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Capítulo 1

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Se suponía que no llovía en octubre. Al menos en California del Sur.

Alain Dulac estaba bastante seguro de que debía de ser una norma escrita, en algún sitio. Mientras intentaba controlar su coche deportivo, en absoluto ideado para esa clase de tiempo, comprobó que la visibilidad era equivalente a cero. Porque, como decía una vieja canción de los años sesenta, en California no llovía, sólo diluviaba.

Y eso estaba ocurriendo. Diluviaba. Como si todo el océano Pacífico hubiera sido absorbido por las nubes negras del cielo que estaban derramando su contenido sobre él. Veía tan poco que ni siquiera sabía dónde estaba. Hasta podría haber dado la vuelta y estar yendo de nuevo hacia Santa Bárbara.

El reloj decía que eran poco menos de las cuatro de la tarde, pero parecía el principio del Apocalipsis. Incluso se oían truenos, otra cosa inaudita en esa época del año.

Los limpiaparabrisas hacían lo que podían pero, indudablemente, estaban perdiendo la batalla. Sólo le daban segundos de visibilidad.

Alain se tragó una maldición cuando el coche rebotó en un charco. Pensó, con rabia, que habría estado bien que el hombre del tiempo hubiera avisado sobre la tormenta el día anterior, o incluso esa mañana. Agarró el volante con más fuerza, como si eso pudiera proporcionarle un mejor control del coche. Si hubiera sabido que el día amenazaba diluvio, habría pospuesto unos días el viaje a Santa Bárbara para conseguir el atestado.

El aspecto saludable de Archie Wallace indicaba que viviría sin problemas hasta el lunes. Con sus ochenta y cuatro años, el ex sirviente, estaba mejor que muchos hombres con la mitad de edad. Alain podría haber esperado para obtener la declaración sin arriesgar su vida y su BMW.

Los labios de Alain se curvaron por primera vez desde que había salido de la casa de Archie. Pensó que no tenía nada de malo aparecer ante las cámaras por un caso importante, le gustaba la idea de estar en el candelero. Hasta ese momento, su único derecho a la fama se debía a ser el hijo menor de Lily Moreau. Su madre, Dios la bendijera, era tan famosa por su estilo de vida como por sus coloridas obras de arte. A veces su vida social obtenía más atención que sus cuadros.

Alain no dudaba que los reporteros que habían asistido a su última exposición estaban tan interesados en el oscuro y guapo jovencito que la acompañaba como en los cuadros expuestos. Kyle Autumn era el protegido de su madre y, por lo que ella decía, el amor de su vida.

Al menos durante ese mes.

El hecho de que Alain y sus dos hermanastros, mayores que él, tuvieran tres padres distintos era testimonio de que Lily amaba con pasión, y de que no solían ser pasiones duraderas.

Era mejor madre que esposa y, por suerte para el mundo del arte, mejor pintora que cualquiera de las otras dos cosas.

Alain no tenía quejas en ese sentido. Había comprendido hacía muchos años que Lily era tan buena madre como podía ser, y Georges y él siempre habían tenido a Philippe. Era el mayor, siempre más padre que hermano, y Alain había aprendido la mayoría de sus valores de él.

En cierto modo, suponía que Philippe había sido el artífice de que se dedicara a la abogacía de familia. Philippe siempre había mantenido que la familia lo era todo.

Era una lástima que los Halliday no lo vieran de la misma manera. El caso al que se enfrentaba estaba a punto de convertirse en el drama familiar del año. Todos se lanzaban acusaciones a diestro y siniestro. Y la prensa amarilla hacía su agosto.

En realidad no era el tipo de caso que Dunstan, Jewison y McGuire solía aceptar. El venerable bufete de más de un siglo de antigüedad se enorgullecía de llevar todos sus asuntos con clase y decoro. Ése, sin embargo, tenía tanta clase como un reality show televisivo.

El problema era la obscena cantidad de dinero en lid. Sólo un santo podría haber rechazado la cantidad que recibiría la empresa si ganaba el caso para la voluptuosa y dolida viuda. El bufete llevaba años manteniéndose en pie por su reputación y poco más; por eso habían contratado a Alain. Era el abogado más joven. El siguiente, Morris Greenwood, tenía cincuenta y dos años. Habían buscado una inyección de sangre nueva, y de dinero, claro.

Alain había llevado el caso Halliday al bufete. Cuando lo ganaran, y lo ganarían, se generaría mucho negocio. Y eso no tenía nada de malo.

Igual que su madre, Alain estaba dispuesto a jugar si hacía falta. No tenía duda de que podía ganar. Ethan Halliday se había enamorado tanto de su joven esposa que, dos meses después de la boda, había roto el acuerdo prenupcial y cambiado su testamento. La joven y núbil modelo de lencería iba a heredar más del noventa y ocho por ciento de la cuantiosa fortuna de Halliday. Ese testamento había robado a los cuatro hijos de Halliday lo que consideraban suyo por derecho. Dos hombres y dos mujeres, todos mayores que la viuda de su padre, estuvieron de acuerdo por primera vez en años: se habían unido contra la malvada madrastra.

Era como un guión de película de serie B. En otros tiempos habría sido un triste cuento de los hermanos Grimm. Y, si estaba en su mano, sería su cliente, la viuda, quien tuviera el final feliz.

«Si vivo para entregar la declaración que he recibido», pensó Alain, cuando el coche volvió a patinar en la carretera.

El viento no ayudaba. Llegaban fuertes ráfagas de repente, que luchaban con él por el control de su vehículo. Volvió a aferrar el volante con todas sus fuerzas, para impedir que el coche saliera despedido de la carretera.

Tenía la sensación de que el viento se había partido en dos, y que cada lado lo empujaba primero en una dirección, luego en otra.

Alain pensó en cómo debería haber ido su día antes de que se iniciara el desastroso temporal. Había planeado ir a ver antigüedades con Rachel para después disfrutar de una cena íntima que llevaría a donde llevara.

Sonrió, a su pesar. Rachel Reed era una gata salvaje en la cama y agradablemente directa y sin complicaciones cuando estaba de pie. Justo como le gustaban las mujeres: diversión sin ataduras. En ese sentido, Alain se parecía mucho a su madre.

Volvió a forcejear con el volante para mantener el rumbo del coche. No tenía ni idea de dónde estaba.

Miró el GPS. Hacía lo que llevaba haciendo durante el último cuarto de hora: parpadear como un adolescente. Estaba fuera de control.

—¿Para qué sirves si no funcionas? —clamó, irritado. Como si respondiera, el GPS se oscureció—. Eh, no te pongas así, lo siento. Enciéndete, ¿vale?

Pero el GPS siguió a oscuras, como el resto del salpicadero. Tampoco la radio ofrecía más que un zumbido de estática.

Alain resopló. Se sentía como el último hombre sobre la faz de la tierra, luchando contra los elementos. Perdido y más que perdido.

Ni siquiera su teléfono móvil tenía cobertura, lo había probado varias veces. La madre naturaleza le había declarado la guerra, a él y a sus dispositivos electrónicos. Como si supiera que sin su ayuda era incapaz de orientarse e iría a la deriva, como una hoja en una galerna.

Llevaba un mapa en el bolsillo de la puerta del pasajero, pero no servía para nada porque sólo cubría Los Ángeles y Orange County. Él estaba por debajo de Santa Bárbara, de camino al país del mago de Oz, o al infierno, lo que llegara antes.

Circulaba a la velocidad mínima, buscando desesperadamente algún rastro de civilización. Había dejado la ciudad hacía un buen rato y sabía que había casas por allí, las había visto a la ida. Pero eran escasas y dispersas; no conseguía captar ni un destello de luz que lo guiara. Ni siquiera veía siluetas de edificios.

Frunciendo los ojos, Alain se inclinó sobre el volante, intentando ver algo, lo que fuera.

Estaba a punto de rendirse cuando algo se cruzó en su camino. Tal vez un animal. Con el corazón acelerado dio un volantazo hacia la izquierda para evitar a lo que quiera que fuese. Las ruedas rechinaron y oyó el chirrido de los frenos. Salió barro disparado por los aires.

De repente, de la nada, surgió un árbol a su izquierda. Alain sabía que no podía chocar contra él si quería salir de allí con vida.

Pero su coche, al que cuidaba como si fuera un bebé, parecía tener otros planes: unirse a ese árbol. Alain notó que el coche patinaba.

En el fondo de su mente recordó que en ciertos casos lo mejor era girar el volante hacia el lado del derrape, pero todo su cuerpo gritaba que se alejara del árbol para no chocar con él. Así que giró el volante tanto como pudo hacia la derecha.

El horrible ruido de las ruedas, el chirrido del metal y el aullido del viento se unieron en uno. Su compostura habitual lo abandonó y dio paso al pánico. Oyó un golpe.

Y después nada.

Tenía la impresión de que Winchester no había dejado de dar problemas desde el día en que lo encontró en el refugio de animales y decidió adoptarlo. Pero le tenía un cariño especial y le daba bastante manga ancha. De todos los perros que Kayla MacKenna había adoptado, era el que tenía una historia más triste.

Antes de que rescatara al pequeño pastor alemán, alguien lo había utilizado como diana, para práctica de tiro. Cuando llamó su atención, Winchester tenía una bala alojada en la pata delantera derecha y tenía fiebre porque la herida se había infectado. En vez de costear una operación para extraer la bala, el refugio de animales se había limitado a entablillarle la pata. Ella lo encontró cuando hacía su ronda bimensual, pocas horas antes de que lo sacrificaran.

En cuanto insistió en que abrieran su jaula, el perro había cojeado hacia ella y había apoyado la cabeza en su regazo. Kayla no pudo resistirse. Lo había llamado Winchester en honor al famoso rifle utilizado en la conquista del oeste.

Solía visitar los refugios de animales buscando a pastores alemanes que hubieran sido abandonados por alguna razón. Si hubiera podido, se los habría llevado a todos a casa para tratarlos, cuidarlos y prepararlos para que fueran adoptados en buenos hogares. Pero incluso ella, a pesar de su gran corazón, tenía que ponerse límites.

Así que elegía basándose en su infancia. Hailey había sido su primera mascota, una pastor alemán enorme, adorable y atípica. Como perra guardián era un fracaso, pero era tan cariñosa que a Kayla le había robado el corazón el primer día. Sus padres la habían esterilizado, así que nunca tuvo perritos. Pero en cierto modo Kayla consideraba a Hailey la madre de todos los perros que había rescatado desde que acabó la carrera.

Había perdido la cuenta de los perros que había llevado a casa y cuidado hasta encontrar a alguien que los adoptara. Era veterinaria, así que el coste de curar a los animales, con frecuencia maltratados, era nominal.

—Así nunca te harás rica —se había burlado Brett con condescendencia—. Y si esperas que me case contigo, tendrás que librarte de estos perros. Lo sabes, ¿verdad?

Ella, alzando el candil que había sacado para ver algo en la lluvia, pensó que sí lo había sabido, pero no había querido admitirlo. Había conocido a Brett en la facultad. Era guapísimo y se había enamorado locamente de él. Pero al final resultó que había cometido un error de juicio. Él no sería el hombre con quien pasaría el resto de su vida.

Así que se quedó con los perros y se libró de su prometido; sabía que había salido ganando.

El viento cambió de dirección, golpeándola de frente, en vez de desde atrás. Intentó sujetarse la capucha con la mano libre, pero el viento lo impidió. Segundos después tenía el cabello empapado.

—¡Winchester!

El viento le quitó el aire, impidiéndole volver a llamar al pastor alemán.

«Maldito perro, ¿por qué has tenido que escaparte hoy?», pensó. No era la primera vez que lo hacía. Winchester era muy nervioso, seguramente por haber sido maltratado, y cualquier ruido lo incitaba a esconderse.

—¡Winchester, vuelve, por favor! —el viento le devolvió la fútil súplica—. Taylor, tenemos que encontrarlo —le dijo al perro que iba a su izquierda.

Taylor era uno de los perros que había decidido quedarse. Tenía siete años y nadie quería un perro tan viejo. Implicaba un gasto mayor en cuidados sanitarios y más dolor de corazón porque le quedaban pocos años de vida. Pero Kayla pensaba que todas las criaturas de Dios merecían amor, con la posible excepción de Brett.

De repente, Taylor y Ariel, la perra que iba al otro lado, empezaron a ladrar.

—¿Qué? ¿Veis algo? —preguntó a los animales.

Se puso una mano haciendo de visera y alzó el candil con la otra. Entrecerró los ojos para intentar ver algo a través de la lluvia y comprendió la razón de los ladridos de Taylor y Ariel.

Los ladridos de tres perros, porque distinguió la silueta de Winchester. Estaba a un metro del coche color cereza que, desde donde estaba Kayla, parecía estar haciendo lo imposible: trepar a un roble. El morro y las ruedas delanteras estaban a casi medio metro del suelo, sobre el tronco del árbol centenario.

A pesar de la lluvia, Kayla habría jurado que captaba olor a humo. Tras un segundo de parálisis, corrió hacia el coche tan rápido como pudo. La lluvia golpeaba su piel como miles de agujas diminutas.

Casi resbaló cuando llegaba al vehículo. Iluminó el interior con el candil. Consiguió ver la parte posterior de la cabeza de un hombre. El rostro estaba enterrado en el airbag, que se había inflado, como debía, con el impacto.

Kayla oyó un gemido, pero se dio cuenta de que lo había emitido ella, no el hombre.

Winchester saltaba sobre las patas traseras como si quisiera dejar claro que él había encontrado al hombre antes que nadie. Debía de ser la interpretación canina de «Yo lo encontré, ¿puedo quedármelo?».

El hombre no se movía. Kayla se preguntó si estaría inconsciente o…

—Aquí es cuando yo os ordeno que vayáis a buscar ayuda —les murmuró a los perros, intentando pensar—. Si hubiera a quién pedírsela.

Pero no era el caso. Vivía sola y el vecino más próximo estaba a cuatro kilómetros de distancia. Incluso si pudiera enviar allí a los perros, nadie entendería por qué ladraban. Seguramente llamarían a la policía o los ignorarían.

Tenía que ocuparse ella. Dejó el candil en el suelo e intentó abrir la puerta del conductor. Al principio no se movió, pero tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que, milagrosamente, se abrió. Kayla se tambaleó y habría caído sobre el barro si el árbol no lo hubiera impedido. Chocó contra él y la vibración del golpe reverberó por su columna.

Se quedó quieta un momento, intentando recuperar el aliento. Inspirando, miró dentro del coche. El conductor seguía tirado sobre el airbag, sujeto por el cinturón de seguridad. La lluvia empezaba a entrar en el coche, empapando al conductor.

Y él seguía sin moverse.

Atrapa a un soltero - La ley de la pasión

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