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MI VIDA EN EL MUNDO, 47 años apartado de Dios
ОглавлениеNací en un pueblo cafetero de Colombia, lleno de encantos tropicales, en las montañas de los Andes llamado Anserma. Mi vida allí estuvo llena de salud física y espiritual hasta los 14 años. Mi numerosa familia, de raíces católicas de muchas generaciones, me proveyó con una infancia y temprana adolescencia llena de actividades en el campo y en el pueblo, de una grata vida de escuela elemental y primeros años de enseñanza secundaria. Soy el sexto hijo de diez hermanos y el primer varón que sobrevivió. Los primeros dos varones murieron a muy temprana edad. Quedamos tres hombres y cuatro mujeres. Mis abuelos, tanto paternos como maternos, fueron dos patriarcas que poseyeron una buena extensión de sembrados de café y gozaron del respeto y admiración de todos, al mismo tiempo que ejercieron poderes políticos y sociales, los cuales me proporcionaron la vida que llevé en el pueblo, llena de apoyo, oportunidades y protección.
Mi vida en la Iglesia fue abundante y permanente. Era el trompeta mayor de la banda de mi escuela y, por lo tanto, tenía que participar en todas las procesiones en Semana Santa. Podría decir que esta experiencia fue la más dramática de todas. El pueblo está construido sobre el pico de una montaña, y tenía dos calles principales que lo atravesaban. Las calles transversales, en
esa época, eran de piedra y parecían más bien abismos aunque a sus lados se veían las filas de casas que llegaban hasta los pies de la montaña. Pasear con toda la cantidad de santos que desfilaban en las procesiones era una odisea.
Estos eran cargados por varios hombres, pues eran estatuas de gran tamaño y peso, traídas desde España, la mayoría desde la época de la colonia. Siempre que la procesión tomaba una de esas calles o abismos empedrados, parecía que se iban a precipitar pero nunca ocurrió una calamidad, por lo menos durante el tiempo que yo estuve. Las prostitutas del pueblo cerraban los prostíbulos durante toda la semana y participaban en cada procesión, recorriendo las calles de rodillas y llorando a mares sus pecados, para volver a su prostíbulo el lunes de pascua y reanudar sus actividades, como quien ha pagado una deuda y ya puede pedir otro préstamo. El resto de la gente del pueblo no lo hacía muy diferente, pues sus vidas después de Semana Santa no mejoraban espiritualmente a excepción de aquellos que siempre le eran leales a Dios. Podría decir que crecí en una religiosidad católica, que ya empezaba a dar señales de decadencia y que nos llevó, a muchos, al abismo del desierto espiritual en que se encuentra nuestra Iglesia hoy.
En medio de estas contradicciones religiosas, me formé una vida espiritual que también tenía su buena dosis de superstición, herencia de los españoles y los nativos de la región. No creo que mi caso fuera muy diferente al de gran parte de nuestra cultura cristiano-latina. A pesar de todo esto, mi vida se desenvolvió en medio de un ambiente de familia y de camaradería con un numeroso grupo de jóvenes de mi generación, quienes teníamos una vida muy cercana entre todos, por aquello de ser un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conocía. Este ambiente contribuyó a que gozara de cierta fortaleza de carácter que fue una buena herramienta durante mi vida en el mundo. Así que antes de cumplir los 15 años me fui para Bogotá, la capital de Colombia, donde viví 5 años. A los 20 años de edad me casé y me fui a vivir a Hamburgo, Alemania, por seis años. De allí me trasladé a los Estados Unidos donde viví 24 años.
Todos estos años, después de dejar mi pueblo natal, fueron marcados por una temprana ruptura con todas las raíces de familia, Iglesia y valores. Uno o dos años antes de partir de mi pueblo, ya se oían los ecos de una revolución en la juventud del mundo, que llegaba de Estados Unidos e Inglaterra. Elvis Presley y los Beatles empezaban a escucharse en todos los lugares, hasta en los más distantes como mi pueblo, Anserma. Los medios de comunicación eran muy limitados en ese entonces. En Colombia tan sólo había un canal de televisión y era un monopolio del Estado y su maquinaria política; sin embargo, la histeria que se empezaba a gestar alrededor de estos nuevos ídolos era algo que contaminaba a toda la juventud. Razón por la cual mi primera gran meta fue la de aprender inglés, que logré muy rápidamente en Bogotá, cuando me trasladé de la casa de mi tío, donde habitaba desde mi llegada a esa ciudad, a una residencia de una comunidad estadounidense que se llamaba YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Sólo años después de haberme ido de esta residencia me enteré que ellos formaban parte de una iglesia protestante. Fue allí donde aprendí a interpretar lo que estos misteriosos y poderosos ídolos estaban cantando. Allí tuve la oportunidad de conocer muchos estudiantes estadounidenses que venían en intercambio estudiantil. No pasaron dos años, cuando todo empezó a tomar otro color. Los estudiantes que llegaban ya no eran aquellos muchachos y muchachas, limpios y sanos, amantes de Cristo y de la Iglesia, sino jóvenes de pelo largo, con ropas descuidadas, de colores sicodélicos y una actitud como nunca había visto. Detrás de todo esto venía el espíritu de los años sesenta que ofrecía una total “liberación” de lo que llamaban ellos “el establecimiento”. Yo no comprendía mucho el sentido de este movimiento, pero en mi espíritu de provinciano me parecía muy atractivo ese mundo tan raro y poco convencional que veía en ellos. Poco a poco, y debido a mi primera aventura romántica con una estadounidense, se me empezó a mostrar el secreto que acompañaba esta actitud nueva, este rechazo al “establecimiento” y se me reveló la presencia de la marihuana. Esta noviecita me invitó a fumarla un día y en medio de esta increíble y extraña sensación que me produjo, me empezó a contar cómo la juventud era la salvación del mundo, que los adultos habían corrompido el planeta y nosotros teníamos que salvarlo, que la guerra de Vietnam tenía que acabar, que la paz y el amor eran el único camino.
Mientras ella me hablaba, en sus bellos ojos azules vislumbraba el paraíso prometido, jamás soñado en la más increíble fábula. Todo era tan hermoso, visto bajo el efecto de esa hierba. Por la belleza de mi compañera y la historia misionera que me compartía, pronto me sentí como si hubiese sido invitado a formar parte de una gran legión de ángeles que iban a salvar la tierra. Cuando salía por las calles de Bogotá de la mano de esta “mensajera del cielo”, me sentía como si caminara en una nube de felicidad. No me daba cuenta de que nadie a nuestro alrededor estaba cerca de vislumbrar lo que llevábamos en el corazón y mucho menos de la alucinación que embargaba nuestra cabeza con tanta marihuana. Generalmente, éramos seis o siete, entre muchachos y muchachas, los que andábamos juntos. El único colombiano era yo. Ellos pagaban todos mis gastos. Yo no tenía el dinero para sostener el tren de vida que llevaban ellos. La hierba nos daba mucha hambre y por eso comer era algo que hacíamos con frecuencia. Alquilaban carros y nos íbamos a diferentes lugares de Colombia a acampar, sobre todo a los sitios que tuvieran “magia”, como los parques arqueológicos precolombinos.
Este primer grupo de “ángeles mensajeros” estuvo en Colombia por tres meses, los cuales, por aquello del intenso romance, la permanente alucinación con marihuana y la cantidad de viajes, se me pasaron como si fueran un día. Además, se hablaba del amor libre. Nunca antes había tenido una novia con la que hubiese tenido relaciones sexuales. Pero la estadounidense no sólo me enseñó todo lo relacionado con el sexo, también me inició en una actividad que no se calmó hasta que encontré al Señor, a los 47 años. El día que iban a partir, me di cuenta de que algo terrible iba a pasar. ¿Qué iba a ser de mí sin ellos? Entonces les dije: “Yo me voy con ustedes”. Todos se pusieron felices, especialmente Dona, mi novia. Sacamos mi pasaporte con mucha rapidez y nos dirigimos a la Embajada de Estados Unidos a solicitar mi visa. Nunca había estado en un consulado y no tenía ni idea de qué se trataba; además, como iba con los “salvadores del mundo”, no me preocupaba de nada. Cual sería la sorpresa que me llevé cuando me di cuenta que “mis salvadores” eran vistos como los más terribles criminales por su propia gente. Una mujer formalmente vestida y del mismo aspecto de las mujeres que conocí en la YMCA, donde me enseñaron inglés y amaban a Cristo, me llevó a solas a una oficina y me preguntó si alguno de estos jóvenes que estaban afuera me había ofrecido drogas alucinógenas como marihuana, LSD y no sé cuantas otras que yo nunca había oído mencionar. La miré y empecé a darme cuenta de cosas delicadas. Le dije: “No, nunca había oído nada de eso”. Ella me comentó: “Ellos son parte de la perdición y usted no debe irse con ellos a ningún lugar; le recomiendo que regrese a su casa y continúe su vida como si nunca los hubiera conocido”. Cuando salí de allí y los miré a todos ya se sabía que nos habíamos bajado de nuestra nube de cielo, para caer en una superficie hosca, que se llama realidad. Salí de allí de la mano de Dona y ninguno habló nada por mucho rato. Dos días después, quedé en un estado de soledad alarmante luego de dejarlos en el aeropuerto. Me dejaron el dinero que iban a gastar para pagar mi tiquete a Miami junto con suficiente marihuana como para encerrarme en un cuarto y escuchar música de los Beatles que Dona me regaló con su estéreo.
No duró mucho mi soledad, pues dos días después me despertaron unos golpes en mi puerta y me encontré con otro par de ojos azules, aún más lindos que los de Dona. Esta nueva “misionera del amor” se llamaba Cindy. Conoció a Dona y a mis otros amigos en el aeropuerto de Miami, el día que ellos llegaron. Cindy iba para Perú a donde un amigo que había conocido en California, pero después de hablar con ellos cambió su tiquete y se vino para Bogotá a pasar un tiempo conmigo. Todo esto era como de otro mundo. Cindy me dijo que Dona le había recomendado muy especialmente que fuese muy amorosa conmigo que estaba muy solo. Inmediatamente continué una relación tan íntima con ella como si fuera la misma Dona y como había sido recomendado por ella todo parecía perfecto. ¿Cómo podría explicar esto a la gente que me conocía? Era imposible. Así como Dona fue la que me introdujo en la marihuana, Cindy llegó con algo aún más sorprendente. Primero me preguntó: “¿Has tomado un viaje alguna vez?”. La miré un poco sorprendido y le respondí: “Tan solo aquí dentro de Colombia”. Ella se rió a carcajadas por mucho rato y no me explicaba por qué. Después de un momento, sacó un libro grande sobre las ruinas de los incas. De dentro de éste extrajo unas páginas que estaban llenas de puntos redondos de diferentes colores: una página era naranja y la otra, púrpura. Me dijo: “Cada puntito que tú ves aquí contiene 400 microgramos de LSD y al tomarlo vas a viajar en la forma más increíble, pero con tu mente, sin tener que ir a ninguna parte. Yo he tomado cerca de diez viajes con mis amigos en California y la última vez vi que tenía que viajar a Suramérica, porque aquí está la magia, la energía del Amazonas, los secretos de los incas”. Y así me siguió dando una lección esotérica sobre toda mi región. Luego me dijo: “En dos días cumpliré 17 años y quiero celebrarlos con un viaje del punto púrpura, pero al lado del mar”. Yo le respondí: “El mar queda muy lejos de aquí y el tiquete vale mucho”. Ella aseguró: “No importa, yo te invito”.
Vivía en una fantasía de nunca acabar y cada día me gustaba más. Al día siguiente, estábamos de viaje a Santa Marta, una ciudad en el mar Caribe de Colombia. En esa ciudad experimenté con ella los anunciados viajes de LSD, que me llevaron a una dimensión completamente nueva, a lo que pudiera llamar la apertura de las puertas de la percepción, las que no necesariamente administré bien y, aún más, no creo que sean administrables. La gran mayoría de mis amigos de esa época entraron por esas puertas y nunca pudieron regresar.
Mientras tanto, sin percatarme mucho, pasaron un poco más de tres meses desde que di este salto al más allá con ese grupo de mensajeros sicodélicos. No me había afeitado mi barba de adolescente que no estaba del todo desarrollada y tampoco me había vuelto a cortar el pelo. Mi aspecto estaba transformado. Usaba la ropa de Cindy y algunas camisas y bluyines que me dejó Dona. Con razón los meseros creían que era un extranjero. Cindy alquiló un pequeño apartamento al norte de la ciudad de Bogotá, que para mí valía una fortuna, pero a ella no parecía importarle. Cindy era la hija de un famoso cardiólogo de San Francisco que la apoyaba en todo.
El apartamento de Cindy se convirtió en el lugar central de una increíble actividad que nunca paraba. Ella me dejó encargado del tesoro que tenía a todo el mundo girando alrededor de nosotros, las dos famosas hojas de color púrpura y naranja. En pocas semanas, empezaron a aparecer más y más jóvenes estadounidenses, muchos escapándose del ejército y otros detrás de un rumor de que Colombia tenía la mejor marihuana. Lo más curioso era que nosotros nunca la encontrábamos. La primera marihuana que yo fumé la trajeron de los Estados Unidos, Dona y sus amigos. Poco a poco, fueron llegando los manuales para sembrarla, impresos en San Francisco por una compañía que se llamaba High Times. En poco tiempo, empezó a brotar la famosa marihuana de Colombia que no era más que un mito nacido en California porque fueron ellos los que la trajeron y los que enseñaron a cultivarla.
Mi vida con Cindy empezó a tomar otro rumbo. Era mucha la gente que pasaba por nuestro apartamento y que se quedaba por días “viajando”. Todo esto empezó a mezclarnos de una forma que muy pronto terminamos en intensos encuentros amorosos con otros “ángeles sicodélicos”. Siempre fuimos como hermanos y esta aventura en su apartamento duró dos años, hasta que nos trasladamos a una pequeña finca en el campo, en las afueras de Bogotá, donde todo tomó una dimensión mística por el encuentro con los hongos alucinógenos de un lugar que se llama La Miel, a orillas de un río cristalino del mismo nombre y que era un paraíso de pescadores. Pero nosotros lo convertimos en un centro de actividades sicodélicas, que años después terminó en grandes tragedias. La primera vez que fuimos a esa región con mis amigos de Bogotá, nos quedamos algunos de nosotros por tres meses, comiendo hongos todos los días, con una Biblia debajo del brazo y hablando hasta con los árboles.
Al regresar a Bogotá, muchos de nuestros compañeros fueron llevados a clínicas de reposo y algunos nunca regresaron a su normalidad. Los siquiatras eran totalmente ignorantes del fenómeno de las drogas alucinógenas y cometieron grandes errores con muchos de ellos a quienes prácticamente destruyeron con sus tratamientos erróneos. Los que permanecimos alejados no tuvimos problemas para recuperar el campo de realidad después de un período de tiempo. En el curso de dos años, mi pelo caía sobre mi espalda y mi barba, sobre mi pecho. Era 1970 y toda la explosión del rock and roll había invadido a Colombia. Cientos de jóvenes se fugaron de sus casas y se unieron a diferentes comunas y lugares en la ciudad, donde vivían juntos muchos de ellos. Se creó una calle en Bogotá que se llamaba la Sesenta y era un centro sicodélico explotado por ávidos comerciantes jóvenes, vestidos de hippie, como se llamaban todos. Las drogas, como la marihuana y el LSD, ya habían caído en manos de gente que las comercializaban únicamente por dinero, sin el espíritu de paz y amor que las propagó en un principio.
Cindy salió de Colombia rumbo a San Francisco ese año y cayó en la adicción a la heroína que la llevó a una muerte por sobredosis al final del mismo año. La noticia de su muerte causó un gran dolor en mi corazón y empecé a preocuparme mucho, sobre todo por lo que me rodeaba. Varios de nuestros héroes del rock and roll habían muerto también de la misma forma, pero nadie parecía preocuparse. Cada día la actividad era más intensa en esa revolución de la juventud que ahora abarcaba todo el mundo.
La siguiente etapa que fue la más peligrosa de todas, comenzó cuando otro grupo de estadounidenses llegó con el tarot, antiguos tratados esotéricos, prácticas del vudú y del candombeé, además toda clase de ramas del paganismo oriental con su hinduismo, budismo, sintoísmo, taoísmo y cientos de escuelas de yoga de los siete niveles.
Todos los líderes del paganismo oriental o gurúes se lanzaron, en su hora de oro, a conquistar almas por todos los países del mundo occidental y Colombia fue uno de ellos. La metafísica ocultista, toda clase de magia y superstición fueron los reyes y guías que capturaron todo el espíritu de paz y amor de los años sesenta. Muchos de los amigos de esa época en Colombia quedaron atrapados en el paganismo oriental, hasta el punto de que algunos de ellos se convirtieron en apóstoles de esas sectas y crearon grandes centros locales, colmados de escrúpulos orientales tanto en su vestuario como en su comida y en sus costumbres en general. Yo estaba totalmente conquistado por la fantasía sobrenatural que ofrecían todas estas propuestas mágicas y filosóficas, pero nunca fui un discípulo o seguidor de ninguna de esas corrientes, aunque las visité a todas con gran interés; pues mi vida estaba más inclinada hacia las artes y la música.
A finales de los sesenta, encontré una compañera con la que compartí casi un año y parecía que éramos el uno para el otro. Nos mantuvimos unidos por todo ese tiempo sin ninguna otra relación, cosa increíble en esa época. En mis cuatro años anteriores, había tenido idilios con gran cantidad de Donas y Cindys de todos lo rincones de los Estados Unidos y con otro tanto de Lolas y Marías de mi lado geográfico. Mi última relación llegó a su máximo punto, cuando mi compañera quedó embarazada. Su familia era política, una tradición de empleados públicos, extremadamente ligada a una sociedad y un estilo de vida que toda nuestra generación aborrecía y nosotros para ellos éramos la basura del planeta. La noticia no fue recibida con agrado por ellos. Obviamente, le aconsejaron abortar. Para nosotros, a pesar de estar tan contaminados con la magia, el ocultismo, el paganismo oriental y tantas otras corrientes espiritualmente venenosas, era imposible cometer un crimen como el aborto. Lo peor de todo era que ellos se creían mejores que nosotros. Después de unas semanas y de muchas dificultades, nos casamos en una iglesia Católica en Bogotá. Pocos días después nos sugirieron que nos fuéramos a Alemania y que allí nos podían conseguir dónde trabajar. La verdad, deseaban que estuviésemos lejos de ellos para no desacreditarlos.
Al llegar a Alemania, en un invierno muy fuerte, lo primero que tuvimos que cambiar fue nuestra dieta. En medio de todo, ya éramos vegetarianos; por lo tanto, el grado de desnutrición nuestro era muy alto e iba a perjudicar el embarazo. No conocíamos lo suficiente de la dieta vegetariana como para hacerlo bien sin peligro de desnutrición. La juventud de Alemania, en su gran mayoría, también había sido bautizada por el mismo espíritu que navegaba por los cielos y los corazones de la juventud en América. Sin mucha dificultad, nos unimos a diferentes grupos de jóvenes y continuamos con las mismas costumbres por un tiempo.
Ingresé a la Universidad de Hamburgo, a la Facultad de Bellas Artes, después de dedicar un buen tiempo a aprender el idioma alemán. Muy pronto, nuestra vida de pareja se enriqueció con la llegada de nuestro primer hijo y muchas cosas empezaron a cambiar, especialmente por la dificultad de manejar nuestra vida con “el establecimiento”, contra el cual nos habíamos revelado y el que a su vez nos detestaba, por nuestra forma de vestir, de pensar, de actuar y de vivir en general. No parecía haber otro remedio que el de encontrarnos en un territorio neutral donde pudiésemos recibir los beneficios económicos del “establecimiento” sin perder nuestra identidad revolucionaria, de “paz y amor”. Para esto, nos tocó cambiar nuestra forma de vestir y mi corte de pelo regresó casi a la normalidad, me afeité mi barba, pero me dejé un bigote abundante que daba mucho qué pensar e incomodaba a la gente de “la otra dimensión”, como la llamábamos nosotros. Sin embargo, logré conseguir un empleo que sufragaba nuestros gastos básicos y mi esposa había sido favorecida con un acto de caridad de su familia, que le consiguió el empleo más elemental, un puesto diplomático del gobierno colombiano.
Pasamos seis años en Alemania, donde a escasos dos años del nacimiento de nuestro primer hijo llegó el segundo. Mientras tanto, mi vida en la Universidad continuaba vinculada totalmente a un mundo sicodélico, incluido el mismo arte que creaba y la música que estudiaba, componía y escuchaba. Cada oportunidad que tuve la aproveché. Así fue como viajaba a Berlín con mucha frecuencia, donde existía un largo y tradicional bulevar, llamado la Ku-dam que tenía cientos de cafés, bares y pequeñas salas de música en vivo, a lado y lado, en muchos bloques. A este lugar acudía con mi guitarra y, en medio de los alucinógenos y de todos los nuevos amigos que tenía de Europa y los Estados Unidos, recorría los lugares, tocando las canciones que podía. En esa forma, mantenía vivo el espíritu llevado desde Colombia, el cual se volvía poco a poco más esotérico, mágico, metafísico, astrológico, supersticioso, espiritista y alquimista. Una gran corriente pagana de Oriente guiaba toda esta actividad espiritual. Nuestros grandes héroes como los Beatles y muchos otros eran los mayores seguidores de estas corrientes mágicas e influenciaban a todos sus admiradores.
Era difícil reunirse con un grupo de jóvenes en cualquier situación de la vida diaria, sin que hubiese una anotación mágica o mística de alguna naturaleza, pues toda nuestra vida estaba orientada al ocultismo. Mi esposa y yo, como pareja, lo único que compartíamos juntos del mundo en que nos conocimos eran los conciertos de rock and roll, a los que asistíamos con devoción religiosa, después de asegurar el alimento de nuestros hijos. Nos costaba mucho dinero y nos mantenía en una gran escasez, pero no nos importaba, primero estaba la música, era como nuestra iglesia.
Poco a poco, la vida entre mi esposa y yo empezó a cambiar. Ya no pensábamos lo mismo. Ella comenzó a inclinarse hacia sus raíces ancestrales y yo cada vez me adentraba más en mi mundo artístico-sicodélico. A finales de 1976, decidimos regresar a Colombia donde casi todos nuestros amigos de la paz y el amor ya no vivían ninguna experiencia mística. Por el contrario, sus vidas giraban alrededor de una gran farra nocturna, llena de alcohol y cocaína. Para acabar de complicar todo, las mafias de traficantes de drogas estadounidenses habían creado en Colombia un paraíso para cultivar y despachar droga a todo el mundo. Muchos contrabandistas de licor y cigarrillos, gente aguerrida, sin escrúpulos y acostumbrados a batirse con la ley y a aplicarla con la misma muerte, se vincularon a este negocio de la droga y se formaron poderosas organizaciones que, en principio, usaron a todos estos amigos de la clase media acomodada con los cuales había compartido toda mi vida sicodélica en Colombia, y los utilizaron para cerrar los negocios con los mafiosos estadounidenses, por la capacidad que tenían de hablar su idioma y conocer su cultura. A los pocos meses de estar en Colombia, no solo mi matrimonio llegó a su fin, sino que mi vida también se complicó totalmente en medio del alcohol, la cocaína, los malos negocios y un apetito lujurioso que cada día se agravaba, a medida que consumía más droga.
Emigré a los Estados Unidos y empecé una vida llena de confusión y alejada, en principio, de mi verdadero amor que era el arte y la música. Después pasé un tiempo en la Florida y en Nueva York, rodeado de una intensa vida de bares, cocaína, un mar de mujeres tan decadentes como yo y un mundo colmado de ansiedades existenciales, formadas por el gran vacío que me había dejado la separación de mis hijos y de mi esposa; vacío que no lograba llenar con nada. Lo peor de todo era que mi vida espiritual, que yo creía era la última escala de altura mágica, llena de dones y poderes, no era más que una farsa del mal, pero en ese momento estaba muy lejos de saberlo.
Así que después de este tiempo y por intermedio de todas mis nuevas conexiones artísticas hechas en Nueva York, me embarqué en una nueva vida en California que ocupó los últimos veinte años de mi existencia en una actividad que transitaba entre el cine, la televisión, la música, la permanente acción en el mundo de las drogas y la activa lujuria para lo cual Hollywood era quizás la gran meca. El mismo espíritu que me guió desde mi bautismo al mundo de Dona en Colombia, con mi primer cigarrillo de marihuana en el año 1967, me orientaba aún en mi vida en California. No creía que hubiera sido una coincidencia que proviniendo de este lugar ahora me llamara a darme un último sacudón para dejarme convertido eternamente a la oscuridad espiritual.
Mi actividad artística volvió a resucitar en California y esto ayudó a llenar un poco las ansiedades existenciales que me habían consumido los últimos cuatro años en territorio estadounidense. Pero, al mismo tiempo, mi actividad mágica y esotérica creció mucho más. California podría ser, con toda facilidad, el Centro mundial de la presencia de la Nueva Era con su oscuridad espiritual. Todo profeta esotérico, toda nueva secta metafísica, espiritista, los grandes centros de la masonería satánica, las más activas iglesias del satanismo en América estaban, y aún están, esparcidas por todo California. Muchos de estos personajes estaban infiltrados en Hollywood como escritores renombrados de los estudios de cine más prestigiosos y productores de las más grandes y famosas películas, desde producciones infantiles de Disney hasta las más macabras películas de terror de la Warner Brothers. Todo este espíritu se acrecentó y perfeccionó desde los años sesenta, que vieron el nacimiento de la generación de la paz y el amor en la bahía de San Francisco. Desde Hollywood se promueven las más oscuras orientaciones ocultistas, presentándolas como una fantasía del entretenimiento, una expresión del séptimo arte, que tan sólo, supuestamente, contribuyen al enriquecimiento de nuestra vida diaria. Mucho habría que hablar sobre este tema en particular, pero tendría que pedirle al Señor que me diera la oportunidad de escribir otro libro, centrado en este vasto y oscuro mundo.
En 1986, con un socio de Colorado con quien compuse un sinnúmero de canciones por espacio de dos años, logré un contrato de grabación con la Sony Music de Nueva York, que en esos momentos aún se llamaba CBS Records. El contrato fue por cinco producciones y un presupuesto muy bueno. Esto abrió una nueva etapa artística en mi vida, llena de extensas giras alrededor del mundo, ventajas que se logran tan solo por medio de estas multinacionales. Unos pocos meses después de firmar el contrato, llegó mi esposa de Colombia a visitarme de sorpresa y a contarme que le habían diagnosticado cáncer. La noticia fue muy triste, pues, a pesar de nuestra separación de varios años, seguíamos siendo como marido y mujer y teníamos una amistad muy armoniosa y con mucho respeto del uno para con el otro. En otras palabras, éramos los mejores amigos, conocíamos todas nuestras vidas sin ningún secreto.
Unos pocos meses después, decidimos que era mejor que nuestros hijos se trasladaran a vivir conmigo, pues su salud ya no le permitía cuidarlos con toda la atención que necesitaban. Entraban en su temprana adolescencia. Este cambio fue muy fuerte para mi estilo de vida. Inicialmente, mis hijos estuvieron en lo que llamamos un boarding school o internado. Allí duraron un año y luego se trasladaron a vivir conmigo permanentemente. Mis giras frecuentes con la música hicieron muy difíciles los primeros años. En cierta forma, toda esta actividad y responsabilidad con mis hijos me separó de muchas actividades destructivas de mi vida pasada, que iban hacia una tragedia. En 1992, después de grandes padecimientos, murió mi esposa en Colombia. Así se cerró un ciclo de emociones y de vivencias que había comenzado en los años sesenta.
Mi vida continuó envuelta en las prácticas ocultistas. En 1993, murió mi hermano menor en la Isla de Antigua en un accidente en el mar, en circunstancias que hasta hoy son desconocidas. En 1994, seis meses después de la muerte de mi hermano, murió mi padre de un derrame cerebral. En 1996, a los dos años escasos de las anteriores dos muertes, murió otro de mis hermanos por una herida de bala en su cabeza, disparada por él mismo en medio de una discusión con su esposa después de una reunión y unos tragos de alcohol. Dos meses después, moría mi madre en mis brazos, totalmente consumida por todas las tragedias anteriores en la familia. A finales de 1996, cuando recibí la noticia de la muerte de mi otro hermano en Bogotá, viajé a Colombia a su funeral. Su entierro se llevó a cabo en la ciudad de Pereira, una pequeña ciudad de la zona cafetera de Colombia, donde vivió mi madre los últimos 35 años y que queda a una hora por carretera del pueblo donde nacimos.
Llegar a Colombia, después de catorce años de ausencia, no fue fácil. El cambio que había vivido el país, en todos los aspectos, era muy grande, hasta el valor de la moneda y su presentación era algo totalmente nuevo. Algunas cosas habían cambiado para bien: había muchas más fuentes de trabajo, y otras para mal: más violencia, intolerancia y decadencia moral en todos los estratos de la sociedad.
Encontrar a mis hermanas, a quienes no había visto durante muchos años, fue algo difícil por la situación en que estábamos. Mi madre estaba tan triste que era difícil mirarla a los ojos. El funeral de mi hermano se hizo unas cuatro horas después de mi arribo. Mi impresión de ver a tanta familia junta en una iglesia fue muy grande. Desde mi niñez en mi pueblo, treinta y tantos años atrás, no había estado expuesto a una reunión de éstas y menos aún en un funeral. Se me había olvidado que tenía una familia tan numerosa. Los días siguientes al funeral fueron tristes y llenos de una increíble pesadez espiritual para mis hermanas y para mí. Nuestra madre también se estaba muriendo y no había nada que pudiéramos hacer por ella, pues había sido desahuciada por los médicos y lo único que se podía hacer era esperar. Yo andaba tan lejos de Dios que la palabra milagro no existía en mi vocabulario y, al parecer, tampoco en el de mis hermanas. La gente parecía ir mucho a la iglesia, incluyendo a mi familia, pero sus cualidades espirituales no eran exactamente rayos de luz. Nada parecía haber cambiado en todos esos años, era la misma religiosidad para mí. Dos meses después, tras muchas noches de largos desvelos y angustias, murió mi madre. Aún no se había ido el olor a incienso del último funeral y ya estábamos en otro, todavía más difícil y doloroso.
Al año siguiente, después de las últimas dos muertes en la familia, ya se habían despertado en mí las costumbres de comida y el estilo de vida descomplicado e improvisado que se vivía en Colombia. En medio de este idealismo que comprobé muy pronto que no era más que una nostalgia ancestral, viajé entre Los Ángeles y Colombia tres veces más, antes de ser secuestrado. Mi último viaje, que llevó a mi captura ocurrió en la Navidad de 1997. Deseaba pasar la Navidad con mis hermanas, en medio de toda la tristeza que nos embargaba por el vacío generado por la ausencia de tantos miembros de nuestra casa.
En realidad, visto con los ojos que hoy tengo, lo que más me atraía de Colombia era la intensa vida de farra que se vivía en esos pueblos donde crecí. Mientras conducía por las atafagadas autopistas de Los Ángeles sólo pensaba en estar en los brazos de una de las tantas mujeres hermosas y “descomplicadas” que abundan en Colombia. Mi vida aún estaba gobernada por el alcohol, las drogas y las mujeres. Esto llenaba el cuadro principal de mi mente y mi corazón y en Colombia parecía que lo iba a alimentar sin límite alguno.
Llegué el 11 de Diciembre, de esa Navidad de 1997 lleno de entusiasmo a Pereira, ciudad donde había fallecido mi madre y en la que vivían tres de mis cuatro hermanas, con los planes de fiesta y de vivir un carnaval navideño que no iba a terminar hasta el 14 de enero, fecha en la que debía estar de regreso en Los Ángeles, listo para iniciar una gira de cuatro semanas por los Estados Unidos con mi banda musical. Mi situación económica pasaba por grandes dificultades; los últimos tres años me había embarcado en una gran empresa de comercialización de mercancía del cine. Hollywood produce toda clase de artículos para promover sus películas, que se ha convertido en una industria gigantesca en el ámbito mundial. Gracias a todas mis conexiones de varios años, había conseguido exclusividad en muchas de estas líneas y para esa Navidad de 1997 me encontraba comprometido con un gran número de inversionistas y los negocios estaban en serios problemas con el IRS o policía de impuestos estadounidense. La inversión total amenazaba perderse toda. El dinero de mucha gente estaba bajo mi responsabilidad. Sin embargo, parecía tener todo bajo control, pues lejos estaba de saber que, en pocos días, me iban a desaparecer de la escena de la vida. Seis meses estuve en cautiverio en las selvas de Colombia del cual me salvé sólo por la misericordia de Dios.
Al llegar encontré mucha tristeza en mi familia, después de estos últimos dos funerales, mis hermanas y yo sólo hablábamos sobre quién sería el próximo, pues estábamos desfilando hacia la muerte en una secuencia muy cercana entre sí. Eran ya cinco muertes de miembros de una sola casa en menos de cuatro años. Una de mis hermanas estaba convencida que en esta secuencia de muerte ella sería la próxima porque era la única enferma de los cinco, y me pidió el favor de que la acompañara a la Iglesia a rezar la novena del Niño Jesús, que es una tradición católica muy antigua que, desafortunadamente se ha perdido. Yo no practicaba esta devoción desde los 14 años y en este momento tenía 47, hacía 33 años que no entraba a una iglesia Católica. Para mi, entrar a la iglesia era lo mismo que entrar a un templo budista, hinduista, la casa de un psíquico, o de un astrólogo o de un maguito de feng shui o reiki o de yoga; y cuando llegué a la iglesia, el sacerdote introdujo la novena diciendo: “quien hace esta novena con fe y devoción le será dada una gracia por el Niño Jesús” Para mi la palabra gracia significaba suerte, porque yo era como un pagano, de corazón mundano y oportunista y le pregunté a mi hermana qué tan milagroso era “ese” Niño, pero no pensando que era Dios, y mi hermana me dio toda clase de testimonios de cuán milagroso era el Niño. Yo le pedí al Niño que cambiara mi vida, solo que no sabía que estaba hablando con Dios, y el Niño me cambió mi vida en esa Navidad. Esta novena comienza el 16 de diciembre y va hasta el 24 de diciembre que es el nacimiento tradicional del Niño Jesús, en la misa de media noche.
El 25 de diciembre estaba en Anserma, el pueblo donde nací que queda a una hora de distancia de la ciudad donde vivían mis hermanas, y después de haber pasado un día de farra, cuando ya no tenía mucha vitalidad almacenada para más alcohol y baile, y en medio de un gran cansancio y mareo por toda la fiesta navideña de la noche anterior que se prolongó hasta la mañana, me trasladé a la finca de un tío a pasar la noche. Era media noche ya. Esta finca queda a la entrada sur del pueblo, casi en la zona urbana. Al llegar a la puerta la encontré cerrada, algo que me extrañó, pues generalmente cuando iba de visita al pueblo y anunciaba mi estadía en la finca, mi tío se aseguraba de dejar la puerta abierta para que no tuviese que bajar del auto a altas horas de la noche. Un sobrino me acompañaba y le pedí que se bajara para abrir la puerta. En el mismo instante en que él la abrió, saltó de la oscuridad un grupo de hombres armados con pistolas y su rostro encapuchado. En un segundo, lanzaron a mi sobrino a la parte de atrás de mi auto. Habían abierto todas las puertas y estos hombres andaban como perros hambrientos, saqueando cuanto encontraban. A mí me sacaron del auto, me ataron las manos, me encapucharon la cabeza y me quitaron todo lo que llevaba puesto. Parecía un atraco, algo muy común en Colombia. Pero después, la situación comenzó a tomar otro color porque los seis hombres se subieron a mi auto, me sentaron en la parte de atrás y salimos carretera abajo, a gran velocidad. Ya en las afueras del pueblo pararon y cuatro de ellos se bajaron conmigo y los otros dos continuaron en el vehículo con mi sobrino. Al quedar en esa carretera, sin oír ninguna explicación de lo que querían de mí, lo primero que pensé era que me iban a matar y lanzar en algún lugar del monte. Pero nada de esto sucedió. Procedieron a ponerme alrededor de la cintura una soga como las que se usan para el ganado y uno de ellos la sostenía adelante y otro atrás.
Me condujeron por el monte durante toda la noche hasta el amanecer del 26 de diciembre. Llegamos a lo que parecía ser la casa de una finca, en algún lugar del campo y fui lanzado dentro de una habitación que sentía vacía por el eco que escuchaba. Allí fui dejado todo ese día sin que nadie regresara, hasta tarde en la noche cuando me sacaron y me llevaron a una carretera para arrojarme en la parte de atrás de un vehículo, en el cual viajamos por largo rato. Yo escuchaba que comentaban y decían que el Ejército y la Policía me andaban buscando y que por eso me tenían que internar más en el monte. Después de viajar por un buen rato a gran velocidad por una tortuosa y destapada carretera quedé bastante maltrecho, dado que me fue imposible evitar los golpes secos, algunos de los cuales hicieron sangrar partes de mi cuerpo. Salimos del auto y comenzamos a caminar durante muchas horas mas, por lo que podía presentir que era la selva, ya no eran los pajaritos urbanos los que se oían, sino serios sonidos que sólo se escuchan en la profundidad de una zona selvática. A pesar de haber nacido en un pueblo pequeño y haber vivido en contacto con el campo toda mi niñez, enfrentarme a la selva en la noche, amarrado y sin poder ver por dónde caminaba, era algo que tan sólo aumentaba el pánico en el que me encontraba con toda esta espantosa odisea que apenas comenzaba.
La humedad de la selva hacía muy difícil respirar con esa capucha acrílica que cubría mi cabeza. La circulación de la sangre empezaba a sufrir y a tener dolorosos calambres en mis brazos y mi espalda. Todo el alcohol y abuso de los últimos tres días de farra me habían dejado sin una gota de energía y, a cada paso, creía que iba a caer fulminado por un ataque al corazón. Después de muchas horas o, mejor, de una eternidad, llegamos a un lugar donde me quitaron la capucha, para mostrarme en dónde me iban a esconder. Cada vez parecía que todo se complicaba más. El lugar que me mostraron no era exactamente el hotel Ritz Carlton. Era una casa que había sido abandonada, al parecer, hacía muchos años, pues estaba consumida por la selva y le salían ramas y maleza por lo que debieron ser puertas y ventanas. Se parecía más a una cueva. Me cubrieron la cabeza de nuevo y me subieron por un pequeño barranco, encima del cual estaba la casa o, mejor, la cueva. Me lanzaron adentro y se bajaron, me imaginé, a descansar en la parte de afuera. Al caer dentro de esta cueva, sentí un inmenso aleteo y me di cuenta que estaba plagada de murciélagos, por miles. El piso en que caí estaba podrido y cubierto de excremento.
El descanso que tanto anhelaba lo había recibido en él más horroroso hotel de la selva que jamás había visto, ni siquiera en una película de terror. No sabía por cuál de todos los aspectos aterrarme más. El olor de esa cueva era la combinación de una horrible podredumbre de todas las dimensiones y una constante lluvia de excremento que aumentaba cuando yo hacía el menor movimiento. La amenaza de que en cualquier momento fuera a ser atacado por todos esos bichos, me traía a la memoria el horror de Los pájaros, película de Alfred Hitchcock. Mientras tanto, del excremento salían millones de bichos que empezaron a meterse dentro de mi ropa y a picarme de pies a cabeza. Cada uno me producía una sensación diferente de picazón. Unos parecían darme choques eléctricos, otros me generaban grandes inflamaciones en extensas áreas del cuerpo, algunos más me producían una rasquiña aguda. En fin, un montón de diferentes ataques y sensaciones, todos llenos de diferentes venenos. En muy poco tiempo estuve completamente cubierto de toda clase de picaduras e hinchazones. No podía rascarme porque estaba atado y mi cuerpo se empezaba a dormir por la falta de circulación en mis brazos. Tampoco podía moverme mucho porque alborotaba a los murciélagos. La situación no podía ser peor.
Así pasaron los primeros días, sin que yo quisiera recibir la comida que me ofrecían una vez al día. Todo lo que yo deseaba con todas las fuerzas que me quedaban era morir y que esto terminara. Al tercer día, algo en mí me llenó de esperanza y pensé que, de pronto, si lograba convencerlos de que me tuvieran en la parte de afuera con ellos, podría escaparme en cualquier oportunidad que me ofrecieran. Llamé por un rato para que alguno subiera. Mi voz no tenía energía, y de sólo pensar en el estado de pánico en que entraban todos “los habitantes” de esa cueva al mínimo movimiento no hice mucho esfuerzo. Después de un rato, subió uno de ellos. No sé si lo decidió por sí mismo para ofrecerme algo de comer o si escuchó mi tenue voz. Me haló de los pies hacia fuera, algo que no habían hecho en los días anteriores, me quitó la capucha y me preguntó que si quería comer. Por un buen rato, no pude ver absolutamente nada. Además, me daba miedo enfrentarme a la luz, pues estaba completamente enceguecido por las tinieblas de esos tres días en la cueva. Después de un rato, me di cuenta de que era como el atardecer y con esa luz pálida del sol pude mirar hacia dentro de la cueva, para llevarme un susto aún más grande que en el que me encontraba. La cueva estaba cubierta de unas telarañas que según se veía pudieron haber sido tejidas hacía muchos años. Nunca había visto algo así; parecían cortinas del escenario más macabro que uno pudiera soñar. Por su superficie corría una baba verdusca y poco a poco me empecé a encontrar con las arañas más grandes y peludas que jamás había visto. Parecía que supieran que las estaba mirando, pues a medida que fijaba mis ojos en la que descubría, se quedaba estática. Vi cómo en el lugar donde estuve tirado esos tres días, al caer hice un inmenso roto, en una de esas telarañas.
El criminal que me sacó fuera de la cueva me explicó que no había más comida porque yo debía haber sido recogido unos días atrás y estaban retrasados, por eso ya se habían acabado los alimentos. No me contó a quién esperaban ni qué estaban planeando hacer conmigo. No me atreví a preguntarle nada, había perdido la poca ilusión de escape que tenía y me daban ganas de salir corriendo, para que de una vez me fusilaran, pero ni para eso tenía alientos.
Después de un rato, llegó otro de ellos con unos plátanos silvestres y en un tarro, que encontró seguramente abandonado en algún lugar, traía un agua sucia para darme de tomar. Me imagino que en otras circunstancias alguien que no hubiera comido ni bebido por varios días, inmediatamente habría aceptado esta propuesta alimenticia como si fuera el más grande banquete, pero yo había perdido toda mi fuerza y nada me interesaba. Al ver que no aceptaba la comida, me encapucharon de nuevo, me amarraron esta vez las manos hacia adelante, lo cual me dio una mejor circulación. Mis brazos estaban morados y creo que se dieron cuenta de que tenían que aflojarme las ataduras.
La sensación que estos hombres me daban era como la de unos lobos hambrientos que habían cazado su presa para varias semanas y después de husmear en el monte por mucho rato encontraron una cueva donde esconderla para después comérsela entre toda la manada. Me arrojaron de nuevo a la cueva y se bajaron. Pasaron doce días más, sin que llegara el supuesto esperado. A veces los oía protestar y discutir entre ellos, incluso escuché que esperarían un día más y si no me matarían. Gracias a Dios no fue así. Yo no tenía la mínima idea de qué se trataba todo esto. Día de por medio, subían y me daban algo de comer, lo cual, poco a poco, aprendí a aceptar. Mi vida en la cueva me convirtió en un murciélago más de la casa. Ya conocía la comunicación que mantenían los adultos con los jóvenes por medio de frecuencias muy intensas que ya reconocía y que a veces me producían grandes dolores de cabeza, por estar como en el centro de recepción de todo ese tráfico de señales. El excremento que llovía en el día, después de comer todo lo que traían los adultos al amanecer, era de un olor horrible y aumentaba la actividad de todos los bichos en el suelo, los cuales me incluían a mí en su recorrido como si fuera parte de su gran zona de alimentación. A veces sentía cuando inmensas delegaciones de bichos entraban desde la parte de afuera, seguramente para sacar el alimento para su grupo. Podía casi que entender todas las negociaciones que tomaban lugar para decidir el tipo de tamaño y presa que iban a transportar fuera de la cueva: pedazos de mi piel o gotas de mi sangre, entre ellas.
Pasaron quince días en mi nueva residencia del terror y en la noche del día 15 de mi cautiverio sentí que arribó un inmenso tropel de gente, que en principio sonó como un galope de caballos, pero luego descubrí que habían llegado a pie.
Me sacaron de la cueva, me desataron y quitaron la capucha de mi cabeza. Sentí un gran alivio y mi circulación, al estar desatado, empezó a llegar a lugares de mi cuerpo, por donde había corrido con escasez. Esto me causó grandes dolores y calambres. Estar fuera de esa cueva, desatado y sin capucha, fue como encontrarme en el cielo, aunque lo que me esperara pudiera ser un fusilamiento. Me encontré rodeado por unos ochenta hombres, todos vestidos con ropa militar camuflada. Con facilidad pude observar los suficientes detalles para darme cuenta de que no eran militares, más bien parecían el set de una película de Pancho Villa, sólo que esto era la vida real. No creo que tuviesen más de 18 años de edad. El único que parecía estar alrededor de los 30 años era el hombre que me empezó a hablar. Me dijo que él era el comandante, lo cual me sonó tan ridículo, tanto como si uno de los murciélagos se hubiera parado firmes frente a mí y me hubiese dicho que era el presidente de Colombia.
Este hombre no me miraba a los ojos cuando hablaba y caminaba en círculo, como para que todos los que estuvieran allí escucharan con claridad cada palabra. Me explicó que yo estaba secuestrado y que los hombres que me habían llevado hasta allí me habían vendido a ellos. Se identificó con uno de los nombres que usan estas pandillas ahora.
El caricaturesco comandante procedió a mostrarme una lista con los nombres de todas mis hermanas, con sus direcciones y teléfonos correctos. Me dijo que tendría que pagarle una suma de dinero increíblemente exagerada, que yo no tenía, pero de la que ellos insistían tener conocimiento que esa era una pequeña parte de mi inmensa riqueza. Además agregaron que los hombres que me vendieron habían exigido que después de que yo pagara esa suma debían matarme, pues no querían que fuera al pueblo a buscarlos. Después me enteré que esos hombres que me vendieron eran los miembros de una familia muy conocida en mi pueblo, que habían fracasado como narcotraficantes y ahora estaban pagando con secuestrados sus inmensas deudas. También me amenazó con empezar a matar una por una a mis hermanas si yo me negaba a pagarles lo que me exigían. No podría describir con palabras todo lo que pasó por mi mente durante este juicio absurdo en medio de esa oscura noche selvática. Las emociones, que cambiaban aceleradamente de la ira al miedo, del dolor a la angustia, de la venganza al valor, parecían no tener fin. Sentía la mirada de todos estos chacales desnutridos encima de mí como si no tuviese la suficiente carne para devorarme. Todas las cosas que decía el absurdo comandante eran celebradas a risotadas por el grupo de chacales. Después de un largo rato y de ofrecerme un trago de aguardiente que llevaba en una botella de refresco, ordenó que me ataran de nuevo, me encapucharan y me regresaran a la cueva, asegurando que volverían en uno o dos días a recogerme para trasladarme a otro lugar. Los seis hombres que me vendieron se fueron y un grupo de estos muchachos se quedó fuera de la cueva, prestando guardia. Todos los demás se marcharon.