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I. Territorio
Оглавление¿Qué es una nación?
Un alma, un principio espiritual
forjado a lo largo del devenir histórico
de una herencia común.
Ernest Renan[2]
Nuestro territorio es un ser vivo, un cuerpo con partes diferenciadas y ensambladas entre sí, como todo ser vivo.
En él, el primer elemento que encontramos es el viento, el primer elemento que viene hacia nosotros. El viento representa la voz de nuestros abuelos, nos trae el mandato que ellos deciden hacernos llegar. Este mandato que sale de lo más profundo de la Pacha (de la Madre Tierra) nos llega a nosotros como un murmullo que escuchamos a través de nuestra piel, que interpretamos genéticamente porque conocemos lo que dice; de esta manera despierta nuestra memoria genética.
Pero también existen dos tipos de viento: el viento del este, que es el aliento de vida, y el viento del sur, que es la fuerza que nos impulsa a cumplir ciclos vitales y alcanzar logros colectivos. El viento del este representa el primer elemento y el viento del sur el segundo elemento de nuestro territorio. El tercer elemento es el aire, como necesaria complementariedad de ausencia de movimiento, silencio y quietud para el equilibrio humano.
El viento influye directamente sobre todas las poblaciones, sean humanas, animales o vegetales, porque determina las rutas naturales de germinación de las plantas, la fertilidad del suelo, la temperatura del ambiente, la circulación de la energía.
Allí surge el cuarto elemento, el agua, porque el agua impulsa o atrae al viento, influye sobre él, lo modera, lo hace girar, seguir cursos de circulación, lo acelera o lo detiene. Para nosotros, las vertientes no son sólo cursos de agua: son manantes, yaco o han en nuestra lengua. De territorios masculinos, las vertientes que surgen nos traen sabiduría, yaco. De territorios femeninos, las manantes, además de sabiduría, nos traen sanación, la regeneración constante de la vida misma, han; es en esas mismas vertientes que las parteras bautizaban a los niños desde tiempos inmemoriales. De estos sitios surgen aguas que sanan el cuerpo y alimentan el espíritu, porque surgen de lo más profundo de nuestra madre, trayéndonos la sabiduría que ella nos regala. Esa sabiduría es el mandato que nos acerca el viento. Esa sabiduría es la misma energía que impregna todas cosas, las rocas, los animales y las plantas que habitamos nuestro territorio.
La circulación de la energía se ve afectada por cierta temperatura que emana de los cursos de agua subterránea. Así, podemos encontrar cambios bruscos de temperatura en ciertos lugares. Originario o no, quien sea medianamente sensible podrá sentir estos cambios de temperatura. Estas corrientes se deben a la circulación de las napas subterráneas y determinan barreras de circulación energética, el viento es impulsado desde los cursos de agua hacia los lugares donde no hay tanta humedad, desde zonas templadas hacia zonas frías, en movimientos siempre circulares. La temperatura –el calor, el fuego– es el quinto elemento en nuestro territorio.
A su vez, esta circulación se ve afectada por la geografía, las formas del territorio, por el clima en general, por los ciclos naturales y las épocas del año. El viento dibuja nuestro territorio y al mismo tiempo responde a sus formas: de esa manera se afianzan los ciclos naturales.
Así, la vegetación resulta ser el sexto elemento y los animales el séptimo. Los animales representan a los espíritus protectores de nuestro monte. Aunque las hierbas medicinales y algunas plantas también cumplen esa tarea. Pero, en general, el sexto elemento es más tierra y el séptimo, espíritu, espíritu que protege.
Estos elementos estuvieron en el territorio antes que el hombre, son independientes y existen por sí mismos.
El hombre, la mujer, representan el octavo elemento. Estamos constituidos por los siete elementos anteriores: sin ellos el hombre no existe; en cambio, éstos existieron antes del hombre y existen sin él.
Cada ser en nuestro territorio ocupa un lugar único, posee cierta energía propia y una historia singular. Cada animal, planta, hierba o roca es parte de un gran entramado de vida, donde todo se conoce y se auto reconoce, se respeta y se interrelaciona constantemente. Este entramado complejo es el territorio.
Y no es simple mística, si desde hace siglos la ciencia conoce este concepto e intenta darle una explicación desde diversas teorías. Vamos a intentar un recorrido simple por estas teorías que surgieron, entrelazando y replicando experimentos:
Aproximadamente 300 años antes de la era cristiana, Aristóteles comienza a describir el movimiento en términos de tendencias naturales y surge con él un concepto denominado «aether», hoy conocido como éter, que intenta darle nombre y explicación al vacío mismo, al espacio y todo lo que nos rodea, a la relación entre las cosas y los movimientos que se generan en ese éter. Plantea que el planeta está compuesto por cuatro elementos: aire, agua, fuego y tierra, y que el éter es un quinto elemento que forma el espacio exterior; sostiene que los elementos tienden a reunirse por la acción de distintas energías que los impulsan constantemente.
En 1661, Boyle relaciona la presión y el volumen de los gases a temperatura constante, las maneras de circulación, expansión y movimiento de estos elementos.
En 1678, Huygens desarrolla una teoría que intenta demostrar que la luz circula en movimientos ondulatorios, como el sonido.
En 1738, Bernoulli explica el comportamiento de los gases en términos de movimientos moleculares relacionados con la temperatura.
En 1747, Franklin sugiere la conservación del «fuego» eléctrico (la carga).
En 1780, Galvani descubre y demuestra la «electricidad animal».
Alrededor de 1800, los científicos creían interpretar la existencia de una «matriz» o red invisible que todo lo conecta y lo une, pero no tenían cómo probarlo científicamente. En 1887 se realizó un experimento llevado adelante por Michelson y Morley para definir si existía esta red o no. Los resultados fueron inconcluyentes, ya que al tratar de probar la existencia del «viento de éter» pareció probarse que, en definitiva, no existe tal red. Así surgieron y proliferaron las ciencias y las profesiones basadas en la creencia incorrecta de que este campo no existe, afianzando el concepto de la fragmentación del conocimiento. A pesar de aquel experimento fallido, los científicos no abandonaron la noción de «matriz» y muchos años después, en 1986, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos repitió este experimento. El resultado fue publicado en la revista Nature, en el número 322 de agosto de 1986: repitieron el mismo experimento pero con equipos más sofisticados y encontraron que el campo existe, exactamente como Michelson y Morley lo publicaron 100 años atrás.
Hace pocos años, el doctor Masaru Emoto probó la influencia de los estímulos sobre el agua, la capacidad de un elemento de la naturaleza para percibir y transmitir sentimientos, cuando es considerado un ser sin vida por la ciencia.
Cuando hablamos de territorio hablamos de todo eso, pero sin racionalizar la vida[3]. Personalmente considero que no importa si se utilizan términos como éter, matriz o energía: se está hablando de territorio. Pero como todo, el territorio no puede ser reducido a palabras o fragmentado para algún tipo de entendimiento mental. La intención de este enfoque no es generar debate científico o filosófico, sino relacionar estos términos y movilizar a las personas interesadas a averiguar más sobre el tema; para eso sirven los datos incluidos.
El hombre está herido, fragmentado en su espiritualidad, lo que le impide ver el todo, aceptar y comprender que es hijo de la Madre Tierra y del Padre Sol, y que convive con sus hermanos, árboles y animales, otros seres energéticos como las piedras, los minerales y los espíritus del monte ancestralmente vivos.
De esta fragmentación surgen conceptos socialmente instalados como el de «propiedad privada» y otros igualmente nefastos. Propiedad privada que resulta en límites, la imposición de fronteras que hacen peligrar, cuando no coartar, las rutas energéticas en nuestra Madre Tierra. Estas fronteras son los nuevos alambrados en los espacios sagrados, en nuestros centros ceremoniales, en las huertas de hierbas medicinales que nos regala Zupay (nuestra madre). Y decimos «nuestras» no con ánimo de propiedad sino con sentido de pertenencia; somos camis, «gente de las sierras», hijos y protectores de este territorio, «naturales» de esta tierra. Nacemos, crecemos y sólo somos felices aquí, en medio de las pencas, los quebrachos y algarrobos…