeños, sin pelo y ciegos —siguió acariciando la cabeza de Ginger—. Sólo una madre podría amarlos —añadió con dulzura.

—Y tú.

Sus ojos se encontraron y ella sonrió. Él sintió que se estremecía por dentro.

—Y yo —corroboró.

Afuera el viento aullaba y la lluvia golpeaba las ventanas con más fuerza, como si hubiera empezado un segundo asalto. Absortos en el milagroso momento, ni se dieron cuenta.

—¿Adónde vas?

Habían pasado varias horas. Ginger y su camada habían sido trasladados junto a la chimenea, para que estuvieran calientes. Alain había pasado casi todo el tiempo observando a la nueva madre y a sus cachorros. Winchester se había colocado cerca del hombre y de la perra. Ginger toleraba su presencia. Alain, por su parte, se entretenía analizando la dinámica del grupo.

Oír a Kayla ir hacia la puerta, con el impermeable sobre los hombros, lo sacó de su ensimismamiento con la escena doméstica. Se preguntó dónde iba ella con ese temporal.

—Voy a ver si consigo que Mick venga a echarle un vistazo a tu coche, por si tiene arreglo —contestó ella, agarrando las llaves de su furgoneta.

El proceso del parto y de ocuparse de Ginger y de los cachorritos, especialmente de Nueve, que era el nombre que había puesto al que había salvado, había sido tan surrealista que Alain había perdido la noción del tiempo. Pero la mención de su coche lo devolvió a la realidad, y a su agenda.

—Si no es así, ¿hay algún sitio donde alquilar un coche por aquí?

—Puede que puedas convencer a Mick o alguno de su empleados para que te lleven donde tengas que ir, por un precio, cuando el tiempo mejore.

—¿Cuándo crees que ocurrirá eso?

Kayla movió la cabeza y se puso la capucha.

—No tengo ni idea —confesó—. No suele llover en esta época del año —antes de salir titubeó y lo miró por encima del hombro—. Hay comida de perro en el garaje, por si quieres chantajear a alguno. Me llevo a Taylor y a Ariel, pero el resto se quedan contigo.

Él miró intranquilo a los perros. Había tres, además de Winchester, Ginger y los cachorros. Se sentía ampliamente superado en número.

—¿Te parece buena idea? Soy un desconocido.

Ella pensó que después de cuarenta y ocho horas ya no lo era. Era increíble que hubiera pasado tan poco tiempo. Parecía mucho más.

—Los perros son listos. Perciben las cosas. Saben que no estás aquí para robar la cubertería de plata —le dijo. Al ver que seguía intranquilo, sonrió—. Volveré lo antes posible.

—¿Estás segura de que el teléfono sigue sin funcionar? —inquirió él.

En vez de salir, Kayla volvió a la cocina. Alzó el auricular de la pared y lo extendió hacia él sin decir una palabra. A pesar de la distancia que los separaba, resultó obvio que no había línea, sólo silencio.

—Estoy segura —sonrió de nuevo y, al pasar a su lado, le dio una palmadita en el hombro. Él tuvo la sensación de que era el mismo gesto que había utilizado para tranquilizar a Ginger—. Estarás bien —afirmó.

Y se marchó.

Él no dejaba de consultar su reloj, preguntándose si Kayla estaría bien. Le parecía que se había marchado hacía una eternidad.

Como abogado, lo preocupaba que le hubiera ocurrido algo en la tormenta y, dado que había salido por él, fuera responsabilidad suya. Podría demandarlo alegando diversos cargos si ella, o sus representantes, tenían la astucia de los abogados. Como hombre lo preocupaba su bienestar y quería que regresase sana y salva. Y que volviera a hacerse cargo de sus perros. Lo incomodaba que dos de ellos hubieran empezado a moverse por la habitación. Se preguntó si sabían algo que él no sabía.

O si lo hacían para intimidarlo.

Cada vez que se ponía en pie, para mirar por la ventana o sacar algo del frigorífico, tenía la sensación de que cinco pares de ojos lo seguían. Incluso los cachorros parecían alzar la cabeza siguiendo el movimiento. Le ponía muy nervioso.

Cuando Kayla entró por fin, los cinco perros que corrieron hacia ella no fueron los únicos que se alegraron de verla. Atravesó el umbral, se quitó el impermeable y lanzó una mini lluvia al suelo, mientras reía y saludaba a los perros a pares.

—¿Cómo han estado? —preguntó, mirando a los cachorros.

—Han sobrevivido a mis cuidados —contestó él. Vio que sólo habían entrado Kayla y los dos perros—. No has conseguido que viniera, ¿verdad?

Kayla lo miró interrogante un segundo, hasta entender a qué se refería.

—Ah, lo dices por Mick. Sí, conseguí que viniera.

—Y ¿dónde está? ¿En tu bolsillo?

—No, fuera, echando un vistazo al coche —la lluvia había remitido un poco, ya no caía a mantas.

Alain fue hacia ella, sin molestarse en ocultar su ansiedad. Lo que sí ocultó es que aún se sentía muy dolorido.

—¿Y?

—Y está fuera echando un vistazo al coche —repitió. Alain vivía en un mundo mucho más acelerado que ella, en el que todo se quería para ayer. Ella había probado ese mundo y se alegró de dejarlo atrás para instalarse allí—. Es cuanto sé por ahora.

Alain se dio cuenta de que estaba presionando. Llevaba toda su vida adulta exigiendo resultados y no era fácil perder la costumbre.

—Disculpa, no suelo ser tan exigente —no quería que lo considerase un hombre que vivía acelerado. Aunque no sabía por qué.

—Supongo que las circunstancias lo justifican —admitió Kayla. Se agachó y echó un vistazo a los perritos. Todos estaban bien. Estaba segura de que les encontraría un hogar. Como le había dicho a Alain, todo el mundo adoraba a los cachorros.

Él oyó que la puerta se abría. Se dio la vuelta y vio entrar a un hombre alto y delgado, con pelo largo, rubio oscuro y mojado. Olía a aceite y gasolina. Unos ojos pequeños, marrones e intensos lo escrutaron antes de ofrecerle la mano.

—Mick Hollister —se presentó—. Un coche muy lujoso para esta zona.

Alain interpretó a su manera la frase. Más que admiración, captó desconocimiento en la voz del hombre. Sintió una gran decepción.

—Así que no puede arreglarlo.

—Claro que puedo —le aseguró Mick—. Todavía no han inventado una máquina que no pueda arreglar. Pero requerirá tiempo —advirtió—. Hacen falta piezas y cosas. No suelo tener esa clase de existencias.

Alain imaginaba el proceso alargándose dos o tres semanas. Por mucho que le gustara la compañía de la risueña veterinaria, tenía que regresar a su vida.

—No dispongo de tiempo —dijo.

—Entonces, creo que tiene un problema —comentó Mick, absorbiendo la información.

Alain estaba acostumbrado a resolver problemas. Tal vez no se le diera tan bien como a Philippe, pero se manejaba bien.

—¿Y si dejo el coche aquí para que lo arregle y me lleva a Orange County? —vio de inmediato que al hombre no le gustaba la idea—. Le pagaría.

—Lo siento, no puedo dejar el taller —Mick movió la cabeza—. Tengo demasiado trabajo.

Alain supuso que no podía ganar mucho dinero en un pueblo tan pequeño, aunque se ocupara también de los pueblos colindantes.

—Le pagaré el doble de lo que pueda ganar arreglando los coches.

En vez de aceptar sin pensarlo, como había esperado, el hombre negó con la cabeza.

—Eso no estaría bien. Sería como robarle.

Alain nunca se había encontrado en una situación en la que la honradez se opusiera a sus deseos. En su línea de trabajo solía ocurrir lo contrario. Atónito, miró a Kayla.

—Lo dice en serio.

—Completamente —afirmó ella. Alzó a Nueve y lo acarició mientras hablaba—. ¿No hay alguien a quien puedas llamar para que venga a recogerte, cuando vuelva la línea telefónica?

Él suspiró con frustración. Podía llamar a sus hermanos y a varios primos, si hubiera línea. Pero allí, en mitad de la nada, no la había. Estaba atrapado. Alain suponía que nadie lo echaría de menos hasta la semana siguiente, cuando tenía que presentar los documentos relativos a otro de sus casos. Dudaba que Rachel fuera a llamar a sus hermanos para decirles que le había dado plantón, o que alguien de la oficina decidiera averiguar por qué no había asistido a la reunión. Estaba tan aislado como el prisionero de Zenda.

—Sí, hay varias personas a quienes podría llamar, si hubiera teléfono. ¿Cuándo crees que habrá línea?

—Es difícil saberlo —Kayla encogió los hombros con indiferencia—. En general, tarda unos cuantos días en funcionar.

Unos días. En su mundo, eso era una eternidad. Winchester, como si percibiera su agitación, cojeó hasta él, se sentó y lo miró con adoración, agitando el rabo.

—Si fuera usted, señor, me relajaría y aprovecharía el momento —sugirió Mick. Una sonora carcajada siguió a sus palabras.

Alain se dio cuenta de que el hombre había mirado hacia Kayla mientras le daba el consejo.

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