Читать книгу Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеSe—or. Eh, señor —Kayla alzó la voz por encima del rugido del viento—. ¿Puede oírme?
Como no hubo respuesta, sacudió su hombro. No consiguió nada. El desconocido no alzó la cabeza ni intentó hablar. Estaba inmóvil como la muerte.
La inquietud de Kayla creció. Se preguntó si estaría gravemente herido, o…
—Ay, Dios —murmuró, entre dientes.
Dio un paso atrás y casi pisó a Winchester. El perro parecía tener la intención de saltar dentro del coche para reanimar al conductor.
—Apártate, amigo —ordenó Kayla, temiendo pisar una de sus patas sanas. El perro obedeció con desgana.
Kayla frunció el ceño. El airbag no se estaba desinflando. Tras, posiblemente, haberle salvado la vida, en ese momento podía estar asfixiándolo.
Empujó el airbag, pero no cedió. Lo golpeó con el lateral de la mano, esperando que la enorme almohada color crema se deshinchara.
No lo hizo.
Desesperada, rebuscó en los bolsillos. Por la mañana, cuando se vestía, siempre metía el teléfono móvil en el bolsillo, junto con la vieja navaja suiza que una vez había sido la posesión más preciada de su padre.
Sonrió con alivio cuando sus dedos rozaron el pequeño y familiar objeto. La sacó del bolsillo y con la hoja más grande pinchó la bolsa, que se desinfló rápida y ruidosamente.
En cuanto estuvo plana, la cabeza del desconocido cayó hacia delante, golpeando el volante. Era obvio que seguía inconsciente, o eso esperaba. La otra alternativa era horrible.
Kayla puso los dedos en su cuello y encontró pulso.
—Ha tenido suerte —masculló.
El siguiente paso era sacarlo del coche. Había visto accidentes en los que el vehículo quedaba tan destrozado que tenían que intervenir los bomberos. Por suerte, no era el caso. Dadas las circunstancias, el conductor había sido increíblemente afortunado. Se preguntó si habría estado bebiendo. Lo olisqueó y no captó el más mínimo olor a alcohol.
Debía de ser otro californiano que no sabía conducir en la lluvia. Se inclinó sobre él para intentar soltarle el cinturón. Tuvo la sensación de que se movía.
Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de un hombre.
—¿Nos… conocemos?
Kayla tragó aire y se apartó, golpeándose la cabeza con el techo del coche.
—Está despierto —declaró con alivio.
—O… tú eres… un sueño —murmuró Alain con vez débil. Su voz le sonó aguda y distante. Le pesaban los párpados tanto como una tonelada de carbón. Insistían en cerrarse.
Se preguntó si estaba alucinando. Oía ladridos. Tal vez fueran perros demoníacos y él estuviera en el infierno.
Alain intentó concentrarse en la mujer que tenía ante él. Llegó a la conclusión de que deliraba. No había otra explicación para estar viendo a un ángel pelirrojo con impermeable.
Kayla miró al desconocido fijamente. Le salía sangre de un gran corte en la frente, justo encima de la ceja derecha, y los ojos se le iban hacia arriba. Daba la sensación de que volvería a perder el conocimiento de un momento a otro. Pasó un brazo por su cintura, aún intentando encontrar el botón que soltaba el cinturón de seguridad.
—Indudable… un sueño —jadeó Alain, al sentir sus dedos en el muslo. Si hubiera sabido que el infierno estaba poblado por criaturas como ella, se habría ofrecido voluntario mucho tiempo antes.
Ella encontró el botón, lo pulsó y apartó el cinturón. Miró su rostro. Tenía los ojos cerrados.
—No, no te desmayes —suplicó. Llevar al desconocido hasta su casa sería imposible si estaba inconsciente. Era fuerte, pero no tanto—. Sigue conmigo. Por favor —le urgió.
Para su alivio, él abrió los ojos de nuevo.
—Es… la mejor oferta… del día —consiguió decir, con una mueca dolorida.
—Fantástico —murmuró ella—. De todos los hombres que podrían estrellarse contra mi árbol, me ha tenido que tocar un donjuán.
Pasó las manos por sus costillas y consiguió más muecas de dolor. Pensó, con desmayo, que debía de tener alguna costilla rota o magullada.
—Bueno, aguanta un poco —le dijo, moviendo su torso y sus piernas de modo que estuviera mirando hacia fuera del vehículo. Con un esfuerzo, puso el brazo bajo su hombro y le agarró la muñeca.
—No deberías… poner tus árboles… donde la gente pueda… chocar con ellos —farfulló él contra su oreja, aún con los ojos cerrados.
Kayla intentó controlar el escalofrío que le provocó sentir su aliento. Apretó los dientes para prepararse para el esfuerzo que iba a hacer.
—Lo tendré en mente —dijo. Separó los pies e intentó alzarse tirando de él. Notó cómo él se hundía—. A ver si colaboras conmigo —farfulló. Le pareció oír una risita.
—¿Qué… colaboración… tenías en mente?
—Desde luego, no la que tienes tú —le aseguró. Inspiró profundamente y se enderezó. El hombre a quien intentaba rescatar era un peso muerto.
Rodeó su cintura con el brazo y se concentró en emprender el largo camino por el jardín hasta la puerta de su casa.
—Perdona… —la palabra se perdió en el viento. Un momento después su significado quedó claro: el hombre se había desmayado.
—No, no, espera —suplicó Kayla con frenesí.
Él se derrumbó como una tonelada de ladrillos. Casi la arrastró en su caída, pero en el último instante lo soltó. Frustrada, miró al rubio y guapo desconocido. Si estaba inconsciente, no podría con él. Miró hacia su casa. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Kayla se mordió el labio inferior y pensó un momento, mientras los perros rodeaban al desconocido. Entonces se le ocurrió una idea desesperada.
—Hay muchas formas de matar a un gato —dijo.
Taylor ladró con entusiasmo y Kayla no pudo evitar una sonrisa.
—Eso te gustaría, ¿eh? Bueno, chicos —les dijo a todos, como si fueran sus ayudantes—. Vigiladlo. Volveré enseguida.
Los perros parecieron entender cada palabra. Kayla creía que los animales entendían lo que se les decía, siempre y cuando uno tuviera la paciencia de adiestrarlos desde que llegaban a casa. Igual que a los bebés.
—Lona, lona, ¿qué hice con esa lona? —canturreó, corriendo hacia la casa. Recordaba haber comprado más de diez metros el año anterior, de color rojo. Le había sobrado un trozo bastante grande y tenía que estar por ahí.
Cruzó la cocina y fue al garaje, buscando. La lona estaba doblada y colocada en un rincón. Kayla la agarró y volvió sobre sus pasos.
Instantes después llegaba al vehículo. Winchester, oyendo su llegada, cojeó hacia ella y luego volvió hacia el coche.
—¿Crees que he olvidado el camino? —le dijo.
Mientras la lluvia seguía golpeándola, Kayla extendió la lona en el suelo embarrado. Trabajando tan rápido como podía, hizo rodar al hombre sobre la lona. Lo embarró de arriba abajo, pero era inevitable. Dejarlo allí fuera, sangrando y sólo Dios sabía en qué estado, no era una opción.
—Bueno —les dijo a los perros—, ahora viene lo difícil. En momentos como éste, un trineo sería muy útil.
Winchester ladró animoso y la miró con adoración. Al fin y al cabo, ella era su salvadora.
—Es fácil para ti darme ánimos. Allá vamos —rezongó. Agarró las esquinas de la lona y, tirando de ellas, emprendió el lento y pesado viaje. Rezó porque el hombre, boca arriba, no se ahogara por el camino.
Lo primero que notó Alain cuando abrió los ojos fue el peso de un yunque sobre la frente. Parecía pesar miles de kilos y una banda de diablillos bailaba encima de él, dando martillazos sin cesar.
Lo segundo que notó fue el roce de las sábanas en la piel. En casi toda su piel. Estaba desnudo bajo el edredón de plumas azul y blanco. O cerca de estarlo. Sin duda, sentía una sábana bajo la espalda.
Parpadeando, se esforzó por enfocar los ojos.
¿Dónde diablos estaba?
No tenía ni idea de cómo había llegado allí, ni por qué. Tampoco sabía quién era la mujer de las bonitas caderas.
Alain parpadeó otra vez. No eran imaginaciones suyas. Había una mujer de espaldas a él, una mujer con caderas suntuosas, inclinada sobre una chimenea. El resplandor del fuego y un puñado de velas repartidas por la gran habitación de aspecto rústico eran la única luz.
«¿Por qué no hay electricidad? ¿Estaré viajando en un túnel del tiempo?».
Nada tenía sentido. Alain intentó levantar la cabeza y se arrepintió de inmediato. El golpeteo que sentía se multiplicó por dos.
Automáticamente, se llevó la mano a la frente y tocó un montón de gasa. La recorrió con los dedos, preguntándose qué había ocurrido.
Curioso, alzó el edredón y la sábana y vio que aún llevaba puestos los calzoncillos. Había más vendajes rodeando su pecho. Empezaba a sentirse como un personaje de tebeo.
Abrió la boca para llamar la atención de la mujer, pero no pudo decir nada. Carraspeó antes de volver a intentarlo y la mujer oyó el sonido.
Se dio la vuelta, al igual que los perros que la rodeaban. Alain comprendió que había estado poniendo comida en varios cuencos.
Al menos no iban a comérselo a él. «Aún», se corrigió con ironía.
—Estás despierto —dijo la mujer complacida, yendo hacia él.
La luz del fuego iluminaba las ondas pelirrojas que enmarcaban su rostro. Se movía con fluidez y gracia. Como alguien que se sentía cómoda dentro de su piel. Y no tenía por qué no ser así. La mujer era una belleza.
Volvió a preguntarse si estaría soñando.
—Y desnudo —añadió él.
Los labios de ella se curvaron con una sonrisa traviesa. Él no supo si se había sonrojado o si el tono rosado de sus mejillas se debía al fuego. En cualquier caso, era cautivadora.
—Te pido disculpas por eso.
—¿Por qué? ¿Te has aprovechado de mí? —preguntó él, divertido, aunque aún confuso.
—No estás desnudo —señaló ella—. Y prefiero a los hombres conscientes —después se puso seria—. Tu ropa estaba húmeda y embarrada. Conseguí lavarla antes de que se fuera la luz —señaló las velas—. Ahora mismo está colgada en el garaje, pero no se secará hasta mañana. Si acaso.
Él estaba acostumbrado a los apagones eléctricos, solían durar unos minutos.
—A no ser que vuelva la electricidad.
La pelirroja movió la cabeza y su pelo flotó alrededor de su rostro como una nube al viento.
—Lo dudo mucho. Por aquí, cuando se va la luz no es a corto plazo. Con suerte, la electricidad volverá mañana a mediodía.
Alain miró el edredón que lo cubría. Incluso ese leve movimiento le causó dolor.
—Bueno, aunque sea una opción intrigante, no puedo estar desnudo tanto tiempo. ¿Podrías prestarme ropa de tu marido hasta que la mía se seque?
—Eso no va a ser nada fácil —contestó ella, con un brillo divertido en los ojos.
—¿Por qué?
—Porque no tengo marido.
Él tenía la sensación de haber visto a alguien con impermeable y capucha antes.
—¿Compañero? —sugirió. Al no recibir contestación, insistió—: ¿Hermano? ¿Padre?
—No, ninguna de esas cosas.
—¿Estás sola? —preguntó él, incrédulo.
—Ahora mismo tengo siete perros —le dijo, con una sonrisa traviesa—. Nunca, en ningún momento del día o de la noche, estoy sola.
Él no entendía. Si no había nadie más en la casa…
—Entonces, ¿cómo me has traído? No pareces lo bastante fuerte para haberlo hecho sola.
Ella señaló la lona que había extendido ante la chimenea para que se secara.
—Te tumbé en eso y te arrastré hasta aquí.
Él tuvo que admitir que estaba impresionado. Ninguna de las mujeres que conocía habría intentado siquiera hacer algo así. Lo habrían dejado bajo la lluvia hasta que pudiera moverse por sí solo. O hasta que se ahogara.
—Una mujer con recursos.
—Me gusta creer que lo soy.
Y como tenía recursos, su mente no paraba nunca. Se centró en el problema de tener a un hombre casi desnudo en el salón.
—Creo que hay un viejo peto vaquero de mi padre en el ático —dijo Kayla. Empezó a ir hacia la escalera, pero se detuvo. Miró al hombre que había en el sofá con una expresión escéptica en los ojos verdes.
Alain se preguntó qué estaría pensando. Y por qué lo miraba dubitativa.
—¿Qué?
—Bueno… —Kayla titubeó, buscando una forma delicada de decirlo, a pesar de que su padre había fallecido unos cinco años antes—. Mi padre era un hombre bastante grande.
—Yo mido un metro ochenta y cinco —apuntó Alain, que seguía sin ver el problema.
Ella sonrió y, a pesar de la situación, él sintió una atracción magnética, como si alguien le hubiera echado un lazo y tirara de él.
—No, no grande así… —Kayla alzó la mano para indicar altura—, grande así —aclaró poniendo la mano delante de su abdomen; su padre había tenido el cuerpo de un oso grizzly adulto.
—Me arriesgaré —le aseguró Alain—. Es eso o ponerme algo tuyo, y no creo que ninguno de los dos queramos ir por ese camino.
De repente se le ocurrió que estaba conversando con una mujer cuyo nombre no conocía y que no sabía el suyo. Aunque no era algo tan inusual en su vida, había llegado la hora de las presentaciones.
—Por cierto, soy Alain Dulac.
La sonrisa de ella, a juicio de Alain, iluminaba la habitación mucho mejor que las velas.
—Kayla —dijo ella—. Kayla MacKenna —le vio hacer una mueca de dolor al intentar incorporarse para darle la mano. Con gentileza, apoyó las palmas de las manos en sus hombros y lo obligó a tumbarse de nuevo—. Creo que deberías seguir ahí un rato. Te hiciste una brecha en la cabeza y fisuras en un par de costillas. Te he dado puntos en la frente y vendado el pecho —añadió—. No parece que haya más daños. Hice un reconocimiento con mi escáner portátil.
—¿He de suponer que eres médico? —preguntó él. O eso, o estaba ante un personaje de Star Trek. Kayla negó con la cabeza.
—Veterinaria —corrigió.
—Oh —Alain tocó el vendaje de la cabeza, como si no supiera qué pensar—. ¿Significa eso que de pronto voy a empezar a ladrar o a sentir el impulso de beber agua del inodoro?
Ella se echó a reír. A Alain le pareció una risa de lo más sexy.
—Sólo si quieres. Las reglas básicas de la medicina son las mismas, ya se trate de animales o humanos —le aseguró—. Hoy en día ya ni siquiera matan a los caballos cuando se rompen una pata.
Él hizo intención de moverse, pero se detuvo cuando ella lo miró con dureza.
—¿Por qué no descansas mientras voy a ver si encuentro algo de mi padre en el ático?
Sin que él lo notara, la jauría de perros se había cerrado a su alrededor. Daban la impresión de mirarlo con suspicacia, o eso le parecía a él. Eran siete en total, siete pastores alemanes de distintos tamaños y colores: dos blancos, uno negro y el resto negros y dorados. Ninguno de ellos, excepto el más pequeño, que tenía una pata escayolada, tenía aspecto amigable.
—¿Crees que es seguro dejarme solo con estos perros? —le preguntó Alain a Kayla.
—No les harás daño. Confío en ti —sonrió ella.
—Sin ánimo de ofender, no pensaba hacerles daño. Me preocupa que decidan que no han cenado suficiente —dijo, sólo medio en broma—. La supervivencia del más fuerte y todo eso.
—No te preocupes —le dio una palmadita en el hombro, que era lo mismo que hacía con los perros para tranquilizarlos—. No te han confundido con un macho alfa invasor —los miró y comprendió que para un extraño podían resultar intimidantes—. Si hace que te sientas mejor, me llevaré a algunos conmigo.
—¿Qué te parece llevártelos todos? —sugirió él.
—No te gustan los perros —afirmó, más que preguntó, ella. Se sentía un poco decepcionada por eso, aunque no sabía por qué.
—Los perros me gustan —contradijo él—. Pero preferiría estar de pie, no tumbado como si fuera el último plato del menú.
—Vale, entonces vendrán conmigo —aceptó ella, suponiendo que era comprensible que estuviera nervioso—. Sólo te dejaré a Winchester —dijo, señalando al perro más pequeño.
Ése parecía bastante amistoso. Pero Alain sintió curiosidad por la elección.
—¿Por qué? ¿Es porque se ha roto una pata?
—No se rompió la pata —corrigió ella—. Alguien le dio un tiro. Pero he pensado que podríais crear un vínculo, Winchester fue quien te encontró —aclaró. Salió de la habitación con los perros pisándole los talones.
Un minuto después de que Kayla saliera de la habitación, él comprendió que ella se equivocaba. Winchester no lo había encontrado; había sido el responsable de su súbita e inesperada fusión con el roble.
Pero ya era tarde para decírselo.