Читать книгу Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella - Страница 9

Capítulo 5

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DiÓ un paso atrás para no pisarlo y tuvo que agarrarse a la puerta para mantener el equilibrio. Se tragó una ristra de palabrotas que imaginaba que a Kayla no le habría gustado oír.

Winchester lo miró con ojos de adoración, color chocolate fundido. Alain soltó el aire, movió la cabeza y rodeó al animal. Winchester lo siguió, pisándole los talones.

—Tu perro no deja de seguirme —rezongó Alain, mirando a lo que se había convertido en su sombra de cuatro patas.

Kayla estaba inclinada sobre la chimenea, haciendo el desayuno. El resto de los perros esperaban pacientemente a que les diera de comer. Ella miró por encima del hombro y sonrió.

—Me he dado cuenta. Creo que te ha adoptado.

—Pues dile que me «desadopte» —farfulló Alain, pensando que sólo le faltaba eso. Fue lentamente hasta el sofá. Winchester cojeó tras él, intentando no interponerse en su camino.

Kayla transfirió el desayuno de la parrilla a un plato. Fue hacia Alain y le ofreció el plato de beicon con huevos.

—Lo siento, no puedo hacer tostadas ahora —miró a Winchester, que se había tumbado a los pies de Alain y miraba el plato con anhelo. Estaba bien educado y nunca habría intentado robar un trozo sin que se lo ofrecieran—. Le gustas mucho.

Alain rezongó con desdén. Nunca había tenido una mascota, ni siquiera de niño, ni quería tenerla.

—Creo que se siente culpable por haber conseguido que mi coche se estrellara —dijo. En cuanto tomó un bocado se dio cuenta del hambre que tenía. Le costó cierto esfuerzo no devorar el resto del plato como un lobo.

—Los perros no sienten culpabilidad —dijo Kayla con una sonrisa tolerante. Se sentó en el brazo del sofá.

—Supongo que eso les da ventaja respecto a los humanos —dijo Alain, pensando en el caso que llevaba en esos momentos. Su cliente no parecía sentir el más mínimo remordimiento porque su herencia dejase sin nada a los hijos de su marido fallecido—. Al menos algunos —corrigió.

—Todo el mundo se siente culpable de algo —afirmó Kayla. Ariel frotó la cabeza contra su pierna y ella la acarició, pensativa—. La cuestión es si actúan en consecuencia o no.

—¿De qué te sientes culpable tú? —preguntó Alain, intrigado.

—Oh —ella pensó un momento. No había esperado esa pregunta. Taylor intentó apartar a Ariel para recibir algo de atención. Ella lo acarició también—. De no poder hacer más para salvar a estas magníficas criaturas.

Alain miró hacia la chimenea, donde el resto de los perros seguía comiendo, y luego a los dos que buscaban sus caricias. Desde su punto de vista, hacía más que suficiente.

—Tienes siete perros y medio —comentó, incluyendo el medio porque la perra a la que llamaba Ginger estaba obviamente embarazada—. ¿Cuántos más podrías adoptar? —preguntó. «Sin que te considerasen una excéntrica», pensó.

Ella miró a los animales. Alain percibió su cariño y se preguntó por qué no lo compartía con alguien que pudiera apreciarlo y devolvérselo.

—Por cada uno que salvo —dijo ella con voz triste—, sé que otros dos son sacrificados.

—Pero eliges centrarte en lo positivo.

—Sí, me centro en lo positivo —afirmó ella. Kayla pensó que, si no lo hiciera, no sobreviviría el día a día.

—¿Y qué mas? —preguntó él.

—Qué más, ¿qué? —inquirió ella sin entender la pregunta.

Alain quería saber más de ella. Era una táctica que utilizaba para acercarse a las mujeres que le interesaban, pero esa vez el interés era genuino.

—¿Qué más hace que te sientas culpable? En tu vida privada, dejando a un lado los perros. ¿Qué has hecho o has dejado de hacer, que te asalte en mitad de la noche o invada tu mente y te persiga?

Ella pensó que ésa era la descripción más acertada que había oído nunca.

—Está claro que eres abogado, ¿eh? —rió.

—Estamos hablando de ti, no de mí —replicó él. Había pinchado su curiosidad y no iba a dejar que se escabullera tan fácilmente.

—No, no es así.

Sin embargo, no pudo impedir reflexionar sobre su pregunta. Sólo se sentía culpable respecto a la parte de su vida en la que había permitido, en nombre del amor, que la controlaran. Había llegado a creer que, si hacía lo que Brett quería, vivirían felices para siempre. Y al soportarlo a él, había fallado a todos los demás. Sus padres habrían esperado más de ella si hubieran estado vivos para ver lo que ocurría.

Había permitido que el miedo a estar sola la arrinconara, la llevara a tolerar lo intolerable y a comportarse como alguien que no era.

Pero había aprendido la lección: que no era posible un final feliz con hombres como Brett.

Kayla cuadró los hombros, rechazando el recuerdo. No le gustaba pensar en ese periodo de su vida, no quería verse de esa manera: débil, sumisa, siempre dando y nunca recibiendo. Más que culpabilidad, sentía vergüenza. Vergüenza y la obsesiva determinación de no permitir que volviera a ocurrirle algo así. Tenía sus perros, su trabajo y su compromiso de rescatar a los pastores alemanes maltratados que encontrase. No necesitaba a un hombre para validar su existencia y sentirse amada.

Alain estrechó los ojos y clavó en los de ella una mirada penetrante.

—Vamos —insistió. Ella se imaginó a un testigo declarando, hipnotizado por esos ojos—. Tiene que haber algo.

—Vale —dijo lentamente, como si estuviera reflexionando—. Me culpabilizo de no haber comprado ese generador cuando tuve oportunidad.

Alain, más intrigado que nunca, pensó que estaba evadiendo la pregunta. Cuanto más se resistía a contestar, más deseaba él descubrir qué era lo que le ocultaba.

—Hablo en serio —dijo.

—Yo también —contestó ella con inocencia—. Aquí la electricidad se va dos veces al año. O más. Si estuviera operando a un paciente…

Su voz se apagó. Pensándolo bien, no tener un generador era un serio descuido. Necesitaba una fuente de energía alternativa tanto como podría necesitarla un hospital. Que sus pacientes tuvieran cuatro patas en vez de dos no cambiaba nada. En cuanto las carreteras estuvieran transitables iría a la ferretería de Everett, el pueblo más cercano, a comprar un buen generador.

—¿Qué me dices de ti? —preguntó, para dar otro giro a la conversación.

Alain había terminado de comer y dejó el plato en la mesa. Winchester lo miró expectante. Con un suspiro, Alain asintió y el perro fue a comerse los restos.

—Nunca he pensado en comprar un generador —bromeó, en respuesta.

—Pregunto de qué te sientes culpable —dijo ella, que no quería dejar que se librara así como así.

—De nada.

A ella le pareció una respuesta automática. Amigable, pero que establecía unos límites que no iba a permitirle cruzar.

Aceptó que no iba a recibir más aclaraciones sobre el misterio que era Alain Dulac. Por lo visto, le gustaba tan poco como a ella que lo interrogaran sobre su vida. Kayla se felicitó por no ser tan curiosa como para insistir, pero aun así él la intrigaba.

—Tal vez por eso Winchester la ha tomado contigo —comentó, escrutando su expresión—. Intuye un alma gemela.

—Intuye la posibilidad de comerse las sobras —refutó Alain, moviendo la cabeza.

Kayla miró el plato que había en la mesita de café. Estaba reluciente, sin una miga.

—Y la intuición no le ha fallado —apuntó con una sonrisa.

Alain siguió su mirada y se sonrojó. Winchester había limpiado el plato y volvía a mirarlo esperanzado. «Se acabó, perro. No hay más», pensó para sí.

—Estaba muy bueno —le dijo a Kayla, esperando que no le molestara que hubiera dado al perro los últimos restos—. ¿Tú no vas a comer?

—Suelo picotear mientras guiso —dijo ella, levantándose del brazo del sofá—. Técnicamente, ya he desayunado. ¿Quieres café? —preguntó, agarrando el plato vacío y arqueando una ceja.

—Por favor —contestó él casi con reverencia. Pensó que, si le ofrecía café, sería porque la cocina funcionaba. Eso implicaba que podía llamar por teléfono y pedir a alguien que fuera a recogerlo para llevarlo a casa—. ¿Ha vuelto la luz?

Ella deseó que fuera así. Pero había probado la cocina antes de empezar a hacer el desayuno y seguía sin funcionar. Negó con la cabeza.

—¿Cómo vas a hacer café entonces? —preguntó él, escéptico.

—Como lo hacían los vaqueros en el campo —contestó ella alegremente. Volvió la cabeza hacia él antes de ir a la cocina a por una vieja cafetera de aluminio—. ¿Nunca has ido de acampada?

—No —contestó él, casi a la defensiva. Tenía la sensación de que esa respuesta disminuía su masculinidad ante ella.

—Bromeas —Kayla lo miró con incredulidad.

—¿Por qué iba a bromear sobre algo así? —se puso aún más defensivo.

—Por nada, supongo —encogió los hombros con indiferencia. Pensaba que todo el mundo había ido de acampada en algún momento de su vida. Sin duda lo había catalogado bien, era un urbanita total—. Sobre todo los chicos de ciudad, para alejarse de todo eso.

—¿Con «todo eso» te refieres a la electricidad y los cuartos de baño?

Ella no se ofendió por el tono sarcástico de su voz. Se echó a reír.

—Mi sentido de la aventura me lleva en otras direcciones —aclaró él con expresión traviesa.

Sus ojos se encontraron un segundo. Kayla sabía exactamente a qué se refería. Si no se equivocaba, para Alain Dulac una aventura incluía a alguien del sexo opuesto y poca ropa.

—Apuesto a que sí —murmuró para sí, intentando apagar la oleada de calidez que sintió—. ¿Solo? —preguntó en voz alta.

—¿Disculpa? —la miró confundido.

—El café —aclaró Kayla—. ¿Lo tomas solo?

—Sí —afirmó él.

—Estará enseguida —le prometió ella. Salió de la sala seguida por los perros.

De todos menos uno, Winchester. El pequeño pastor escayolado se quedó atrás, sentado junto al sofá como si estuviera de guardia. Ladeó la cabeza y consiguió ponerla bajo la mano de Alain.

—No eres muy sutil, ¿verdad? —rió él.

Empezó a acariciar al perro. Un segundo después, Winchester empezó a golpear el suelo con la pata trasera derecha. Intrigado, Alain pasó de acariciar a rascar. La pata de Winchester respondió golpeando con más fuerza, como si tuviera una mente propia.

—Creo que tu perro está a punto de ponerse a bailar —le dijo Alain a Kayla.

Ella volvió con la cafetera en la mano, con el asa envuelta en un trapo viejo. Le sonrió, o tal vez sonriera al perro, Alain no lo sabía con seguridad.

—Has encontrado su punto débil.

Alain se preguntó qué haría falta para encontrar el de ella.

—¿Eso es bueno? —preguntó. La pata golpeaba el suelo con frenesí. Casi temía que el perro se cayera de lado.

—Muy bueno, desde el punto de vista de Winchester —miró el morro del perro—. Creo que está sonriendo.

—Los perros no sonríen —refutó Alain, pensando que le estaba tomando el pelo.

—Oh, sí, claro que sí —lo dijo con tanta convicción que él empezó a creer que hablaba en serio—. Si pudiera encender el ordenador, te mostraría toda una galería de perros sonrientes —dejó dos tazones en la mesita y sirvió algo que parecía asfalto líquido. Alzó una taza y se la ofreció a Alain—. Aquí tienes. Café solo.

Sus dedos se rozaron cuando Alain aceptó la taza. Él habría jurado que sintió una chispa de electricidad entre ellos, aunque faltara en todo el resto de la casa.

Afuera el viento había dejado de aullar, pero la lluvia seguía golpeteando contra las ventanas como si no fuera a parar nunca.

—¿Cuánto tiempo suele durar la lluvia aquí? —preguntó Alain, señalando la ventana con la cabeza.

—Hasta que para —Kayla ocultó su sonrisa tras el tazón de café.

—¿Y cuándo podría ocurrir eso? —insistió él, sin aceptar la derrota.

—Cuando se vayan las nubes —contestó ella con inocencia.

—No puedo quedarme aquí indefinidamente —dijo él, pensando que se creía muy graciosa.

—No. Pero menos de veinticuatro horas no es «indefinidamente» —dijo Kayla. Sabía que él no esperaba esa clase de respuesta, pero pensó que necesitaba aprender a relajarse un poco. Señaló con la cabeza a Winchester, que no se había movido un milímetro—. Prueba a acariciarlo otra vez —sugirió—. Está demostrado que acariciar a un perro o a un gato es muy tranquilizador.

—¿Para quién? —la retó Alain, con ese deje de sarcasmo que parecía surgir en su voz sin esfuerzo alguno—. ¿Para el perro o para el gato?

—Para el humano, aunque estoy segura de que el animal también disfruta —miró a la perra que estaba más cerca de ella, Ariel, y acarició su noble cabeza. Ariel se inclinó contra su mano—. ¿Verdad, chica?

Alain habría jurado que la perra suspiraba, pero pensó que podía ser el sonido de la lluvia.

Empezaba a sentirse mejor y más fuerte tras haber comido algo. Su deseo de volver a la carretera se incrementaba por momentos.

—No necesito tranquilizarme, tengo que ponerme en marcha —dijo—. Tengo que hacer que transcriban un atestado, por no hablar de una cita mañana.

—Ella esperará —contestó Kayla con seguridad.

Dios sabía que ella habría esperado, si formara parte del mundo de él; descartó esa idea de inmediato. Kayla había aprendido que su mundo era el que habitaba en esos momentos. Las ciudades estaban bien para una visita, pero no había nada mejor que la calidez de un pueblo lo bastante pequeño para que la gente la conociera por su nombre.

—No es una «ella» —dijo Alain.

—Oh —Kayla pensó que debía de ser de la otra acera. No tenía nada de malo, pero era una gran pérdida para el género femenino—. Entonces, él esperará.

—Tengo una reunión con mi jefe —aclaró Alain, consciente de que ella pensaba que se refería a una cita social—. Una reunión de toda la empresa, durante el almuerzo.

—Si es durante el almuerzo, no será tan importante —dijo Kayla, preguntándose si equivaldría a una especie de picnic anual para un bufete.

La boca de él se curvó. Ella estaba mostrando sus raíces provincianas.

—Nunca has formado parte del mundo empresarial, ¿verdad?

—No. Por suerte.

Era obvio que la reunión era importante para él y dudaba que su coche pudiera circular antes de que transcurrieran varios días.

—Te diré lo que vamos a hacer. Como no hay línea telefónica, después conduciré hasta el pueblo vecino, para ver si Mick puede acercarse.

—¿Mick?

—Es el mejor mecánico de la zona.

Alain no estaba dispuesto a aceptar eso sin más.

—Deja que adivine. Es el único mecánico de la zona.

—Te lo he puesto demasiado fácil —Kayla se rió y asintió—. Pero lo digo en serio, Mick es bueno.

—Antes dijiste que la carretera estaba intransitable.

—Así es. Pero conozco un camino secundario.

—Puede que la lluvia escampe —dijo Alain. Por mucho que deseara volver a casa no estaba dispuesto a llevar la muerte de esa mujer en la conciencia.

—Siempre escampa —concedió ella con una sonrisa—. La cuestión es cuándo. Podemos darle unas cuantas horas más y ver qué pasa —sería mejor esperar, sin duda.

—De acuerdo —Alain desvió la mirada. Se había dado cuenta de que no apartaba la vista de su boca mientras ella hablaba, y su mente le hacía pensar en otras cosas, además de sus labios, que a ella no le harían ninguna gracia.

—Así tendrás más tiempo para descansar —fue hacia el otro lado del sofá y ahuecó la almohada.

—No es que me haya agotado levantando el tenedor —dijo él. Se sentía bastante cansado, pero no pensaba admitirlo.

—También te has vestido —añadió ella, sonriente—. No olvides que te has vestido.

—Eso no suele considerarse un deporte olímpico —ironizó él.

—Depende de las dificultades que tenga el que se viste. ¿Sabes jugar a las cartas?

La pregunta lo pilló por sorpresa. Pensó en la partida de póquer que Philippe celebraba en su casa semanalmente. Asintió con la cabeza.

—Bien —fue hacia el aparador y abrió un cajón—. Es una buena manera de pasar el tiempo mientras esperamos —sacó una baraja y sonrió.

—Podría no ser un juego justo —le advirtió él, que se consideraba muy buen jugador.

—Seré considerada contigo —Kayla le guiñó un ojo.

—¿Estamos hablando de póquer?

—¿Hay algún otro juego? —le devolvió ella, sentándose en la mesita de café, frente a él. Empezó a barajar las cartas.

—No —aceptó—. No lo hay.

Unas cuantas manos se convirtieron en un maratón. Excepto por unos cuantos descansos, necesarios para comer y otras cosas imprescindibles, jugaron hasta entrada la noche. Jugaron y charlaron. Para Alain el tiempo nunca había pasado tan rápido. Se olvidó de la lluvia y de los sitios donde debía ir. Allí estaba disfrutando más que en cualquier otro lugar.

Atrapa a un soltero - La ley de la pasión

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