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II. LA TRAVESÍA DEL DESIERTO

En el IX Congreso del Partido Socialista celebrado en Rancagua entre el 22 y el 24 de enero de 1943, Salvador Allende fue elegido secretario general en un momento en el que su organización se desgarraba de nuevo producto del debate sobre la participación en los gobiernos radicales y cuando la mayoría de los delegados acordó la retirada de los ministros socialistas del Ejecutivo del presidente Juan Antonio Ríos. Ante esta resolución, Marmaduque Grove, su líder histórico, abandonó el PSCh y formó el Partido Socialista Auténtico, aunque a las pocas semanas se produjo la reunificación y se convocó el IV Congreso Extraordinario, que se celebró entre el 14 y el 17 de agosto de aquel año en Valparaíso y en el que Allende rindió el informe político en nombre del Comité Central (Jobet, 1971). En aquel extenso discurso, publicado después como folleto (Allende, 1943), analizó la trayectoria reciente de su fuerza política, su actuación en los gobiernos de Aguirre Cerda y Juan Antonio Ríos y la decisión de abandonar el Ejecutivo acordada en Rancagua (Archivo Salvador Allende, 6, 1990: 45-65):

No soslayamos nuestra responsabilidad, pero destacamos:

1. Que en los gobiernos del señor Aguirre Cerda y del señor Ríos no tuvimos ninguna influencia decisiva y actuamos en ministerios subalternos, al margen de toda determinación en los grandes rubros de la economía nacional y,

2. Hemos defendido y defendemos la democracia, pero ello no nos impide observar que Chile en este instante está sumido en una de las más profundas crisis de su historia. Esta crisis nuestra es tan honda que abarca todos los aspectos: económico, político, institucional y moral.

Los socialistas abandonamos el Gobierno cuando vimos la imposibilidad de desarrollar una positiva política en beneficio del país, del pueblo, de sus clases trabajadoras. Dejamos de pertenecer al Ejecutivo cuando nos dimos cuenta de que nuestro esfuerzo en el poder era estéril y mal interpretado y que nuestras iniciativas eran amagadas por la derecha económica, que ha seguido controlando el crédito y las finanzas.

Al abandonar el Gobierno dijimos que apoyaríamos todas sus iniciativas tendientes a mejorar las condiciones generales de vida y al desarrollo económico e industrial del país. Recalcamos que mantendríamos como siempre nuestra libertad de crítica y que la emplearíamos como la mejor colaboración al Gobierno democrático del señor Juan Antonio Ríos. Afirmamos que defenderíamos las libertades individuales y sociales que consagra nuestra Constitución.

Después de analizar la situación económica nacional de manera exhaustiva, desgranó un amplio conjunto de propuestas para cambiar el modelo de desarrollo del país: abogó por «la acción orientadora del Estado» y la economía planificada para crear una gran industria de carácter público y nacionalizar los monopolios y defendió la necesidad de aprobar leyes laborales que reconocieran los derechos de los trabajadores y de dictar una ley de alfabetización obrera y campesina:

Abramos los caminos de la ciencia y el arte para el pueblo; hagamos más amplios los horizontes de la cultura popular. Los hombres y los pueblos no pueden vivir al margen de la vida espiritual. Démosle sentido a la juventud en la tarea grande de hacer un Chile grande.

Este cúmulo de conceptos que flotan en la vida chilena debe canalizarse en medidas legislativas, administrativas que el Partido tiene estudiadas y que entregará a la consideración pública.

Pero esto no basta; hay que dar espíritu a las leyes y sensibilidad humana a la acción gubernativa. Creemos la emoción de trabajar por una Patria generosa. (...)

Hasta hoy, las fuerzas democráticas de izquierda han vivido de pactos políticos y de entendimientos pasajeros. Hagamos el último esfuerzo para crear este programa central, este plan de acción, tras del cual debemos movilizar todas las reservas de la nación. Comprometamos públicamente a las agrupaciones políticas para que faciliten su ejecución. Démosle este apoyo al Gobierno democrático que nosotros elegimos y que no tiene precisión en sus concepciones ni voluntad de ejecución. Unamos las fuerzas populares y democráticas en torno a estas aspiraciones comunes.

Sin embargo, también expuso una crítica visión de la ausencia de disciplina interna (Archivo Salvador Allende, 18, 1993: 39-43):

La constitución de este Partido, que representa la unidad de clases dentro de él, debió haber acentuado más la necesidad de una seria convicción doctrinaria, de una sólida preparación filosófico-social. Esto no lo tenemos. No puede ser culpa de los comités centrales o directivas nacionales de ayer o de hoy. Es culpa de todos. La falta de este acervo doctrinario hace que casi la totalidad de los militantes no separen lo que es la doctrina de la táctica o de la línea política. De ahí que sea difícil adoptar una línea política, porque los socialistas siempre piensan que se está transgrediendo la doctrina. De ahí también que se haya acentuado, frente a los errores cometidos por algunos hombres del Partido, la decepción frente a la acción y a la labor del propio Partido. El Partido ha perdido la mística, ha perdido la fe, ha perdido la confianza en sus destinos.

Asimismo, llamó a superar las luchas intestinas por los espacios de poder o los cargos públicos y a la cohesión en torno a un pensamiento político uniforme y compartido:

A mi juicio, hay un vicio mayor: es la falta de pensamiento uniforme. No hay una concepción doctrinaria y no hay un programa. Necesitamos dar al Partido, a sus hombres, una orientación uniforme y similar, homogénea y compacta, por lo menos en los grandes rubros de la vida nacional; que todos los socialistas pensemos y sepamos por qué pensamos así. Una cosa es la filosofía, que crea, impulsa o desarrolla un movimiento colectivo; otra cosa es el programa de los partidos o las colectividades y otra cosa es la táctica que deben utilizar para conseguir sus objetivos. Nuestra doctrina, nuestra filosofía, es el marxismo enriquecido por las experiencias del devenir social; el programa no lo tenemos y la táctica cambia de acuerdo con las realidades, que exigen acomodar la línea política o la táctica a esas realidades.

Durante su breve mandato como secretario general del Partido Socialista le correspondió responder a la propuesta comunista de fundirse en un único partido obrero, cuando la organización presidida por Elías Lafferte propugnaba la «Unión Nacional» frente al fascismo.[1]El 1 de diciembre de 1943 remitió a

Carlos Contreras Labarca, secretario general del PCCh, las resoluciones adoptadas al respecto en el Congreso que habían celebrado en agosto en Valparaíso. Los socialistas valoraban de manera muy positiva la disolución de la III Internacional en 1943 y compartían la concepción teórica de constituir una nueva fuerza política a partir de la unificación de «los partidos populares». Sin embargo, en su carta a Contreras Labarca, Allende expuso lo que desde su punto de vista les acercaba o les distanciaba, después de tres meses de contactos en un Comité de Enlace, y señaló la oposición socialista a los planteamientos de la Unión Nacional, ya que su partido privilegiaba la construcción de una alternativa desde la izquierda (Quiroga, 1988: 257-268):

El Partido Comunista ha postulado como una solución para las situaciones internas de Chile lo que llama «la unidad nacional». No podemos aceptar nosotros una política de este tipo. Los grandes problemas actuales nos exigen más que nunca una definición clara, que permite a los hombres que tienen una orientación actuar dentro de sus postulados y de acuerdo con las soluciones económicas que estos postulados determinen.

La guerra ha llegado a un punto en que se evidencian ya con violencia las contradicciones sociales en el frente democrático. Y nuestro país no escapa ni puede escapar a enfrentarse con ellas. No somos partidarios de exagerar su intensidad y provocar una solución violenta e inoportuna y de contribuir a trizar la solidaridad de todos los hombres y sectores que están en lucha contra el fascismo; pero tampoco podemos renunciar a conquistar para los trabajadores manuales e intelectuales los derechos y reivindicaciones a que legítimamente son acreedores.

En Chile, la política económica de tiempos de guerra ha significado el enriquecimiento desproporcionado de empresas poderosas y el desarrollo del sector social que vive de la especulación; ha significado también utilidades gigantescas para algunas industrias, limitación de las garantías sociales y sacrificios y cargas para los hombres que producen riqueza.

Esta situación no puede continuar, a riesgo de entregar a la clase obrera a la demagogia de cualquier aventurero, lo que produciría al país más inquietud que los riesgos que se desea evitar. Estamos, en consecuencia, por un programa de realizaciones que se viene postergando mucho tiempo, aun cuando de paso deban herirse los intereses de algunos antifascistas de ocasión.

A continuación detalló los seis puntos que debían concretar una unidad de acción socialista-comunista como paso previo a la convergencia orgánica y como «labor primordial» planteó la movilización unitaria para lograr el aumento de la producción y la contención del alza constante del costo de la vida, así como proporcionar unas «humanas condiciones de vida» a las masas populares. En política internacional, por ejemplo, destacó que el Gobierno de Ríos debía cooperar con las nacientes Naciones Unidas y adoptar medidas políticas y económicas contra los agentes y los capitales de las potencias del Eje en Chile, además de la ruptura de relaciones diplomáticas con esos países. Después de mencionar algunos proyectos legales que podrían promover en el Congreso Nacional y de la necesidad de imprimir un viraje clasista a la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCh), propuso que de cara a las elecciones parlamentarias de 1945 socialistas y comunistas fueran en una lista única en todo el país. Sin embargo, el diálogo socialista-comunista no tuvo en aquel tiempo ningún resultado concreto.

En enero de 1944, Salvador Allende remitió un documento a la Convención del Partido Radical que se celebraba en Concepción en la que sugirió un conjunto de medidas orientadas a la acción exterior e interior, ya que el PSCh integraba la Alianza Democrática junto con radicales y comunistas (Archivo Salvador Allende, 6, 1990: 73):

Creemos que Chile es el país indicado para comandar la acción democrática en Latinoamérica. Os invitamos a luchar por la realización de esa aspiración, obteniendo de nuestro Gobierno la adopción de esa iniciativa.

Pensamos también que las naciones de este continente deben vincularse en forma efectiva con los demás países débiles del mundo que se aprestan para librar una batalla económica y moral, por conquistar una ubicación soberana e igualitaria con respecto a las grandes potencias.

Asimismo, creemos que es necesario que Chile establezca relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, gran potencia industrial, que en las deliberaciones de la paz y en la vida futura del mundo ha de ocupar un lugar destacado. (...)

No quisiéramos terminar sin que en esta comunicación insinuáramos la materialización de una idea que dé contenido práctico a la unidad de los partidos que integran la Alianza Democrática, ya que esta unidad no debe expresarse tan sólo en pactos de carácter político y electoral, sino que en una común actitud ante los problemas económico-sociales del país y del continente.

En atención a ello, os invitamos formalmente a propiciar juntos en el seno de la Alianza Democrática, la realización de un Congreso Económico de las fuerzas democráticas de Chile, del cual emerja un concepto claro y definitivo a materializarse a través de la común tarea de conquistar el bienestar y la grandeza de Chile.

Y semanas después pronunció un discurso en un acto de masas celebrado en el Teatro Caupolicán de Santiago en el que defendió la posición adoptada por los socialistas ante la evolución de la coyuntura internacional y su independencia de la II y la III Internacional (Archivo Salvador Allende, 5, 1990: 193-204):

El año 37 se decía: el Partido Socialista afirma y exalta la personalidad propia y definida que debe tener la revolución latinoamericana antifeudal, antiimperialista y antifascista, cuyo objeto esencial es la unión económica y política de Latinoamérica en los marcos de una democracia de trabajadores organizados.

Dentro de esa idea, el VI Congreso Ordinario del Partido Socialista, el año 38, al hacer pública la independencia del Partido de todas las Internacionales y su falta de sometimiento a directivas extrañas a nuestra realidad, expresamos: «A menudo estas directivas han carecido de arraigo en nuestra realidad; no han sabido interpretar nuestra modalidad ni fijar nuestros rumbos. Sus orientaciones han dado resultados contraproducentes y perjudiciales para nuestros movimientos populares. América tiene problemas que le son propios, como la lucha contra el latifundio y el imperialismo, el desarrollo de sus fuentes económicas, y necesita resolverlos de acuerdo con sus modalidades sociales y políticas».

Al sintetizar la realidad nacional en aquellos días, mencionó el eje del proyecto político que encabezó a partir de 1952:

He aquí el panorama de la realidad actual: un gobierno sin base política; una derecha que, usufructuando de él, lo critica; una izquierda que ha comprendido que debe aglutinarse en torno a un programa; un sector que conspira contra el gobierno; y un descontento general por un fenómeno que es la conspiración más efectiva, como ya lo hemos dicho: la de la vida cara. (...)

Los socialistas pedimos a la izquierda el máximo de responsabilidad, no debe dejarse arrastrar por las provocaciones; no puede hacer el juego a los conspiradores. Los socialistas llamamos a la izquierda a unirse en torno a un programa; un programa que agitaremos desde la calle y desde el Parlamento; un programa de interés nacional, que reúna el máximo de voluntades en torno a él. (...)

Sólo un gobierno homogéneo, con un programa y con la decisión de realizarlo, podrá poner atajo a la desorientación, al desconcierto y al caos en que vivimos.

Entre el 6 y el 9 de julio de 1944, días en los que Marmaduque Grove impulsó una escisión y creó el Partido Socialista Auténtico (PSA), el PSCh celebró su X Congreso en la ciudad de Talca, que eligió a Bernardo Ibáñez (diputado por Valparaíso y secretario general de la Confederación de Trabajadores) como nuevo secretario general y a Salvador Allende como uno de los 24 miembros del Comité Central, en el que ya despuntaban jóvenes dirigentes como Carmen Lazo, Raúl Ampuero o Aniceto Rodríguez.

1945, año del final de la Segunda Guerra Mundial, fue importante en la trayectoria política de Allende. Después de su etapa como miembro del gabinete del presidente Aguirre Cerda y como subsecretario y secretario general del Partido Socialista, aparecía a sus 37 años como uno de los políticos emergentes de la escena nacional. Entonces puso a prueba su capacidad de movilizar a las clases populares tras sus propuestas al presentarse como candidato al Senado en uno de los feudos de la derecha, la novena circunscripción, que entonces comprendía las provincias de Valdivia, Osorno, Llanquihue, Chiloé, Aysén y Magallanes.

El 4 de marzo de 1945 fue uno de los cinco senadores elegidos por este enorme territorio (con 4.394 votos), junto con los radicales Alfredo Duhalde y Alfonso Bórquez, el liberal progresista Carlos Haverbeck y el liberal José Maza, y derrotó a los dos candidatos del Partido Socialista Auténtico.[2]Su victoria tuvo un gran mérito porque en aquellos comicios empezó a percibirse el declive de la votación socialista: en las elecciones a diputados, el PSCh logró el 7,2 % y el PSA de Grove, el 5,6 %, frente al 22,1 % alcanzado cuatro años antes por la suma del PS, el PST de Godoy Urrutia y otro grupúsculo socialista. El Partido Comunista logró el 10,3 % y 15 diputados, frente a los seis del PSCh y los tres del PSA (Cruz-Coke, 1984: 81).

Fue en el transcurso de aquella campaña electoral cuando Osvaldo Puccio, secretario privado de Allende durante casi dos décadas, escuchó por primera vez su voz en un discurso radial, desde la ciudad de Punta Arenas (1985: 22):

En aquel tiempo yo era un muchacho de 18 años. En la radio escuché el discurso que Allende pronunció después de su viaje a estas cuatro provincias. Habló de lo que era su política y a dónde iba a llegar. Planteó la unidad de la clase obrera y del pueblo. Explicó el horror que significaba que un hombre, para poder comer, tuviera que estar seis, siete u ocho meses metido entre piedras, a kilómetros de distancia de lo que se llama civilización. Si se enfermaba o se moría se venía a saber, a veces, un año después. Mientras tanto, los patrones paseaban por Europa o gozaban de sus grandes mansiones en Punta Arenas y de las mejores en Buenos Aires o Santiago.

Allende dijo que había dueños de estancias que no conocían su fundo. Un administrador les depositaba el dinero, y eso era todo lo que necesitaban.

¿Para qué iban a ir a las estancias, donde todo era frío, inhóspito y feo? Feo, mirado en la dimensión del hombre para quien la tierra es únicamente fuente de ganancia, para quien no significa su patria y base de su vida y quien, por eso, no puede entender lo orgulloso que puede estar un hombre que le saca riquezas a una tierra hostil, en este clima árido y frío.

Todo esto planteó el compañero Allende en su discurso. Y dijo también que esas riquezas, por las que el hombre se esforzaba y las extraía a la tierra, eran patrimonio del que luchaba contra el viento, contra el clima, y no del que se las apropiaba. El trabajador entregaba sus huesos, su vida, para que un señor tomara champaña en París o whisky en Londres.

A partir de entonces Allende permaneció en el Senado durante 25 años, de manera ininterrumpida hasta que se convirtió en Presidente de la República el 3 de noviembre de 1970. En uno de sus primeros discursos en la Cámara, pronunciado el 14 de agosto de 1945, analizó en profundidad la situación política nacional e internacional, tras el final de la Segunda Guerra Mundial (Archivo Salvador Allende, 6, 1990: 67-76):

Los socialistas luchamos contra el fascismo nacional e internacional, y en la lucha entre el fascismo y la Democracia estaremos con la Democracia.

Hoy, aplastado el fascismo, declaramos que lucharemos por el socialismo.

Estamos contra la economía individualista y liberal. Luchamos por una economía social. (...)

La izquierda chilena, agrupada, aparentemente cohesionada, en lo que se llama la Alianza Democrática, no tiene un programa en defensa de una posición ideológica común. Los compañeros del Partido Comunista han planteado frente a la Alianza su concepción sobre la política de unidad nacional que nosotros no aceptamos y que hemos combatido, porque sustentamos la política de unidad popular. El Partido Radical, haciéndose eje de la Alianza Democrática, ha hecho de ella una balanza que se inclina a uno y otro lado, frente a estas fuerzas políticas.

En las elecciones presidenciales de 1946 venció el candidato radical Gabriel González Videla, apoyado por los comunistas, quienes por primera vez en la historia del país asumieron tres carteras ministeriales, aunque por poco tiempo, ya que la Administración Truman presionó a La Moneda para que, en consonancia con los nuevos tiempos de la guerra fría, decretara la ilegalización del Partido Comunista y la persecución de sus militantes, que fueron confinados desde 1948 en lugares como la caleta de Pisagua, en el extremo septentrional del país (Garcés, 1996: 105-110). En aquellos comicios los socialistas lograron el peor resultado de su historia con la candidatura de Bernardo Ibáñez, quien tan sólo obtuvo 12.114 votos (el 2,5 %), frente a los 192.207 (40,1 %) de González Videla.

Contra la proscripción del Partido Comunista, que en las elecciones municipales de 1947 había alcanzado el 17 % de los votos y se había convertido en la segunda fuerza política, se alzaron voces en la derecha, en las filas socialcristianas de la Falange Nacional y en el socialismo, aunque hubo parlamentarios de esta filiación que la apoyaron. Precisamente las discrepancias internas en torno a este punto desencadenaron una nueva escisión en el PSCh y, si la fracción anticomunista (liderada por Ibáñez) logró quedarse con la denominación de la organización, el sector integrado por Salvador Allende, Raúl Ampuero, Clodomiro Almeyda o Aniceto Rodríguez fundó el Partido Socialista Popular, que levantó una línea política que abogaba por la independencia de clase y postulaba un «frente de trabajadores». El PSP reafirmó su adhesión al Programa del Partido Socialista elaborado a principios de aquel año con el magisterio del profesor Eugenio González Rojas, que reivindicó el «sentido humanista y libertario del socialismo» frente a la involución hacia el capitalismo de Estado y la dictadura de una burocracia que se produjo en la URSS tras la muerte de Lenin.

El 18 de junio de 1948, Salvador Allende intervino en el Senado en nombre de su Partido para explicar la oposición al proyecto de Ley de Defensa Permanente de la Democracia impulsado por el Gobierno para perseguir a los comunistas (Martner, 1992: 143-145):

Mi profunda intranquilidad de espíritu proviene de que esta ley, a mi juicio, barrena las bases fundamentales en que se sustenta la organización democrática del país, en términos tales que su repercusión tendrá alcances políticos, sociales y económicos de extraordinaria trascendencia. (...)

Las disposiciones contenidas en él, señor Presidente, son una verdadera bomba atómica caída en medio de nuestra convivencia social, asentada en largos años de una efectiva tradición democrática.

En aquel discurso defendió el derecho de los comunistas a participar en la vida política con los mismos argumentos que habría empleado –precisó– para preservar la misma opción para los conservadores o los socialcristianos. Antes de enumerar, una vez más, las diferencias y coincidencias entre socialistas y comunistas, explicó las concepciones revolucionarias de su partido:

Señor Presidente y Honorable Senado, he dicho que somos marxistas, que creemos en el socialismo científico, que somos antiimperialistas, antifeudales y antioligárquicos, y que tenemos un sentido revolucionario de la transformación económico-social que necesita la Humanidad.

Quiero destacar, sí, que este sentido de la revolución no tiene el contenido habitual y pequeño con que suele emplearse esta palabra. Por ejemplo, no es revolucionario el jefe militar que, a la cabeza de un regimiento, toma el Poder: eso puede ser un motín. No es revolucionario el que, por la fuerza, logra, transitoriamente, mandar. En cambio, puede ser revolucionario el gobernante que, llegando legalmente al Poder, transforme el sentido social, la convivencia social y las bases económicas del País. Ése es el sentido que nosotros damos al concepto de revolución: transformación profunda y creadora. (...)

Respetamos la democracia y actuaremos siempre dentro de sus cauces legales, mientras el régimen democrático respete el sufragio, los derechos sindicales y sociales y las garantías que establece nuestra Carta Fundamental: de libertad de pensamiento, de reunión y de prensa.

En cuanto a las diferencias con los comunistas, subrayó la adhesión acrítica a la URSS y la defensa de la dictadura del proletariado:

El Partido Socialista no propicia la dictadura del proletariado, aunque estima necesaria una dictadura económica en la etapa de transición que lógicamente hay que vivir para pasar de la sociedad capitalista a la socialista. He sostenido y sostengo que el marxismo es un método para interpretar la historia; no es un dogma ni algo inmutable falto de elasticidad.

Más aún, afirmó que de los comunistas «los socialistas hemos sido sus más tenaces y permanentes adversarios» y evocó las discrepancias de los años del Frente Popular, el rechazo del PSCh a la creación del Partido Único y a la línea política de la Unión Nacional, al tiempo que examinó las opiniones expresadas desde otras bancadas:

Para nosotros, honorables colegas, no hay libertad efectiva si no hay una base económica que le garantice al ser humano la posibilidad de su integral desarrollo. Para nosotros, honorables colegas, la libertad que da la organización social actual es sólo aparente y tan sólo una pequeña minoría dueña del poder y de los medios de producción es prácticamente libre, política y económicamente.

La mayoría de nuestros conciudadanos, los obreros de las industrias, el campesinado, los empleados, en suma, todos aquellos que tienen como única herramienta para ganarse la vida la fuerza de sus brazos o de su inteligencia no son libres.

Nosotros sostenemos que este régimen de democracia política consagra permanentes privilegios e injusticias; opinamos que cientos, miles y miles de seres humanos en todas las latitudes de la tierra y especialmente en los países de incipiente desarrollo económico e industrial como el nuestro, viven como parias, huérfanos de toda posibilidad. Para ellos están vedados todos los caminos del intelecto y del espíritu. Sostenemos nosotros que la economía capitalista, dislocada e irracional, atropella al hombre y a los pequeños países.

Sostenemos nosotros que la democracia burguesa que defienden sus señorías está en crisis y que ella dará necesariamente paso a la democracia económica.

Aquel día recordó con profundo orgullo a su abuelo, el doctor Ramón Allende Padín, y leyó un escrito suyo de 1873 publicado en un diario de Valparaíso en el que reivindicó el apelativo de «rojo» que le habían impuesto: «Rojo, pues, ya que es preciso tomar un nombre, y aunque éste nos ha sido impuesto como infamante; rojo, digo, estaré siempre de pie en toda cuestión que envuelva adelanto y mejoramiento del pueblo».

El eco de la voz, doctrinaria y limpia, de un antepasado mío, me impulsa, además de mis convicciones, a votar en contra de este proyecto, que considero liberticida. Con ello, creo contribuir a defender las bases esenciales de la convivencia democrática, que han sido y son el alto e inembargable patrimonio de la Patria.

Tampoco renunció a referirse, en los comienzos de la guerra fría, a las dos potencias hegemónicas y a los principios fundamentales que distanciaban a los socialistas chilenos de una URSS en pleno periodo estalinista, pero también con su imagen renacida ante el mundo por el monumental sacrificio de los pueblos soviéticos en la victoria frente al nazismo:

Sólo quiero destacar en forma muy somera que, a nuestro juicio, el mundo entero oscila entre la Rusia soviética, por un lado, y el capitalismo norteamericano, por otro. Los socialistas chilenos, que reconocemos ampliamente muchas de las realizaciones alcanzadas en Rusia Soviética, rechazamos su tipo de organización política, que la ha llevado a la existencia de un solo partido, el Partido Comunista. No aceptamos tampoco una multitud de leyes que en ese país entraban y coartan la libertad individual y proscriben derechos que nosotros estimamos inalienables a la personalidad humana: tampoco aceptamos la forma en que Rusia actúa en su política expansionista. Innecesario me parece insistir en las razones que nos mueven a rechazar también la acción del capitalismo norteamericano, fundamentalmente su penetración imperialista, y he hecho yo notar los vacíos, las injusticias y las fallas del régimen capitalista en el transcurso de mi intervención.

En esta disyuntiva en que se debate el mundo, en esta hora tremenda de las grandes decisiones, yo sólo veo dos caminos: el uno, representado por la filosofía socialcristiana, que no comparto y cuya orientación económica no alcanzo a comprender en toda su amplitud, y, por otro lado, el socialismo científico, cuyos conceptos económicos nadie desconoce, pero que, muy al contrario de lo que muchos suponen, levanta y dignifica la personalidad humana y da al hombre todos los caminos de superación, una vez haya obtenido su liberación económica.

Y concluyó en estos términos:

Señor Presidente, a nuestro juicio, esta ley va contra la Constitución y los derechos fundamentales que ella garantiza; persigue ideas; excluye a un partido, restringe el sufragio; ataca en sus más legítimos derechos a la clase obrera; hace un mito el derecho de organización de los sectores de empleados. En resumen, esta ley atenta contra las bases mismas del régimen democrático. (...)

Señor Presidente, termino declarando que los socialistas, en cumplimiento de un estricto mandato de nuestra conciencia, y de acuerdo con nuestros principios y doctrinas, estamos en contra de esta ley. Los socialistas seguiremos nuestra lucha con nuestros perfiles propios, sin concomitancias con el Partido Comunista, sin buscar arteramente los restos dispersos que pueden quedar de este partido, si se aprueba la ley, como seguramente va a serlo. Lucharemos como socialistas, como siempre lo hemos hecho, con honradez y con cariño, con emoción chilena, por el engrandecimiento y el progreso de nuestra patria.

Lucharemos dentro de los cauces democráticos y combatiremos tenazmente esta ley que, tarde o temprano, tendrá que derogarse, para que vuelva la democracia a imperar en nuestra tierra querida.

Después de la aprobación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, llamada «Ley Maldita» por las fuerzas de izquierda, fueron eliminados de los censos electorales todas las personas que habían militado o militaban entonces en el Partido Comunista y sus dirigentes y miembros más destacados sufrieron persecución. Allende intentó visitarlos en Pisagua, pero se lo impidió un joven teniente llamado Augusto Pinochet, según sostuvo éste con arrogancia en distintas ocasiones, aunque no resulta difícil imaginarlo genuflexo y dócil ante tan relevante senador de la República.

La persecución de los comunistas sumió a la izquierda en unos años de confusión, divisionismo y retrocesos y, en un tiempo histórico marcado en Sudamérica por la impronta del argentino Juan Domingo Perón y del brasileño Getulio Vargas, un amplio sector del socialismo llegó a sucumbir a la tentación populista. En junio de 1950, el XIII Congreso del Partido Socialista Popular proclamó como su candidato presidencial para 1952 a Carlos Ibáñez, quien se presentaba en una eficaz campaña como «el general de la esperanza» que «barrería» la corrupción de los gobiernos radicales.

Salvador Allende y un reducido grupo de militantes leales a sus posiciones decidieron abandonar el PSP tras denunciar lo que llamaron la «aventura populista», el respaldo al caudillo que impuso una dictadura entre 1927 y 1931, que había estado vinculado a un intento de golpe fascista en 1938 y que había sido el candidato de la derecha en 1942 con un programa autoritario (Moulian, 1998: 39-40). Este grupo terminó fusionándose con el Partido Socialista de Chile, del que además los grupos más anticomunistas se fueron al Partido Socialista Auténtico de Grove, quien falleció en 1953 alejado de la organización que contribuyó a fundar.

La mayor parte del socialismo, pues, apoyó la candidatura de Ibáñez. En sus memorias Clodomiro Almeyda, quien sería después ministro de Relaciones Exteriores del Presidente Salvador Allende, evoca sus frías relaciones personales y políticas iniciales con éste, a quien había conocido en 1946. La disputa interna en torno a la opción presidencial de 1952 les distanció aún más (1987: 168):

Nos movíamos en diferentes círculos partidarios. Y cuando tuvimos mayor contacto en la dirección que ambos integrábamos a principios de los años cincuenta, pronto se produjo entre nosotros un fuerte cortocircuito. Como subsecretario general del Partido, en ausencia de Raúl Ampuero, me correspondió presidir la sesión del Comité Central en la que se resolvió apoyar la candidatura presidencial de Carlos Ibáñez. Allende era abiertamente contrario a esta postulación y reaccionó muy negativa y airadamente ante la forma en que yo conduje esa reunión con el propósito de que la gran mayoría de la dirección, favorable a Ibáñez, resolviera finalmente apoyarlo, dejando de lado consideraciones o gestiones que Allende introducía en el debate para postergar la decisión final.

En octubre de 1951, el Partido Socialista de Chile fue la primera fuerza que proclamó a Allende como candidato a la Presidencia de la República. En noviembre, el Partido Comunista, desde la clandestinidad, le entregó su apoyo público y el 25 de noviembre fue designado candidato del Frente del Pueblo, una alianza que incluía además a algunos sectores radicales, de izquierda e independientes. Aquel día, en el Teatro Caupolicán, enclavado en la popular calle San Diego de Santiago, fue presentado por el doctor Gustavo Molina, en nombre de los profesionales independientes, Armando Mallet, por el Partido Socialista, y el senador comunista Elías Laffertte. En su primer discurso como candidato a la primera magistratura de la nación, afirmó (Nolff, 1993: 53-57):

Con el Frente del Pueblo tenemos una plataforma de lucha clara, definida, precisa que nos distingue y separa de los otros grupos políticos hoy transitoriamente unidos con vistas exclusivas a una campaña electoral y a la defensa de sus posiciones administrativas, de sus intereses y de sus concepciones políticas.

Subrayó que habían creado el Frente del Pueblo para emprender la revolución que el país necesitaba: «Para esto nació el Frente del Pueblo, como un potente movimiento nacional, antiimperialista, antioligárquico, antifeudal»:

Hombres, mujeres y jóvenes de mi Patria: el Frente del Pueblo os llama a luchar por las consignas de la victoria:

1. Por el pan y la libertad.

2. Por el trabajo y la salud.

3. Por la paz y la cultura contra el imperialismo.

4. Por la reforma agraria y la industrialización del país.

5. Por la democracia, contra la oligarquía y las dictaduras.

Las bases programáticas de su candidatura se agrupaban en cuatro puntos: independencia económica y comercio exterior, desarrollo de la economía interna, una profunda reforma agraria y mejora de las condiciones de vida de las clases populares. Cada uno de estos bloques contemplaba propuestas concretas, por ejemplo, en el primer punto se incluyó por primera vez la nacionalización de la gran minería del cobre y del salitre y de hecho aquel año los senadores Laffertte y Allende presentaron un proyecto de ley en este sentido.

En relación con el desarrollo económico, propugnaba un vigoroso proceso de industrialización, sobre todo en cuanto a la agroindustria, al objeto de «asegurar un más alto estándar de vida a la población y el aumento de la renta nacional, asignando un porcentaje superior de distribución a los sectores laboriosos». Para fortalecer el desarrollo industrial y agropecuario, el Gobierno del Frente del Pueblo realizaría importantes inversiones en las infraestructuras de transportes, con la modernización de los ferrocarriles y la construcción de una red de carreteras, así como la ampliación de la flota naviera nacional y la extensión del tráfico aéreo.

El Frente del Pueblo no propugnaba la construcción del socialismo, sino un conjunto de reformas y modernizaciones que pretendían ir más allá de lo logrado por Pedro Aguirre Cerda, con un énfasis novedoso en la reforma agraria y el cobre. Durante 283 días de campaña su candidato recorrió por primera vez todo el país con el lema «El pueblo a la victoria con Allende» para ofrecer su alternativa frente al populista Carlos Ibáñez, el conservador Arturo Matte y el radical Pedro Enrique Alfonso. El 13 de enero de 1952 planteó los fundamentos de la alianza de la izquierda en el transcurso de un mitin en Valparaíso:[3]

Somos un movimiento de liberación nacional, antiimperialista, antioligárquico, con una meta que no termina en septiembre. Estamos protagonizando una gesta emancipadora por el pan y la libertad, por el trabajo y la salud, por la reforma agraria y la industrialización del país, por la paz, la democracia y la independencia nacional. El Frente del Pueblo lucha por la derogación inmediata de la Ley Maldita, para que se ponga término al estado policial que mantiene en las cárceles y en los sitios de relegación a numerosos patriotas que han luchado por los intereses de Chile. Este gobierno radical agoniza ante el desprecio de la ciudadanía. Bajo el amparo de este gobierno se han cometido fraudes, desfalcos, negociados escandalosos y envenenamiento colectivo del pueblo.

Jaime Suárez, entonces militante del PSP en la Brigada Universitaria de Concepción y dos décadas después ministro con el Presidente Allende, señala que éste asumió aquella campaña electoral con «una dedicación de misionero» y recuerda un acto en el pueblo de Pilmaiquén, en la provincia de Osorno (Arrate y Rojas, 2003: 276):

Sobre un cajón de azúcar, con un megáfono, entre banderas chilenas, chiquillos, banderas de los partidos Socialista y Comunista, intervinieron los oradores. La voz profunda y el pelo blanco de Elías Lafferte, su silueta vigorosa, antecedió al orador de fondo, el candidato presidencial. Era febrero de 1952. Intervino con un lenguaje didáctico y apasionado. Quien sólo hubiera escuchado su discurso no se habría imaginado jamás el escenario y la audiencia que alcanzaba a 40 ó 50 personas, incluyendo los dos carabineros.

El dirigente comunista Volodia Teitelboim, uno de los secretarios generales de la campaña presidencial, dejó constancia en sus memorias de la debilidad de la izquierda entonces, con la mayor parte del socialismo volcado con Ibáñez y con el Partido Comunista muy debilitado por la represión (1999: 350-351):

Nos dolía en el alma ver que la campaña no cundía. La persecución de González Videla había producido un desplome de la confianza. La fractura de la izquierda, el movimiento sindical diezmado hicieron que gran parte del pueblo volcara su esperanza en el hombre que prometía soluciones milagrosas. Por lo empinado de la cuesta estábamos obligados a forcejear contra viento y marea. Así íbamos tratando de tocar puertas de pueblo en pueblo. Los actos en esa campaña del 52 se asemejaban a veces a las prédicas de los canutos (los protestantes) en las esquinas, con la diferencia de que nuestra jornada era de mañana, tarde y noche.

No puedo olvidar lo que sucedió en Pedro de Valdivia, donde yo había estado muchas veces, acompañando a Elías Lafertte. Entonces hablábamos ante toda la población. La gran mayoría de los dirigentes sindicales elegidos eran comunistas. Ahora no había casi nada, salvo unos cuantos camaradas que tenían que trabajar en la sombra, porque si los descubrían los enviaban a Pisagua.

Evoco aquel ocaso político, el último sol sobre la oficina. No veíamos a nadie. Sólo cuando se hizo de noche y la oscuridad tendió, como se dice en las crónicas antiguas, un manto protector, divisamos algo que se movía en la penumbra. Otros se ocultaban tras los escasos y raquíticos árboles de la plaza. Allende hablaba como si al frente hubiera una muchedumbre. Sabía que estaba arrojando semillas en el desierto. Tenía confianza en que iban a germinar. Y por eso explicaba con paciencia y energía su proyecto de un país nuevo a un público invisible y temeroso.

Él era así. Embestía contra el mal tiempo. En la isla de Chiloé recorríamos en auto los caminos. Tomaba el megáfono y cuando pasábamos frente a cada casa –todas dispersas– saludaba al que vivía allí, pronunciando su nombre (que le había sido comunicado por el compañero del lugar, conocedor de todos sus ocupantes). Así hacía propaganda personalizada. La concurrencia era exigua. Carmen Lazo, que tenía muy buena relación con Allende, sacaba del bolsillo no recuerdo bien si un flautín o una armónica y comenzaba a tocar. Empezaban a acercarse niños y tras ellos las madres, los padres, las familias. De este modo se reunía quórum para iniciar la proclamación.

También Carmen Lazo, una de las mujeres más relevantes de la historia del socialismo chileno, participó de manera destacada en las cuatro campañas presidenciales de Allende. De la de 1952, la negra Lazo recuerda, entre otras, esta anécdota (Lazo y Cea, 2005: 54-55):

En esa misma gira íbamos con Volodia Teitelboim (...) Un día me dijo: «¿Sabes, Carmen? Creo que Allende es un ladrón intelectual». Me quedé pensando por qué Volodia decía eso y me acordé de que cada vez que llegábamos a una oficina salitrera, yo, cansada de discursear, empezaba confidenciando: «Miren, compañeros, yo ya estoy cansada de hablar bien de este caballero, así que ahora les voy a contar un cuento». Empezaba a narrar las andanzas del gigante y los enanos de Gulliver. Y cuando ya había hecho el cuento agregaba: «Bueno, ustedes ya habrán comprendido que el gigante es América Latina y los enanos que amarraron al gigante hasta dejarlo inmovilizado son los intereses económicos, por el cobre, por la plata, el platino, el hierro y todas nuestras riquezas naturales».

Este cuento resultó muy ilustrativo, pues nuestros invitados entendían cabalmente cuál era el problema de nuestro subdesarrollo. Cuando dejamos ese lugar para ir a otro, Allende me advirtió: «Morena, olvídese del gigante, porque en la otra oficina salitrera lo voy a usar yo». Esto motivó el comentario de Volodia y por supuesto que lo usaba y le sacaba mucho más partido al cuento del gigante y los enanos.

Sin el apoyo de ninguno de los grandes partidos y con un discurso que hacía concesiones a la izquierda (reforma agraria, derogación de la «Ley Maldita»), Ibáñez avasalló a pesar de su edad avanzada y su pasado autoritario (46,8 % y 446.439 votos) en unas elecciones marcadas por la participación por primera vez de las mujeres, mientras que Allende quedó en último lugar con el 5,4 % y 51.975 sufragios. Las provincias en las que el candidato del Frente del Pueblo logró más votos fueron Santiago (22.762), Concepción (5.468) y Valparaíso (4.250), las únicas, por otra parte, en las que obtuvo más de mil votos femeninos.[4]

Durante aquella jornada Allende permaneció en la Casa del Pueblo, un viejo caserón situado en la calle Serrano, a dos esquinas al sur de la Alameda. A última hora de la tarde, cuando la victoria de Ibáñez era inapelable, corrió el rumor de que militantes del PSP se dirigían hacia allí con el objeto de propinar un escarmiento físico a los «traidores» que según ellos se habían vendido a la derecha y habían recibido fondos de Matte para arrebatarle votos a Ibáñez. Según el relato de Osvaldo Puccio, cerraron las puertas y Allende, subido a una mesa del vestíbulo, destacó el valor de la campaña que habían realizado (1985: 31):

Si son consecuentes los que hoy nos detractan, como lo dicen siempre, un día no lejano marcharán detrás de nosotros y juntos haremos de este país la primera nación socialista de América. (...) Si el mundo se construyó en siete días, el socialismo no se logra construir en tan poco tiempo; porque el mundo es la imperfección y el socialismo es la perfección.

El 7 de septiembre en un discurso en el Senado afirmó (Ligero y Negrete, 1986: 56):

Nunca pensamos triunfar. Pero obtuvimos un porcentaje que implica un triunfo real y efectivo, porque los 52 mil sufragios del Frente del Pueblo constituyen la expresión de otras tantas conciencias limpias que sabían que votaban por un programa, por una idea, por algo que estaba apuntando hacia el futuro.

Y años más tarde señaló (Lavretski, 1978: 64-65):

Usted me pregunta por qué entré en alianza con los comunistas en 1951. No lo hice por guerra «fría», «templada» o «caliente», sino partiendo de los intereses de Chile. Por entonces yo consideraba que Chile necesitaba un curso político más claro que el elegido por el Partido Socialista, que había tomado la decisión de apoyar la candidatura del general Ibáñez. Aun sin tener en cuenta sus características personales, está claro que Ibáñez no podía ser el abanderado del proceso revolucionario.

Considero que la revolución antiimperialista y antioligárquica debe basarse principalmente en la unidad de la clase obrera que en Chile está representada por el Partido Comunista y el Socialista. Si no hay acuerdo entre ellos, entonces se lanzarán a una guerra fratricida, como tuvo lugar en el pasado, debilitando al movimiento revolucionario y beneficiando a la burguesía y al imperialismo. Yo mismo fui expulsado de mi partido por negarme a apoyar a Ibáñez. La alianza con los comunistas en 1951 no perseguía la victoria electoral por cuanto el Partido Comunista se hallaba entonces en la clandestinidad. Pero yo perseguía un objetivo más importante: la creación de un verdadero instrumento de liberación de la clase obrera y de Chile.

A pesar del magro resultado, su candidatura señaló un camino para la izquierda: la unidad de las fuerzas populares en torno a un programa de gobierno para la transformación profunda del país. La coyuntura de 1952 forjó también el entendimiento entre Salvador Allende y los comunistas, quienes con el tiempo llegaron a convertirse en uno de sus aliados más leales. Con la creación el Frente de Acción Popular (FRAP) y la reunificación del socialismo, un lustro después, empezó a gestarse un impresionante movimiento popular cuya clave de bóveda fue la unidad de acción entre socialistas y comunistas, algo realmente excepcional en el contexto de la guerra fría. Desde el principio Salvador Allende se constituyó en el gran adalid de la unidad de la izquierda.

[1] La propuesta de la Unión Nacional estaba muy influida por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Así, en julio de 1941, un mes después de la invasión de la URSS por las tropas alemanas, el Pleno del Comité Central del Partido Comunista definió la Unión Nacional como el objetivo táctico y la Revolución Democrático-Burguesa como el objetivo estratégico. En enero de 1942, el XII Congreso comunista señaló que debían ingresar en la Unión Nacional todos aquellos patriotas dispuestos a luchar contra el nazifascismo, incluso los terratenientes, pero para ello no podía plantearse la reforma agraria; tan sólo quedaban excluidos de la invitación a integrar la Unión Nacional los fascistas. Especial énfasis puso la dirección comunista en invitar al Partido Socialista a unirse a este frente amplio. Además, al apoyar la disolución del Komintern, el PCCh planteó la tarea política de crear el Partido Único Obrero-Campesino (al que se unirían el Partido Socialista y el PST de Godoy Urrutia) y la Central Sindical Obrera Única. Su dirigente Ricardo Fonseca lo planteaba así en la revista teórica Principios: «Lo que el radicalismo ha logrado entre los empleados, pequeños industriales y agricultores, profesionales y técnicos, tiene que alcanzarlo el Partido Único entre los obreros y campesinos» (Varas, 1988: 75-80).

[2] Fuente: Servicio Electoral de la República de Chile.

[3] Apsi, septiembre de 1987, pp. 3-4.

[4] Fuente: Servicio Electoral de la República de Chile.

Compañero Presidente

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