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INTRODUCCIÓN:

SALVADOR ALLENDE EN SU CENTENARIO

Con poesía, con ideas, con lucha, con sacrificio y una lucha incansable de todos los días realizando ahí al nuevo sujeto histórico por los cambios. La semilla de Allende está germinando. Lo mejor del pueblo, curadores de esa semilla, la cuidaron y la protegieron y como la memoria es como la tierra, esa semilla está germinando. Y hoy en este siglo por obra de los pueblos, de los que aman y respetan la tierra, la semilla allendista es patrimonio de la humanidad y florece en todo lugar. «La historia es nuestra y la hacen los pueblos», dijo Salvador Allende. Tenemos que continuar haciéndola. ¡Con Allende, mil veces VENCEREMOS!

GLADYS MARÍN[1]

11 de septiembre de 2003

La inmolación en defensa de los principios democráticos que guiaban la vida de su país en un Palacio de La Moneda envuelto en llamas convirtió a Salvador Allende en una de las grandes personalidades políticas del siglo XX. Sin embargo, su memoria se ha quedado atrapada en la tragedia del 11 de septiembre de 1973: toda su prolongada y apasionante trayectoria anterior a 1970, su defensa de un socialismo democrático y revolucionario o su solidaridad con las luchas del Tercer Mundo han caído en el olvido. Ni siquiera las grandes conquistas de sus mil días de gobierno son comúnmente reconocidas. Y, sin embargo, junto con el 11 de septiembre, constituyen su legado y definen los principios que orientaron su existencia.

Este libro recorre la trayectoria política de Salvador Allende.[2] La primera parte analiza toda la etapa anterior a su investidura como Presidente de la República el 3 de noviembre de 1970. Ofrecemos unas pinceladas sobre la evolución de Chile a lo largo del siglo XIX y la gestación del movimiento popular, con los antecedentes de la Sociedad de la Igualdad de Arcos y Bilbao, las huelgas obreras del cruce de siglo y la represión brutal que sufrieron los trabajadores. Allende nació en 1908, durante el conocido como «periodo parlamentario», y se incorporó a las luchas sociales en su etapa como estudiante de Medicina en Santiago, cuando se sumó a las movilizaciones contra la dictadura del general Ibáñez (1927-1931), actividad por la que fue encarcelado y expulsado temporalmente de la Universidad.

Su interés por la participación en las esferas de decisión asomó ya entonces puesto que, con tan sólo 19 años, fue elegido presidente del Centro de Alumnos de la Escuela de Medicina y con 22, vicepresidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. Si con 15 ó 16 años un zapatero anarquista de Valparaíso le proporcionó los primeros libros y conversaciones sobre los ideales libertarios, en su etapa universitaria se aproximó a las lecturas esenciales del marxismo, incluidas las obras de Trotsky, en un alejamiento temprano del estalinismo.

Uno de los hechos capitales fue su participación en la fundación en 1933 del Partido Socialista, del que pronto se convirtió en uno de sus principales dirigentes, como secretario regional de Valparaíso en 1935, subsecretario general en 1938 y secretario general entre enero de 1943 y julio de 1944. Con sólo 29 años, fue elegido diputado y dirigió en Valparaíso la campaña de Pedro Aguirre Cerda, vencedor como candidato del Frente Popular en las elecciones presidenciales de 1938. Como diputado y como ministro de Salubridad de Aguirre Cerda, defendió varios proyectos importantes para mejorar las míseras condiciones de vida de las grandes mayorías del país.

En los años posteriores, adoptó algunas decisiones que se demostraron decisivas tiempo después. En 1945, logró un escaño en el Senado por las provincias australes, hasta entonces un feudo conservador, y confirmó su prestigio en la política nacional. En 1948, criticó la persecución del Partido Comunista impulsada por el gobierno de González Videla y dejó claro que los principios socialistas estaban impregnados de un profundo humanismo y entrelazados, de manera inseparable, con los derechos humanos y las libertades ciudadanas. De este modo, cuando se opuso a la proscripción del Partido Comunista, afirmó:

Los socialistas chilenos, que reconocemos ampliamente muchas de las realizaciones alcanzadas en Rusia soviética, rechazamos su tipo de organización política, que la ha llevado a la existencia de un solo partido, el Partido Comunista. No aceptamos tampoco una multitud de leyes que en ese país entraban y coartan la libertad individual y proscriben derechos que nosotros estimamos inalienables a la personalidad humana.

En 1951, cuando la mayor parte del socialismo decidió respaldar la candidatura presidencial del ex dictador Ibáñez, con un proyecto populista que podía evocar al peronismo, optó por abandonar el Partido Socialista Popular e impulsó su candidatura para las elecciones presidenciales de 1952 con el apoyo de un sector minoritario de los socialistas y del Partido Comunista desde la clandestinidad.

Aunque apenas obtuvo 51.975 votos, la primera de sus cuatro candidaturas presidenciales concretó una aspiración que había expresado, por ejemplo, ya en 1944 como secretario general del PSCh: «Los socialistas llamamos a la izquierda a unirse en torno a un programa; un programa que agitaremos desde la calle y desde el Parlamento; un programa de interés nacional, que reúna el máximo de voluntades en torno a él». A partir de 1951, Allende se convirtió en el principal adalid de la unidad de la izquierda, que se concretó con la creación del FRAP en 1956. En las elecciones de 1958, se quedó a 33.000 votos de La Moneda: había nacido el «allendismo», un movimiento popular que se formó en torno a sus propuestas de transformación del país y que rebasaba las fronteras de los Partidos Socialista y Comunista.

Antes del triunfo de la Revolución Cubana, la izquierda unida chilena (un hecho excepcional en el contexto de la guerra fría) ya era una alternativa de poder y ello originó que los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca ordenaran una intervención masiva en la política local para impedir el triunfo de Allende. En 1964, con una gigantesca «campaña del terror» y el apoyo de la derecha, el democratacristiano Eduardo Frei le derrotó, pero en 1970 la Unidad Popular alcanzó la anhelada victoria y, tras un acuerdo con el Partido Demócrata Cristiano (PDC, entonces dirigido por su tendencia progresista), logró derrotar las maniobras de Washington y de la derecha para impedir la elección de Allende como Presidente por el Congreso Pleno. El movimiento popular chileno abría las puertas de la Historia: por primera vez un marxista alcanzaba el gobierno de un país en unas elecciones democráticas y lo hacía al frente de una coalición que agrupaba a «marxistas, laicos y cristianos», según la definición que solía emplear el propio Salvador Allende.

La segunda parte se centra en los dos primeros años de gobierno de Allende. De inmediato, aplicó el programa de la Unidad Popular y procedió a la construcción del Área Social, «embrión de la futura economía socialista», es decir, a la nacionalización de las industrias claves para el desarrollo nacional (textil, siderurgia, cemento, minería...) y de la banca. Esta determinación hirió los intereses de la burguesía y como reacción el PDC impulsó una reforma constitucional destinada a paralizar el proceso de construcción del socialismo. El conflicto en torno a la definición del Área Social atravesó aquellos mil días y se probó irresoluble por la contradicción de los intereses enfrentados y el empate en las instituciones del Estado, a pesar de los reiterados intentos, hasta el último día, de Allende por alcanzar un acuerdo con el PDC.

Su Gobierno también erradicó el latifundio y liberó a los campesinos de una postración casi feudal para elevarles a la condición de ciudadanos. Con todo, la conquista más significativa fue la histórica nacionalización del cobre el 11 de julio de 1971 por tratarse del sector más importante de la economía nacional, «el sueldo de Chile» en palabras del Presidente de la República, por su trascendencia para el desarrollo del país. La decisión de Allende de restar a las indemnizaciones que se abonarían a las multinacionales estadounidenses unas elevadas cantidades en concepto de beneficios excesivos desencadenó el bloqueo económico de Washington, cuya inquina por la experiencia de la Unidad Popular sobrepasaba el ámbito de los intereses económicos y se justificaba fundamentalmente por razones políticas e ideológicas, de ahí las órdenes de Nixon a Kissinger ya en septiembre y noviembre de 1970.

Después de la victoria de la izquierda en las elecciones municipales de 1971, con el 50,86 % de los votos, el 21 de mayo de aquel año, en su primer Mensaje al Congreso Pleno, Salvador Allende planteó los fundamentos de la «vía chilena al socialismo», que cautivaba la atención de millones de personas en todos los continentes: la construcción de una sociedad socialista con absoluto respeto al pluralismo político, los principios democráticos y los derechos humanos.

Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas –particularmente al humanismo marxista– y teniendo como norte el proyecto de la sociedad que deseamos, inspirada en los anhelos más hondamente enraizados en el pueblo chileno.

Siempre valoró la posibilidad de construir el socialismo sin recurrir a la violencia revolucionaria y así, en el acto del Primero de Mayo de 1971, ante centenares de miles de trabajadores, afirmó:

Piensen, compañeros, que en otras partes se levantaron los pueblos para hacer su revolución y que la contrarrevolución los aplastó. Torrentes de sangre, cárceles y muerte marcan la lucha de muchos pueblos, en muchos continentes, y, aun en aquellos países donde la revolución triunfó, el costo social ha sido alto, costo social en vidas que no tienen precio, camaradas. Costo social en existencias humanas de niños, hombres y mujeres que no podemos medir por el dinero. Aun en aquellos países en donde la revolución triunfó hubo que superar el caos económico que crearon la lucha y el drama del combate o de la guerra civil.

El asesinato de un destacado dirigente democratacristiano pocos días después por parte de un grupo ultraizquierdista abrió un abismo entre la Unidad Popular, en minoría en el Congreso Nacional, y el PDC y precipitó su alianza con el derechista Partido Nacional, que se forjó a lo largo de 1971 y 1972 en distintas elecciones o en la «Marcha de las Cacerolas Vacías» de diciembre de 1971, cuando Fidel Castro culminaba su visita a Chile. A lo largo de aquellos tres años, Allende intentó alcanzar un acuerdo con el PDC para conformar una gran mayoría nacional por la transformación del país, en consonancia con muchos aspectos del programa de Radomiro Tomic en los comicios de 1970, pero poco a poco este partido se aproximó a la derecha y con la elección como su presidente del senador Patricio Aylwin, en mayo de 1973, optó de manera definitiva por unirse a quienes instigaban el golpe de estado.

La tercera parte analiza el último año de su Gobierno. Desde comienzos de 1972, se apreció una crisis en la Unidad Popular producto del disenso en torno a la estrategia ante las contradicciones, desafíos y oposición generados por la construcción del socialismo. Si inicialmente la polémica confrontó al Partido Comunista y al MIR (no integrado en la UP), en el Cónclave de Lo Curro, en junio de 1972, se expresaron con claridad las dos visiones de la política económica, y del proceso revolucionario en general, que se articulaban en torno a Salvador Allende y el Partido Comunista, por una parte, y al Partido Socialista, por otra.

Sin embargo, el paro orquestado por los gremios patronales y los sectores medios y profesionales en octubre de 1972 diluyó durante varias semanas todas aquellas diferencias en una gigantesca movilización popular de apoyo al Gobierno que impidió el colapso del país. Como solución última, el Presidente integró en su gabinete ministerial a tres altos oficiales de las Fuerzas Armadas, entre ellos el comandante en jefe del ejército. La relevante participación de los militares en el Ejecutivo, inédita desde el convulso periodo de 1925-1932, evidenciaba el grado de división del país, polarizado en torno a la disyuntiva capitalismo-socialismo.

En diciembre de 1972, Salvador Allende emprendió una gira por México, Nueva York, la Unión Soviética y Cuba que probó su enorme prestigio internacional. Si en los años treinta apoyó la lucha de la Segunda República Española contra el fascismo, en los cuarenta la de los aliados contra el nazifascismo, en los cincuenta condenó el derrocamiento de Arbenz en Guatemala y en los sesenta respaldó la Revolución Cubana y la lucha del pueblo vietnamita y repudió la invasión de la República Dominicana por los marines, en su discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas alzó su voz en nombre de los pueblos del Tercer Mundo que pugnaban por su independencia económica y aspiraban a emplear sus riquezas naturales para su propio desarrollo y denunció los intentos del imperialismo por derrocar el Gobierno constitucional que presidía.

En marzo de 1973, en medio de una grave crisis económica causada en gran parte por la estrategia de la oposición, se convirtió en el Presidente que mayor apoyo popular obtuvo en las dos últimas décadas después de dos años y medio de gestión y el 43,4 % logrado por la UP impidió a la oposición destituirle por los cauces constitucionales, pero también mostró a ésta que su último recurso, antes de las elecciones presidenciales de 1976, era el golpe de estado. El 21 de mayo de 1973, Allende habló ante el Congreso Pleno en defensa de la «vía chilena al socialismo» y de las libertades democráticas y previno al país sobre el peligro de una guerra civil.

Horas después del fracaso del golpe militar del 29 de junio, pronunció un discurso desde los balcones de La Moneda ante miles de personas. Cuando escuchó consignas que pedían la clausura del Congreso Nacional, en manos de una oposición que bloqueaba la acción del Gobierno, y la entrega de armas al pueblo, el Presidente señaló que si era necesario convocaría un plebiscito para dirimir el conflicto político, pero añadió:

Compañeros, ya sabe el pueblo lo que reiteradamente le he dicho. El proceso chileno tiene que marchar por los cauces propios de nuestra historia, nuestra institucionalidad, nuestras características y por lo tanto el pueblo debe comprender que yo tengo que mantenerme leal a lo que he dicho; haremos los cambios revolucionarios en pluralismo, democracia y libertad...

Después de aquella fallida sublevación, un dramático llamamiento del arzobispo de Santiago abrió paso a la última etapa de las negociaciones de Allende y el PDC, pero la dirección que comandaba Aylwin, con la tutela de Frei, rechazó el acuerdo de mínimos que le propuso. El 23 de agosto, tras la dimisión del general Carlos Prats, el Presidente Allende designó como nuevo comandante en jefe del ejército al general Augusto Pinochet, quien hasta entonces había exhibido una impecable lealtad a sus deberes constitucionales.

El 9 de septiembre, horas después de que Allende le explicara su intención de convocar un plebiscito como solución para el grave conflicto político que dividía al país, Pinochet decidió unirse a la conspiración golpista. Dos días más tarde, cada uno eligió su lugar en la Historia: Pinochet encabezó un golpe de estado que aniquiló una democracia sin parangón entonces en América Latina y se convirtió en el jefe de la junta militar que impuso una dictadura que durante 17 años exhibió un absoluto desprecio por la dignidad humana. Allende fue leal a la promesa que hizo al pueblo chileno en reiteradas ocasiones: no entregaría el poder que le había concedido a ningún golpista. Su último discurso por Radio Magallanes, de una belleza casi poética, es una de las piezas oratorias imprescindibles para la memoria democrática de la humanidad.

Salvador Allende conquistó el apelativo de «compañero Presidente» en 1970 por su trayectoria en las movilizaciones estudiantiles contra la dictadura de Ibáñez, en la efímera República Socialista de 1932, en la fundación del Partido Socialista, en la construcción del Frente Popular, como diputado, ministro de Salubridad y senador durante un cuarto de siglo, como candidato presidencial en cuatro oportunidades. «Yo no tengo otra arma que la persuasión y la autoridad moral que pueda tener por haber sido un hombre leal al pueblo», afirmó el 27 de octubre de 1971 ante los trabajadores del complejo minero de Chuquicamata.

Como Presidente de la República, como el «compañero Presidente», se dirigió en múltiples ocasiones con profundo respeto y afecto a los obreros, los campesinos, los jóvenes, las mujeres, los estudiantes, a las gentes sencillas del pueblo. Les expuso siempre con claridad y franqueza su visión de la situación del país y del proceso revolucionario e insistió hasta el infinito en la necesidad de ganar la «batalla de la producción» y fortalecer el compromiso con la construcción del socialismo. Sus palabras también estuvieron llenas de afecto. Por ejemplo, después de las horas de incertidumbre y preocupación del 29 de junio de 1973, aquella fría noche invernal se despidió así desde los balcones de La Moneda:

Compañeros, todavía algunos grupos fascistas están por allí, tengan cuidado, no caigan en provocaciones. Tienen que tener confianza en el Gobierno, que ha demostrado su fuerza esta mañana y seguiremos demostrándola. Compañeros, quédense en sus casas, únanse a sus mujeres y a sus hijos en nombre de Chile. Lleven mi cariño, mi respeto, mi admiración y mi fe a cada uno de los hogares de ustedes.

Todos estos sentimientos se fundieron en sus palabras del 11 de septiembre de 1973:

Trabajadores de mi patria: quiero agradecerles la lealtad que siempre tuvieron, la confianza que depositaron en un hombre que sólo fue intérprete de grandes anhelos de justicia, que empeñó su palabra de que respetaría la Constitución y la ley y así lo hizo. (...) Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, lo seguirán oyendo, siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores.

El nombre de Salvador Allende tiene proyección universal y lo divisamos inscrito en calles y avenidas, centros educativos y culturales en ciudades de numerosos países; incluso en algunos, como España, aparece en los espacios públicos más que en Chile. La conmemoración del centenario de su nacimiento, el 26 de junio de 2008, será, por tanto, un acontecimiento internacional que debiera motivar la reflexión no sólo sobre su trayectoria política y la evolución de Chile en el siglo XX, sino también sobre los desafíos del socialismo del siglo XXI.

En 2008 Salvador Allende regresa. Regresa el joven que fue capaz de asumir un compromiso temprano con los valores de la democracia y del socialismo y que consagró toda su vida a hacerlos realidad. Regresa el diputado y el senador que impulsó numerosas iniciativas para mejorar las condiciones de vida de las clases populares. Regresa el militante socialista que dedicó sus energías a unir a la izquierda en torno a un programa político para transformar la realidad chilena. Regresa el dirigente que nunca abandonó la crítica al capitalismo y no claudicó en el anhelo de construir el socialismo. Regresa el Presidente de la República que nacionalizó el cobre y erradicó el latifundio, que promovió la participación de los trabajadores en la dirección de la economía nacional, que convirtió en ciudadanos a los campesinos, que impulsó el reparto de medio litro de leche diario a todos los niños, que defendió ante las Naciones Unidas un nuevo orden económico mundial y ante la nación más poderosa del planeta la determinación de su pueblo a construir el socialismo.

Salvador Allende y la izquierda perdieron la primera batalla, sólo pudieron ser derrotados por la violencia brutal de unas Fuerzas Armadas que quebrantaron sus obligaciones constitucionales. Sin embargo, hoy renace la esperanza en América Latina y las grandes alamedas del socialismo vuelven a surgir en el horizonte: se trata de la lucha por una profunda y radical democratización de la sociedad, en todas las esferas, incluida la económica. En este camino nos acompañará «el metal tranquilo» de su voz, el ejemplo inolvidable del Compañero Presidente.

[1] Gladys Marín fue una de las principales dirigentes juveniles de la Unidad Popular en su condición de secretaria general de las Juventudes Comunistas y diputada. Falleció en marzo de 2005 cuando era la presidenta del Partido Comunista de Chile.

[2] Deseamos dejar constancia de nuestro agradecimiento a Óscar Soto Guzmán y Laura González-Vera por sus valiosas recomendaciones en el proceso de elaboración de este libro y a Jaime Valencia y Consuelo Campos por su ayuda para acceder a los datos del Servicio Electoral de la República de Chile sobre los comicios en los que Salvador Allende participó como candidato.

Compañero Presidente

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