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Capítulo tercero
ОглавлениеCuando, de muchacho, el nativo del departamento de Córdoba, al cual en Urabá llaman “chilapo”, deja la casa huido, cosa que es la mar de común, dice que “se pisa”.
Cuando, ya de otra edad cualquiera, se va a la francesa de alguna otra parte, sin despedidas, de afán, por malos modos suyos o ajenos, por algún muertecito de mala suerte que se hizo, o por algún hijo ocasional del cual no quiere responsabilizarse, también “se pisa”.
Siempre me gustó el término: equivale a fuga, a ida de a pie poniéndolo sobre la sombra propia, que es una silueta a tinta china que precede, o se arrastra seguidora.
El que va a poner sus pies sobre la sombra escoge bien la hora: de tardecita, para caminar entera la noche y ser logrero de distancias. Entonces, si va hacia el oriente, su sombra lo anticipa larga, y el yéndose la camina, atrás occidentándose el sol.
O, si de mañanita, “porque al que madruga Dios le ayuda” y el sol asoma apenas cuando el de la llanura, el yéndose, va hacia el occidente, camina también sobre la oscura silueta que adelanta los caminos.
Por el medio día el viandante también pone pies en el acurruque oscuro. La sombra se agazapa abajo de su verticalidad, miedosa del sol tan alto: apenas un pañuelo negro, tirado abajo. Apenas un charco de sombras, nada más que un punto ancho.
“Pisarse” sabe y suena a tierras dejadas de prisa. A muerto que no hay que pagar. A mujer sin adiós dado, ni recibido de ella. Atrás se queda lo vivido, y adelante está todo el no se sabe de todo el albur. Atrás lo vivido-gastado. Adelante la vida para usar. Escribo lo anterior recordando a uno.
Se le llamará todavía “Pelos”, si es que alienta en alguna parte. Es un nombre propio casi, más verdadero que el nombre con el cual lo crismaron. Cuando un sobrenombre pega es porque el que lo mereció no quedó bien bautizado, y que el nombre asperjado de agua bendita no le convenía. En el sumario en donde se le nombra debe aparecer poco más que su nombre y el del muerto, y el cómo y el cuándo de la muerte, pero dudo el que aparezca el porqué de ella. Además, el sumario prescribió hace ratos, entre ofensas del polvo y cagarrutas de moscas, y en la quietud de anaquel de un juzgado de pueblo. El sucedido es una muestra del cómo hacerse justicia expedita, que es el modo de esas tierras bajas de Urabá, en donde la justicia cojea y cojea, pero que no llega. La justicia oficial, digo.
Pelos no trabajaba conmigo más que esporádicamente en la hacienda de ganados que yo tenía sobre el río León. Si el trabajo no le resultaba conmigo se las apañaba como podía. Cuando el suceso de que me ocuparé, tumbaba montes para un contratista de por ahí cerca.
Pelos era alto, y delgado, junco caminando con gracia. La fuerza, empero, se le veía como el traje, pero eso no era demasiada gracia porque por allá se le veía a todos. Lo más notorio suyo eran los ojos: miraban firmes a toda hora, con una firmeza de riel.
Pero como su hermano mayor sí trabajaba conmigo en permanencia, el del nombre crinado venía en algunas tardes a comer con él, y en los fines de semana a quedarse. Si abría la mano se veía en ella a un pueblo de callos. A veces contaba de lo que hacía, parte él de una cuadrilla que desbarataba montes cicloneando hachazos. Atrás de Pelos y de la cuadrilla quedaba la tumbazón. Adelante seguía el monte profuso. Contaba que las hachas golpeaban el día entero, desde que apenas se veía en dónde debería caer el filo experto, hasta que en la tarde tampoco se veía. Caían las hachas sobre la robustez vetusta de los troncos. Y que, tajándolos, las hachas les podían. Que sabían caer alborotando quejas. Que levantaban truenos al desplomarse acostados, y que si por afuera eran grises, o negros, la madera de adentro tenía blancura de dientes: al morir el árbol reía albamente. Y perfumaba: casi toda esa sangre vegetal aroma al derramarse.
Pelos había contratado con el contratista principal el derribe de un sector, y este le daba en cada sábado lo mínimo, so capa de que —sin parrandas— Pelos estuviera temprano en cada lunes, y en cada día siguiente, en el degolladero de árboles. Pelos derribaba con el hacha, raíz de ella la mano. Lo hacía así porque carecía de una motosierra, que era su anhelo y su meta. Si se piensa que un árbol de los ordinarios mide como término medio un metro de diámetro, se supondrá los múltiples hachazos que hay que descargarle para que el gigante se desplome. Pero su mano, raíz del hacha, no se cansaba, y descargaba esos miles de golpes desde que el cielo de la noche empezaba a palidecer, hasta que volvía a tener tonos negros. La ronca voz de los hachazos retumbaba el día entero, sin cansancio, con un ritmo regular. Apenas dejaba de oírse cuando el chillido ominoso de maderas reventadas indicaba que el árbol iba a desplomarse. Pero apenas el estruendo que la caída causaba se extinguía, el hacha reempezaba su canción de filo que llevaba la muerte.
Es así como Pelos acumuló, retenido del contratista, que era un mulato perdonavidas y torpemente bulloso, una suma muy importante.
Cuando el degüello vegetal terminó, el contratista, al recibirle al chilapo el derribe, prometió pagarle en el sábado siguiente en esa cantina grande que Chigorodó tiene, y que se llama “La Pesebrera”. Así la pusieron cuando no había carros ni carreteras, y afuera tenía talanqueras para amarrar los caballos, y bebederos, y pesebres para granos.
En esa noche oí, en pocas palabras, lo que Pelos haría con el dinero: iría a comprarse, ¡al fin!, una motosierra que le multiplicaría el trabajo. Y, si le alcanzaba, él creía que sí, una de esas grabadoras ampulosas de luces con intermitencias de guiños. A más, Pelos, para los amigos, ¡y para sí!, se compraría una borrachera de varios días, tres por lo menos, para paliar la larga abstinencia: tres, casi eternos, porque sus miles de pesos alcanzarían también. No se la darían en una cantina, costosa y peligrosa, sino que para la casa de alguno llevarían botellas y botellas.
Al sábado el mulato estuvo rudo y regañón. No había cobrado, decía con cara de pantomimo, pero era claro que en el bolsillo del pantalón los billetes abultaban hasta hacer colina. No había que acosar, añadía. Al sábado siguiente pagaría.
Un negro con cara de marimonda (el mono ese inteligente, que tiene pelambre de carbón, cara de rasgos esculpidos en cera de la negra, brazos largos como ramas, cola prensil), que era el segundo del contratista, regañó a Pelos: un muchacho de 24 años tendría que ser más respetuoso con los mayores. No se cobraba diciendo “págueme”, sino diciendo “por favor, págueme”. No se exigía, no.
Pelos era de poquísimas palabras. Las que tenía no le alcanzaban ni para decir de su ira, para denostar la injusticia, para rebatir al negro. De esas palabras no tenía. Pero una doble culebrita brillante bailaba cóleras en el fondo de los ojos negros. Una indiscreta culebrita de luz, doble, sincrónica, que decía muchas cosas para quien supiera oírlas. Reuniendo las pocas palabras que sí tenía, dijo su veracidad con una voz seca como las piedras en el verano:
—Yo no soy de los para engañar. Lo espero el sábado, como lo más. Lo mejor para los dos es que me pague lo que me debe.
El otro, con su jactancia ebria hizo un gesto burlón. Señaló hacia un bolso de mano en el cual era fácil captar la pesantez de la pistola.
En la esquina de más abajo, esperando, estaba el hermano de Pelos, Mañe, mi mayordomo. Este le descargó:
—No creo que le pague. Se está bebiendo sus hachazos.
Y a él también, en el fondo de los ojos bravos, le bailaba doble la culebrita de la ira, cárdena.
Porque Mañe tenía la misma sangre caliente, y las mismas poquitas palabras ahorradas, y le dolía lo mismo que al hermano la befa dura del no pago. También conocía bien los usos de la región. Por eso aconsejó:
—Compremos dos cuchillos. Nos cobramos con ellos, ¡ya!
Pelos lo pensó. Dijo:
—Esperemos al otro sábado. Usted sabe como yo que los líos son muy cansones.
Y después añadió, como un corolario absurdo:
—Uno con ganas de cerveza, y sin su plata.
En esa semana, que se hizo larga para todos los que sabíamos, con un sábado que parecía empecinado en no llegar, Pelos estuvo limpiándome un potrero. Al sábado madrugó a salir por un caminito que iba por entre los árboles enormes de la selva primigenia. Los árboles ancianos, que subían como desmesuradas llamaradas verdes y que hacían, hasta en los medios días duros del tizón del verano, unas penumbras frescas abajo de donde alzaban sus moles. La selva en la madrugada olía a verde y a tiempo antiguo. La solemnidad del monte tenía gustos a milenios.
Pero en ese sábado el contratista no puso sus malas mañas en Chigorodó. Pelos anduvo averiguándolo en la mañana entera, hasta que supo que el hombre estaba bebiendo en Turbo, con el negro. Quien se lo dijo, le agregó:
—Si mucho, y en mucho tiempo, logrará sacarle la mitad de lo que le debe. Sacarla de a pocos pesos en cada vez. Ese es así, con mañas aprendidas del mismo Satanás.
Pelos no comentó nada, añejo ahorrador de palabras. Y se contuvo a sí mismo para ir a Turbo, hasta tan lejos: para eso no le alcanzaba el dinero. Y, además y sobre todo, Turbo no era el lugar para enfrentarlo: allá, si llegara a pasar algo, él desconocía los caminos todos.
Se pisó, pensaba, mientras que acurrucado junto al puente que daba entrada a la población, vigilaba las entradas sin puertas de la cantina que no cerraba nunca, y a las gentes que salían de los vehículos llegados. Con una navaja afilaba un palito. Con la espera, el rencor.
Pero no vino. Tarde ya se acogió donde un amigo. Adentros suyos la vida se le ardía en furias.
Al domingo, cuando arreglaba para irse a la finca en donde desmontaba potreros, a las diez de la mañana que es la hora de mayor movimiento en el pueblo, vino alguien a decirle que allá, en La Pesebrera, estaba el hombre.
Pelos preguntó que si bebiendo, y le dijeron que no. Entonces de entre el desendurecimiento de la boca sacó una casi sonrisa, y dijo:
—Entonces sí va a pagarme.
Se arregló en yáes, y salió.
Sin esperar a que le hablara, cuando lo vio, el de la bolsa con pesanteces le dijo:
—Anduve revisando cuentas: no le debo nada.
Y señalando al negro de cara de marimonda:
—Este es mi testigo de que le pagué.
El de la cara de cera afirmó, poniéndose la mano al pecho:
—Soy testigo.
El chilapo no dijo nada. Salió por la puerta más cercana al puente. Cuando dio con este orilló por el río hasta dar con una de las callejas transversales, y en una prendería dejó el reloj por lo primero que le ofrecieron: no iba de negocios.
En una venta callejera compró un cuchillo grueso, y, sin que se lo envolvieran, guardado por la manga de la camisa y la cacha perdida en la mano, entró en otra vez a la cantina por la puerta más alejada del puente, no por la carrera sino por la calle.
Quizá no había corrido ni un cuarto de hora. El café reventaba, lleno como un forúnculo. El aire estaba pleno de voces muchas, y de nubecitas de humo. Pelos caminó atrás de uno grande que iba al baño, y cuando el contratista volvió a verlo estaba teniendo adentro de la mitad del pecho cerdoso todo el cuchillo que le entregaron con la fuerza de un hachazo.
En donde un cuchillo termina su desnudez y empieza la cacha se hace un ángulo recto: también entró. Pelos no pudo sacar el cuchillo para írsele como la luz al testigo falso, cacha que quería quedarse y resbalaba.
El acuchillado se alzó, mirándose al pecho. Cuando vio el cuchillo quiso también arrancarlo, olvidado de revólver en la cartera. Tampoco pudo. Cuando entendió que la muerte estaba entrada por razón de unos miles de pesos robados…
—… Hizo feote —dijo Pelos, que ya estaba en la puerta por donde entró.
La cara de cera negra del negro había alcanzado el color de la ceniza, y seguía aclarando. El ánima no le dio para erguirse: de pronto tuvo el culo tan pesado como una pirámide.
Los que hacían la apretazón de forúnculo en la cantina demoraron más de un minuto en resolver los feos que hacía el del cuchillo en el pecho, queriendo sacárselo. Resolvieron el intríngulis cuando vieron la sangre saliendo, tan mostradora de sí. Mientras resolvían habían callado, mucha sorpresa mirando los feos. Después alzaron gritería de la que se oye a las cuadras cuando el tenido del cuchillo se desgajó como una rama hasta el suelo, a tener pataleos leves.
Los de la apretazón de divieso ni siquiera habían visto a Pelos. El chilapo iba ya una cuadra abajo, caminando despacioso como había salido.
—… Porque correr es mostrarse.
Mucho más abajo del cuartel de la policía topó con su hermano, que subía con un primo. Les dijo sin parar:
—¡Pisarse!
Sin preguntas tontolas siguieron con él. Adelante pararon a uno de esos inacabables jeeps de pasajeros con los resortes reforzados, que por allá llaman “chivas”, y en él se fueron hasta donde la carretera agoniza en potreros.
A poco estuvieron en el monte cerrado, sin afanes, él contando con palabras ahorradas de las que siempre tuvo así, y no pidiendo demasiadas explicaciones los otros, que lo entendían entendiéndose. Despacio, porque hasta el monte no iría nunca la policía. Jamás iba, desde eso de las emboscadas.
Pelos se quejaba:
—… Iba a traérmele la cartera para cobrarme con el revólver…
Caminó otra cuadra, y acabó para siempre con los comentarios:
—… Pero el cuchillo que no salía, primero. Y los feos que hizo, después.
En la finca me dijo Mañe, el hermano de Pelos mientras que me entregaba la prensa que yo le encargaba recogerme cuando él salía, luego de contarme en muy pocas palabras todo lo de antes:
—Nos vamos a pisar.
Ellos dos, y tres primos. Las venganzas por allá, en esa tierra ardida, se dan en cumplimiento hasta el límite de primos. Cualquiera puede pagar por otro, sin saber qué está pagando cuando el chorro de municiones le da por la espalda. Como yo le dije no entenderlo, el mayordomo en despedida agregó:
—Usted no es de acá, y por eso es que no entiende. No podrá entenderlo. A eso hay que mamarlo de la teta y tomarlo con el agua de panela, y yo sí que lo sé. Acá no se olvida nunca. Con el clima tan caliente uno vuelve a ofuscarse cuando el calor aprieta y la venganza no se ha tomado. Cuando hay alguno sin pagar lo que debe.
(Cuando alguno está inulto —pensé—. La palabra era demasiado rara para decirla por allá, así es que la dije para mí mismo).
Hicimos en compañía las cuentas de lo que debería pagarle, y cuando fui a extender el cheque hizo que dedujera algo así como una tercera parte. Me dijo:
—Désela mañana a mi mujer. Nosotros nos vamos a la noche.
La mujer era muy pulida para ser chilapa. Tenía una osamenta frágil. Los hombros estrechos, y delicadas las manos. No servía, como las chilapas, para partir la leña y para cargarla. Ni para agenciarse un racimo, y traerlo. Vivía, por eso, muy compuesta. A la primera mirada que se le daba se veía lo que primaba: estaba hecha para gozarla como mujer: así sería un acierto. Pero como ama de casa en un claro del monte, alejado del pueblo, lo mejor sería no recargarla. Igual sería en las penurias, pensé como las razones del que se iría.
Pero él dio otras, sorpresivas:
—Es prima hermana del muerto.
—¡No iría a delatarlo a usted, ni así! —protesté.
—Queriendo no, nunca. Sin querer, puede que sí.
—¿Cómo es eso?
—Querrá saber de la mamá, cuando haga días de no saber. Querrá que sepan de ella: y es así como, no queriendo, lo traicionan a uno.
—Ese es un riesgo chico. Se puede controlar, creo.
—No. Cuando la apuesta es mi cuero o el de mi hermano, no corro riesgos.
—¿Es que ya no la quiere?
—Sí la quiero.
—¿Cuánto hace que está con usted?
—Como tres años. Y ella me quiere. Pero el que anda en las que voy a andar es encontrado por la mujer. Además, ella no está hecha para sufrir.
—Eso es lo que va a hacer.
—Sí, pero es otra cosa. ¿No ve?
Yo no veía.
Él bajó, sin más despedidas, a empacar las cosas. Cuando ella empacaba lo propio, él le dijo:
—Deje. Usted se queda. Con el patrón le dejé alguna cosa.
Salió hacia el oriente, con los otros, y las sombras les caminaban adelante.
En el silencio estruendoso que siguió yo oía caer raspando las voces ásperas de las guacamayas que iban hacia su nido, volando en un arco iris de plumas. Se llamaban y tenían cuentos entre sí. Pasaban lentas, como brasas rojas. Como brasas azules. Como brasas amarillas.
Esperaba, de abajo, sollozos crecidos. Pero solo oía al silencio.
Noche ya oí los desalientos del paso, subiendo. Me dijo desde la puerta, atrás de ella, y enmarcándola, el colorido opulento del ocaso:
—Por caridad, déjeme esa botella de licor que tiene. Me la descuenta. Es que ya no puedo.
Era de brandy, y yo la guardaba para cuando el respirar se me cansaba.
—Eso no la ayuda.
—Sí ayuda.
Saqué en un frasco lo poco que el respirar cansado pedía para descansarse, si iba a ser en esa noche su fatiga, y le di el mucho resto.
Dijo:
—Perdone.
Bajó, arrastrando pasos, muy chica para lo que la estaba estrujando la inmensa región boscosa, con claros de pasto como ojos verdes.
Lo malo era que me contagiaba.
Me metí debajo del mosquitero, a leer. Tuve que poner mucho empeño en captar lo que las letras tenían encerrado, y, cuando al fin pude, supe como en otras veces que se estaba mejor en el mundo de las letras que en este puerco en el que estaba.
Leí, a porfías de dormirme en cuanto acabara la vela. No había oído nada más desde abajo.
Cuando apagué, percibí en el techo luces que se movían. Entraban como gotas por las grandes hendiduras del piso de tablas desunidas, cayendo hacia arriba. Me asomé a la ventana y vi que la puerta de abajo tiraba claridad al patio.
Estaba mitad en el suelo, y mitad en la cama. Mitad vestida, y mitad no. Se había quitado la blusa y el brasier, pero no alcanzó a sacarse la falda. A un lado el camisón de dormir. Los pechos lindos también estaban borrachos, y tambalearon después, un poco, cuando la sacudí. No tanto como cuando ella pilaba el arroz, y bailaban zarabandas de picos rosados, muy armónicas. No pude no estarme mirándolos un rato largo. Tuve que regañar a la mano que quería ir hacia ellos y untárselos. Atraían, como los abismos, pero sin miedos. A la luz del mechón, que temblaba como epiléptico, esos pechos insurgentes tenían brillos como de níquel, en las partes en que sudaban. Un hilo de saliva, seco, estaba como una raya del labio hacia abajo, ceniciento. Repugnaba en los rasgos pulidos. La cara de hueso: tan pálida. En la terrazón del suelo la botella, sin una gota. En la repisa pobretona el mechón de petróleo, capaz de arder toda la noche: y en la cara, en los senos fastuosos, y en las piernas largas como caminos, los zancudos festinándola.
Pensando que las mujeres que lloran eran mejores porque la pena les dura menos, escurrida con las lágrimas, la subí a la cama. Pesaba, inerte y desmadejada. Le puse encima del cuerpo, como una cúpula, el mosquitero, y apagué el mechón y cerré la puerta.
Y arriba, luego, durante toda la noche, me comieron los zancudos del desvelo.
Alta la mañana subió por lo que no necesitaba: fósforos. Se había desrayado de la cara la saliva. Pensé que se había mirado al espejo: eso inevitable para toda mujer en toda circunstancia.
Antes la había oído en la huerta, tirando babazas del estómago.
Le entregué el cheque. Firmó el recibo.
Dijo:
—No sé qué hacer. No tengo a dónde ir.
—Su marido habló de la mamá de usted.
—Sí. Vive en Dabeiba. No necesito ir hasta allá para saber que no van a recibirme con ellos.
—¿Por qué no? Usted no tiene culpas.
—No tengo. Sin tener, él me dejó. Ni siquiera me dijo adiós: yo soy de la familia del muerto. Él nos parte: es como una valla.
—Es espantoso. Pero hasta ahí entiendo. Mal entiendo, pero algo.
—Mi mamá vive arrimada en casa de la hermana: la mamá del muerto. Vive con mis primos, hermanos del muerto, ese asqueroso. Pero yo soy de la familia del que lo mató.
Se quedó callada.
Yo no hablaba. ¿Qué iba a decirle, por Dios?
Supe del estallido interno controlado, porque apenas si alzó la voz:
—Tenía que matarlo, al hijueputa. No podía dejarse robar, ¿cierto? Por acá la ley es esa.
Y después:
—¿Ahora sí está entendiendo?
Yo no necesitaba contestar. Estaba aprendiendo de esa ley dura, que sacrifica a inocentes. Implacable, inexorable, injusta. Necesaria, tal vez, en esa tierra en donde ni la policía, ni el ejército, salen de patrulla, y se están en los cuarteles, desprotegiendo a todo el mundo. Una ley para hombres que no pueden dejarse tragar de las injusticias.
Ella siguió, luego de una pausa en la cual tragó de su saliva, que a mí me supo amarga en mi garganta:
—Déjeme estar abajo, unos días, mientras que consigue mayordomo. No le estorbaré.
—Quédese.
Ordeñaba las vacas. Hacía quesitos. A ordeñar detestaba yo. Por mí, a la leche que se la tomaran los terneros si no había quién la sacara de las ubres. El olor vacuno me repugnaba, y me repugnaba lo mantecoso del pelaje, y una teta de esas en la mano me repugnaba. Y ella encerraba a los becerros. Pero lo más del tiempo se la pasaba en el barrancón del río, mirando al agua, que la llamaba. Oyéndole las voces fluyendo que le decían de una entraña líquida en donde todo se olvida con la respiración ausente. Miraba, nada más, haciéndole caso a sus miedos, y no a sus ganas.
A veces se me insinuaba, muy sutil y compuesta, con discreción. Subía y preguntaba:
—¿Qué escribe tanto? Esa máquina no descansa.
¿Cómo explicárselo?
Facundo Fecundo, que tenía unos ojos gavilanescos para ver el interior de las almas, le leyó la suya. Me dijo un día:
—Esa mujer lo que quiere es quedarse con usted. Cójala. Es linda. Es jovencita. Usted está solo. La mujer que tiene en Medellín no se le viene, como me ha dicho. La necesita. La cama de uno solo es muy ancha. Es muy fría. Las noches de las camas para uno solo son muy largas.
Todo eso era cierto. También yo estaba sabiendo que quería quedarse conmigo. Pero yo sabía que no me quería a mí, sino al cobijo, a la seguridad de un techo y un plato, al amparo para el desamparo. Y sabía desde hacía mucho que las cosas así no marchan. A más, yo tenía alguna especie de fidelidad con Mañe: había sido casi mi amigo, ¿no? Y uno no toma a la mujer del amigo. Así es que le contesté:
—No. No se puede.
Él me miró, sin entenderme. Yo no iría a explicarle nada. A mí no me gusta explicar lo mío. Él me dijo:
—Usted tiene cosas de bobito. Y no se me vaya a enojar, porque es así.
Así era, tal vez.
Me dijo:
—Dígame al menos por qué no la coge.
—Usted sabe que las cosas se me están desbaratando por acá. Tal vez tenga que irme pronto. Y, entonces, ¿qué hago con ella? No puedo llevármela.
—La deja. Mañe la dejó.
—Yo no soy Mañe.
Cuando ella subía a preguntar qué escribía yo tanto, y yo no sabía explicárselo, se ponía a mirar por una de las ventanas. Tal vez esperaba una seña. Yo sabía que no veía hacia afuera, sino hacia atrás, hacia otros días: o se veía, el aire caliente de afuera un espejo. De espejo para verse el desamparado, cuando necesita. Para verse sirve cualquier cosa en la cual se pongan los ojos, que no ven a la cosa. El desamparado se mira es a sí mismo, puesto un poco lejos.
Callada, mirando. Yo le veía el trazo firme de la cadera, la curva dura del seno, las piernas largas como caminos, los brazos con su empinada cuesta hacia las caricias del pecho. Yo quería decirle algo, pero enmudecía.
Callada vio venir al mayordomo en oferta. Callada oyó los arreglos. Callada las instrucciones que daba yo. Callada nos vio ir a caballo a recorrer la finca.
Se había ido, callada, cuando volvimos. En el rodillo de la máquina de escribir hallé, sobre la página que yo llevaba mediada, estas pocas palabras: “Adiós, arisco, y gracias”. Pude imaginarla buscando cada letra, despacio, en el teclado. Imaginarla pulsándola. Imaginarla yéndose en derrota.
Anduvo doliéndome por un tiempo, y a mi dolor yo le gritaba que no había razón para dolerse. Pero el dolor no me oía. Yo peleaba conmigo mismo, dividido: una parte mía me estrujaba diciéndome que debí tomarla. La otra que hice bien no haciéndolo. Nunca se pusieron de acuerdo las partes. Y si quiero contiendas de esas me basta con recordarla, desnudos los pechos y brillantes y hermosos y rotundos, como estaban cuando se emborrachó. No la vi más. A veces, apenas, en el recuerdo.
A los quince días de eso, yendo yo por el extremo más norteño de la finca, cercano a donde vivía antes Pelos, ¿de quién oigo el silbidito, saliendo del monte, sino el suyo? Creí que mis orejotas me engañaban: no podría ser él. Pero cuando paré el paso y miré hacia el sotobosque, a él lo veo saliendo sonreído como en una tragedia. Algún orgullo amargo con él, oloroso a Caínes. Una como tristeza alegre, que yo no sé definir. Tal vez habiendo yo blandido el cuchillo, y habiéndolo clavado, lo entendiera. Tal vez si yo hubiera pensado lo que él pensó cuando iba detrás del grandote, hacia el pecho velludo como de cerdo, y ladrón. Tal vez. Pero en ese momento, y en todos los de después, Pelos me era inentendible. En la mano traía una rula nueva (el machete ancho y largo y pesado que es de uso en la región), con el filo nuevecito y muy trabajado, brillando como de plata pulida. Pensé que con ese filo, y buena fuerza, uno sería capaz de decapitar de un solo golpe a una novilla robusta.
Se me acercó y me dijo:
—¿Creyó que me estaban imitando el silbido, no?
En la boca no le retozaba, como antes, la gracia joven. Esa boca había envejecido, y se había acibarado. Yo pensé en un segundo, fúlgido como un relámpago, que tal vez fuera mejor no tomar venganzas. Que clavar un cuchillo en un pecho cerdoso era de algún modo clavarse otro en las honduras más hondas del alma.
Me contó cosas, con sus palabras de ahorro: que estaba poniéndose de señuelo porque había sabido que el negro cara de marimonda, negra como la cera, se había ofrecido de asesino para vengar al mulato. Y que ese marimondo ridículo había estado recorriendo el caño cercano a la casa de Pelos, como un payaso, metido debajo de una lona en el fondo de una canoa que otro negro manejaba. Pasaban en cuatro o cinco veces al día, orillando, despaciosos. Todo el mundo sabía ya quién era el tapado, y qué buscaba. Se reían. Era comedia. Si ese hubiera estado dispuesto a disparar habría bajado hace ratos. Se reían: cuando ese se ofreció no sabía lo difícil que es disparar. Se reían más: una cosa es imaginarse de héroe, y otra, tan distinta, llegar a serlo.
Pelos se había estado aguantando la vergüenza de irse a donde mí, a que yo le viera los ojos que habían orientado al cuchillo, pero ahora quería pedirme que le prestara mi escopeta. Así él acribillaría al negro, y le cobraría las zalemas que tuvo para con el muerto y los falsos testimonios que estuvo dispuesto a emitir. Pero, sobre todo, se cobraría su deuda: el negro andaba con la escopeta del mulato, una muy buena de dos cañones. A él todos esos megahachazos tributados para el derribe le dolían sin convertirse en dineros. Era por dinero que los había disparado. Añadió:
—Deberán bajar dentro de un rato. Venga conmigo y siéntese a la orilla del caño. Podrá reírse.
Me senté, a la sombra copiosa de un almendro. Pelos se sumergió, literalmente, entre una mata muy espesa de yerba elefante. A poco se oyó el rumor de un motor que venía despacio, y la canoa desfiló cercana. Sí: en el fondo, tapado, se veía muy discernible el bulto de una persona y la punta de una escopeta de dos ojos oscuros que levantaba la lona. Pude ver cómo se movía la lona, y con una discreción de hipopótamo se alzaba una esquinita y alguno me escrutaba. Lo que ese negro tenía era miedo de que Pelos estuviera por ahí, de verlo. Imagino ahora que si lo hubiera visto sentado a mi lado no hubiera sido capaz de alzar el arma.
Escupí hacia el caño, muy ostentosamente. Me dieron ganas de enfilar el cañón de mi pistola y acribillarlo: por comediante pésimo. Una burda parodia de asesino, con cara de mico negro. Allá en esa tierra ardida todo el mundo era tan valiente como le era dable. De necesidad cada uno tenía que serlo. Pero ninguno fanfarroneaba. Y, menos, ninguno alzaba comedias pueriles.
Cuando la canoa estuvo a unos diez metros, rebasada, Pelos se alzó con un brazo extendido simulando el cañón de otra escopeta, y con el otro apretó en dos veces un gatillo imaginario. Le oí, entre la lengua y el velo palatino los dos “pau, pau” que emitió, como el gañido quedo de un gato-tigre. Cuando la canoa se perdió atrás de un recodo salió del todo y me dijo:
—¿Ve qué tan fácil sería?
Sería muy fácil, si no estuvieran mis reatos de conciencia. A mi pesar, porque algo me impulsaba a ayudarlo, le dije que no.
Él dijo:
—Yo sabía que me diría no. Por eso no fui hasta su casa. Pero cuando lo vi a usted creí que tal vez…
Le iteré que no, que yo no era capaz.
Anduvo haciendo cuanta gestión pudo para hacerse con una escopeta alquilada. Pero en toda la región boscosa solo estaba la mía. Era una región de colonización, y la gente apenas se instalaba. Había que conseguir primero la vaca, para alimentar los críos que abundaban, luego de construir el rancho y de sembrar las cosechas. Y luego al caballo para sacar al pueblo los productos, y entrar lo mercado. Lo tercero que estaba en el orden de prioridades, cuando ya se había satisfecho lo de vaca y caballo, era la escopeta. Es decir un lujo, inasible como el brillo de una estrella. Los más de todos no llegaban ni siquiera a conseguirse la vaca. Los más de todos se quedaban con el rancho, y los críos tomaban agua de arroz con azúcar en los teteros hechos con botellas de cerveza, y una teta de caucho comprada baratona. La leche de vaca era una ilusión.
Cuando a Pelos le avisaron que habían cambiado al negro, por bobo, y que le habían dado a otro la escopeta y el encargo, entonces sí que se pisó, y ligerito.