Читать книгу Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella - Страница 7

Capítulo 3

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La puerta del ático crujió al abrirla. Kayla se detuvo en el umbral un momento, observando las sombras que creaba el candil en la habitación.

Ariel le golpeó el muslo con la cabeza, como animándola. Kayla tomó aire y entró.

Hacía mucho tiempo que no subía allí. No porque la asustaran las arañas, grillos y todo tipo de insectos que se refugiaban allí. No tenía problemas con ninguna de las criaturas de Dios, por desagradables que algunas pudieran parecerles al resto del mundo. Lo que le impedía subir era el dolor de los recuerdos agridulces.

El ático estaba lleno de muebles, cajas de ropa, trastos y tesoros personales de gente que hacía mucho que había dejado ese mundo. Sin embargo, era incapaz de tirarlas o donarlas. Limpiar la habitación y librarse de todo le parecía una especie de violación. Pero aunque era incapaz de separarse de las pertenencias de sus padres y abuelos, subir allí y recordar a personas que ya no formaban parte de su vida diaria le resultaba extremadamente difícil.

Kayla atesoraba las huellas que habían dejado en su vida, pero odiaba recordar que ya no estaban. Que esa gente que había llenado su infancia y adolescencia de felicidad ya no pudiera compartir su vida.

Tal vez, si siguieran vivos, no habría pasado por ese terrible periodo en San Francisco…

Los seis perros, como si percibieran sus sentimientos, se habían quedado inmóviles en las sombras, esperando a que hiciera lo que fuera que tenía que hacer.

Kayla inspiró profundamente y sintió el cosquilleo del polvo en la nariz.

Una antigua máquina de coser Singer, que había pertenecido a su bisabuela, ocupaba un rincón como una gran dama, presidiendo sobre todo lo demás. La caña de pescar de su abuelo estaba en otro rincón, cerca del juego de palos de golf de su padre, perfectamente conservados bajo las fundas de punto que había tejido su madre.

Junto a los palos de golf había un aparato de musculación que había sido de su madre. La madre de Kayla se había enorgullecido mucho de mantener en forma su cuerpo perfecto. Utilizaba la máquina a diario. Kayla apretó los labios para contener las lágrimas que llenaron sus ojos. Al cáncer le había dado igual el aspecto exterior y la había devorado por dentro, dejando a Kayla sin madre a los dieciséis años.

A los veintidós se había quedado huérfana.

En la actualidad, su familia eran los perros.

«Estás poniéndote sensiblera. Déjalo ya», se ordenó.

Inspiró de nuevo, soltó el aire lentamente y fue hacia un gran baúl que había en el rincón opuesto al que ocupaba la máquina de coser. El baúl tenía su propia historia. Su abuelo había viajado de Irlanda con todas sus posesiones en ese baúl. Cuando desembarcó en Nueva York, descubrió que alguien había saltado los cierres y sacado todo su contenido. Seamus MacKenna se había quedado con el baúl, jurándose que un día lo llenaría con las mejores sedas y satenes.

En ese momento contenía las cosas de sus padres, mezcladas igual que cuando habían vivido. Para Kayla valían mucho más que las sedas y satenes que había soñado su abuelo.

El ático gritaba sus recuerdos. Kayla habría jurado que podía ver a sus padres entre las sombras. Sintió dolor de corazón.

—Os echo de menos —dijo con voz queda. Parpadeó varias veces, sintiendo la humedad que perlaba sus pestañas.

Todos, en especial su padre, habían sido su inspiración. No recordaba un tiempo en el que no hubiera deseado ser como él, estudiar medicina porque él lo había hecho. Era el hombre más bueno y cariñoso del mundo…

Pero su apasionado amor por los animales la llevó en una dirección algo distinta y, en vez de médico, se hizo veterinaria. Nunca se había arrepentido de su decisión. Ser veterinaria, junto con el trabajo voluntario que hacía para la Asociación para el Rescate de Pastores Alemanes, le había dado a su vida el sentido que necesitaba.

Y tenía una ventaja adicional. Ya no se sentía sola, rodeada de sus compañeros de cuatro patas, que se esforzaban por demostrarle su gratitud y su amor.

Kayla fue hacia el baúl y empezó a abrirlo. Se detuvo y miró a los perros.

Los pastores alemanes, a pesar de su imagen de duros perros policía, tenían la piel muy delicada y solían sufrir alergias. De los que tenía en casa en ese momento, tres tomaban medicación antialérgica a diario.

—Debería de haberos dejado abajo —dijo. Pero ya era demasiado tarde—. Bueno, quietos.

Dijo la última palabra como una orden. Sabía que el adiestramiento de los animales tenía que ser constante, y nunca perdía la oportunidad de reforzar cualquier progreso obtenido. De inmediato, los perros se convirtieron en estatuas. Kayla sonrió para sí y alzó la tapa del baúl.

Captó una leve oleada del perfume que había utilizado su madre. Aunque pensó que tal vez lo había imaginado.

Le dio igual. Para ella era real y eso era lo único que importaba. Vio la imagen de su madre riendo. Había mantenido su aspecto saludable hasta casi el final.

Kayla dejó el candil a un lado y revisó las ropas y recuerdos que había en el baúl. Al fondo había algunos libros de texto de medicina de su padre, que nunca tiraba nada. Encontró el pantalón de peto en un rincón, cerca de los libros.

A Daniel MacKenna nunca le habían gustado los trajes y corbatas. Solía llevar ropa cómoda bajo la bata blanca. Irónicamente, la semana antes de morir, le había dicho que cuando se fuera entregase su ropa a la tienda de caridad, igual que él había entregado su tiempo y sus servicios cuando tenía un rato libre.

Pero Kayla había sido incapaz de darlo todo. Por razones sentimentales se había quedado con su viejo pantalón vaquero.

Lo alzó y sacudió la cabeza. El hombre que había en el sofá iba a perderse ahí dentro. Pero serviría para taparlo. Al fin y al cabo, era un apaño temporal, hasta que su ropa se secara.

Mientras doblaba la prenda, Kayla tuvo que admitir para sí que preferiría que Alain Dulac siguiera como estaba. Era indudable que bajo el edredón había una magnífico espécimen del género masculino.

Su madre habría aprobado los músculos esculpidos de sus brazos y los abdominales firmes como una tabla de lavar. Seguramente, pensó Kayla con una sonrisa, su madre habría acabado intercambiando ejercicios de musculación con él y dándole consejos sobre cómo obtener mejores resultados por su esfuerzo.

Pero no había mucho lugar a mejoras, pensó, con una mueca traviesa. Cerró la tapa del baúl, se inclinó y recogió el candil.

No había visto ninguna alianza en su mano, pero eso no significaba nada. Muchos hombres no llevaban anillo, y si lo hacían podían quitárselo en determinados momentos. Pero, pensándolo bien, no había visto ningún descoloramiento en su dedo que indicara ese tipo de juegos.

Aun así, no pudo evitar preguntarse si habría alguien esperando a Alain Dulac en su casa, dondequiera que estuviera.

Un segundo después se rió de sí misma. Por supuesto que lo habría. Los hombres con el aspecto de Alain Dulac siempre tenían a alguien esperándolos. Ese tipo de cuerpo era un cebo, ni más ni menos. Y seguramente montones de mujeres habían picado.

«Pero eso da igual», se dijo, saliendo del ático. Esperó a que todos los perros estuvieran con ella y cerró la puerta.

—Bueno, chicos —anunció, risueña—. Tenemos lo que buscábamos. Vamos abajo.

Winchester se había quedado a su lado, mirándolo fijamente, todo el tiempo que faltó Kayla. Había intentando acariciarlo, pero cada movimiento había provocado una intensa punzada de dolor en el costado.

Alain aguzó el oído cuando oyó el crujido de la madera por encima de su cabeza. Ella volvía del ático, gracias a Dios.

—Tu ama vuelve —le dijo al perro—. Ahora puedes ir a mirarla a ella.

Alain oyó doce pares de patas y uno de pies bajar las escaleras.

Le habría encantado incorporarse y recibirla como una persona normal, pero con el más leve movimiento volvía a sentir a los diablillos martillar en su cabeza. Y además sentía un horrible dolor en las costillas.

Nunca había sido quejicoso y creía que su umbral de dolor era bastante alto. Cuando se había caído de un árbol, rompiéndose un brazo, a los ocho años, había sido tan estoico que Philippe había pensado que sufría una conmoción. Pero en ese momento sentía dolor. Mucho. Ni siquiera podía inspirar profundamente. Eso incrementaba su sensación de claustrofobia, por más que intentaba controlarlo.

—¿Por qué no puedo tomar aire de verdad? —le preguntó a Kayla, en el momento en que entró en la habitación. Notó, vagamente, que la luz del candil la precedía como un halo divino que iluminaba cada uno de sus movimientos. A su espalda, los perros entraron uno a uno.

—Porque tienes fisuras en dos costillas y te he puesto un vendaje tan tenso como he podido —contestó ella. Como veterinaria, no estaba acostumbrada a las quejas de viva voz. Pensó que tenían sus ventajas—. Es temporal.

Dejó el candil en la mesita de café y alzó el peto vaquero.

Él tardó en comprender qué era lo que le mostraba. El hombre que había engendrado a esa delicada mujer había sido inmenso. Era obvio que ella debía de haber salido a su madre.

—Vaya, no exagerabas al decir que tu padre era enorme, ¿verdad? —comentó. En ese peto vaquero habrían cabido dos como él—. ¿Cuánto pesaba?

—Demasiado —contestó ella—. Dada su profesión, debería haberse cuidado más.

—¿Cuál era su profesión? —preguntó él.

—Era médico de familia —contestó ella.

—Podría haber sido peor —dijo Alain, intentando ignorar las punzadas de dolor—. Podría haber sido endocrino o dietista —con una sonrisa resignada, estiró el brazo hacia el peto, pero tuvo que bajarlo con un gemido de dolor.

Preocupada, Kayla dejó el peto en la mesita.

—Tal vez deberías seguir tumbado. Puedes vestirte más tarde. Es obvio que no vas a ir a ningún sitio esta noche.

Como si quisiera reforzar su comentario, el viento agitó los cristales de las ventanas. Kayla puso la mano en la frente de Alain y arrugó la frente. A él no le gustó ver eso.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Estás caliente —dijo ella, mirándolo pensativamente.

A él eso le gustó aún menos. No tenía tiempo para tonterías. Tenía una agenda repleta de citas y se imponía volver a casa.

—¿Eso no es buena señal? Estar frío es estar muerto, ¿no?

—Estar rígido es estar muerto —corrigió ella con una sonrisa—. Espera. Voy a por algo que hará que te sientas mejor.

—«Espera» —repitió él cuando se fue. Winchester lo miró con lo que a Alain le pareció compasión—. Como si tuviera otra opción.

El perro ladró, como si estuviera de acuerdo en que no la tenía, al menos de momento. Alain lo miró. Tenía que estar alucinando, no había otra explicación para creer que estaba conversando con un perro escayolado.

Kayla regresó con un vaso de agua y una píldora azul.

—Tómate esto —ordenó, con un tono que no daba lugar a réplica. Le puso la píldora en los labios.

—¿Qué es? —preguntó Alain con desconfianza.

—Traga y calla —dijo ella—. Te sentirás mejor, te lo aseguro —al ver que él no se movía, suspiró. Es un analgésico —aclaró con exasperación—. ¿Siempre lo cuestionas todo?

—En general sí —aceptó él. Pensó que, si quería matarlo, podía haberlo hecho cuando estaba inconsciente así que, con desconfianza, aceptó la píldora—. Lo llevo en la sangre.

—¿El qué? —ella enarcó una ceja—. ¿Ser un incordio?

—Ser abogado —aclaró él, metiéndose la píldora en la boca.

—Viene a ser lo mismo —bromeó Kayla, encogiéndose de hombros. Puso una mano tras su cabeza para alzarla y ayudarlo a beber agua. Notó que él se tensaba, como si quisiera ocultarle que sentía dolor—. Esto te ayudará —le aseguró.

Él no tenía nada en contra de los analgésicos, pero el dolor no era su problema principal.

—Lo que me ayudaría de verdad es volver a la carretera, tengo que regresar a Los Ángeles esta noche —afirmó él. A Rachel no iba a hacerle ninguna gracia que faltara a su cita, y lo estaba pasando demasiado bien con ella para poner fin a la relación, de momento.

Además, había una reunión informal de la empresa. Dunstan había dicho que era voluntaria, pero todo el mundo sabía que no lo era.

La pelirroja estaba moviendo la cabeza de lado a lado con firmeza.

—Lo siento, pero eso no ocurrirá. Tu coche está inmovilizado. Y tú también.

—Mi coche —musitó Alain, viendo imágenes del accidente. Se preguntó si realmente había trepado por un árbol o eran imaginaciones suyas. Intentó incorporarse y, más que dolor, sintió que la neblina volvía a apoderarse de su cerebro—. ¿Cómo de grave es la situación?

—Eso depende —dijo Kayla.

Alain pensó que seguramente en el pueblo habría un mecánico que se hacía rico aprovechándose de la gente que tenía un fallo mecánico en la zona. Había muchas historias de auténticos robos, cuando no había alternativa.

—¿De qué? —preguntó, con desazón.

—De si quieres un coche útil o un montón de papeleo —contestó ella. Tenía la sensación de que el analgésico empezaba a hacerle efecto.

Alain pensó que el coche sólo tenía un año. Debería haber alquilado un vehículo para ir a Santa Bárbara, como había pensado inicialmente.

—¿Crees que es un siniestro total?

Esa vez Kayla meditó antes de contestar. Lo cierto era que no se había fijado mucho en el coche. Había estado demasiado preocupada con llevarlo a él a un lugar seguro y sin lluvia.

—Puede que no —admitió—. Pero es obvio que va a tardar un tiempo en volver a la carretera.

De repente, él tuvo la sensación de que la habitación se volvía más oscura. Tal vez el fuego se estaba apagando. O su cerebro. Ya no le dolían las costillas. Pensó que podía ofrecerle un pago por el uso de su vehículo, pero su mente se negaba a concentrarse.

—No puedo quedarme aquí —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó ella con voz inocente—. Me parece que no tienes otra opción —sonrió levemente—. No te preocupes, no te cobraré por el alojamiento.

—Hay sitios a los que debo ir, gente a la que debo ver —protestó él, aunque pensar se estaba convirtiendo en un imposible.

—Los sitios seguirán allí mañana. Y pasado mañana —añadió ella, terminante—. Y si la gente merece la pena, también.

Kayla sabía que la píldora estaba haciendo efecto. Debería habérsela dado en cuanto estuvo tumbado, pero había querido saber cómo de mal se sentía. Calculó que tardaría unos minutos en dormirse. Se sentó en la mesita de café, mirándolo. Taylor se sentó a su lado.

—Ahora mismo —susurró con voz suave—, necesitas descansar. Las carreteras estarán inundadas, así que no podrías ir a ningún sitio. Cuando llueve así Shelby se convierte en una isla.

—¿Shelby? —balbució él.

—El pueblo por el que pasabas —aclaró ella. No aparecía en la mayoría de los mapas. Kayla se inclinó hacia delante y puso la mano en su brazo, para que se sintiera seguro—. Te he dado algo que te hará dormir, Alain. Deja de luchar contra ello, duerme.

A él le gustó oír su nombre en sus labios. Se dio cuenta de que se mecía en una especie de corriente y le pesaba el cuerpo.

—Si me duermo… —le costaba mucho hablar.

—¿Sí? —Kayla se inclinó hacia él para oírlo.

—¿Te… aprovecharás de mí… esta vez?

Ella soltó una carcajada y movió la cabeza. El tipo era de cuidado.

—No —le aseguró, con una sonrisa—. No me aprovecharé de ti.

—Pues es… una lástima.

Eso puso fin a la conversación, sus párpados perdieron la batalla y se cerraron.

Atrapa a un soltero - La ley de la pasión

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