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1. Las razones del malestar

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Existe cierto consenso en los medios, entre los políticos e intelectuales, y en el sentido común, que el problema es más que el alza de los boletos del Metro, lo que gatilló las movilizaciones. Esta fue «la gota que rebasó el vaso»; o, siguiendo una cierta tradición, los chilenos reaccionamos «cuando el agua nos llega el cuello».

El consenso se mueve en dos direcciones: a) La desigualdad estructural de la sociedad chilena, que se ha vuelto insoportable; b) La acumulación de abusos y alzas en los servicios públicos de luz y transporte, de salud (sobre todo, los altos precios de los medicamentos), de acceso a la vivienda, e incluso los altos costos de productos de primera necesidad. Se podrían sumar otras razones, como la precarización de los derechos sociales y el creciente endeudamiento de la población, especialmente la más pobre, con las tarjetas de crédito, que van desde la compra de comida hasta la ropa, el auto y los artículos electrónicos. Finalmente, aunque la lista de agravios puede continuar, hay también una razón política: de acuerdo con el actual orden institucional, nada se puede cambiar, por más que los ciudadanos se movilicen y por miles, si no cuentan con la anuencia de la derecha o del gobierno de turno; por ejemplo, las pensiones de hambre y el sistema de AFP, los bajos salarios, el sistema de educación pública –que solo se pudo cambiar parcialmente– el sistema de salud pública, el acceso a la vivienda, etc.

En suma, las «largas sombras de la dictadura»4 implicaron que la política fuera monopolio de los poderes de facto, especialmente del gran empresariado y de los partidos políticos; que la promesa de la transición, de que «la alegría ya viene», solo alcanzó para algunos y excluyó a las grandes mayorías, que solo fueron vistas como «objeto» de políticas públicas –administradas por variados tecnócratas– y nunca como derecho a la participación y a la iniciativa del propio pueblo. En la larga transición se democratizó relativamente el acceso al poder del Estado, pero no la sociedad y su derecho a la participación. La Constitución de 1980, hecha aprobar por la dictadura, garantizaba eficazmente este derrotero.

Para decirlo de manera breve y concisa: la política es un asunto de los políticos y la población debe confiar en ellos –en su sensibilidad, su noción de «servicio público» y otros eufemismos– para que la sociedad progrese. Por lo demás, la economía, creciendo, es capaz por sí sola, de ofrecerles más trabajo, más recursos y, sobre todo, más consumo. En realidad, como lo indicó en alguna oportunidad un político e intelectual antaño de izquierda (de los que hay muchos), el mercado produce nuevas formas de participación y ciudadanía5. Mientras más consumidores tengamos, más efectiva es la democracia. Hágase «emprendedor», de usted depende y si duda, admita que «¡querer es poder!», como proclama la publicidad de un banco.

Podríamos seguir abundando en esta línea, pero nos parece que la mayoría del país lo sabe: vivimos en un país dual, un país para pobres, con un segmento que camina hacia la clase media, y un país para ricos, con su propio segmento de clases medias prósperas. Esta dualidad tiene expresiones visibles y manifiestas: salud para ricos y salud para pobres; educación para ricos y educación para pobres; barrios y viviendas para ricos y barrios y viviendas para pobres… La reproducción «moderna» del viejo e histórico clasismo chileno, que en esta coyuntura estalla, como muchas otras veces en la historia de Chile, en la cara de los poderosos.

Estallido social y una nueva Constitución para Chile

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