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Prólogo


¿Festejar? No pude. Luego de que el italiano Sergio Gonella pitara el final del partido, apenas logré intercambiar camisetas con Johan Neeskens. Nada más, llegó la marabunta. Rodeado por cientos de personas que habían saltado de las tribunas a la cancha, quedé aislado de mis compañeros, no alcancé a celebrar con ninguno. El Conejo Tarantini y el Pato Fillol se fundieron en el abrazo del alma, yo no me abracé con nadie. Desbordado por cientos de eufóricos hinchas que se desvivían por felicitarme, besarme, acariciarme, en cueros, a merced de una fría tarde de invierno que se hacía noche helada, opté por meterme en el vestuario. El cariño de la gente es lo más lindo que te puede pasar, pero en ese momento me hubiera gustado festejar con los muchachos, dar la vuelta olímpica. No tuve la oportunidad.

Poco a poco, todos los jugadores regresamos a un camarín donde se respiraban alegría y seriedad. Los abrazos y felicitaciones eran cálidos aunque moderados, casi respetuosos. No se había disparado el éxtasis que suele desbordar a los campeones. Todavía no caíamos en el momento que estábamos viviendo. Había terminado el partido, habíamos ganado, sentíamos la algarabía que agitaba las paredes del Monumental pero no éramos conscientes de lo que habíamos conseguido. Flotábamos sobre una nube. Quizá, si nos hubiéramos quedado un ratito más en la cancha celebrando con la gente en las tribunas, algo que en la Argentina es imposible, tal vez nos habríamos dado cuenta antes. Habíamos consumado un éxito que nunca había logrado una selección albiceleste, un triunfo de «la nuestra» basado, esencialmente, en futbolistas de clubes argentinos. El único jugador que había llegado desde el exterior era yo.

Pasados unos minutos de estrujones y elogios recíprocos, una persona de la organización nos anunció que debíamos regresar al césped para recibir la Copa. Yo, que seguía con el torso desnudo, no podía subir con la camiseta de Holanda, la única que tenía a mano en ese momento, al palco que habían improvisado junto a la platea oficial. Me acerqué al utilero en busca de auxilio: me entregó la primera prenda celeste y blanca que encontró, una con el número 15, el que le correspondía a Olguín. Estaba sucia y húmeda porque era la que Jorge había utilizado en el primer tiempo. Por esta curiosidad, no hay fotos de la camiseta 10 con la Copa. En realidad, tampoco pude tocar la Copa. Salimos en fila desde el vestuario, yo en último lugar junto al Flaco Menotti, por un pasillo organizado por gente de seguridad que había conseguido hacer un espacio para que pasáramos hacia una tarima estrecha armada con tablones. En esa plataforma, angosta y cortita, cupimos justo los jugadores y César, hombro contra hombro. Una vez que Videla le entregó el trofeo de oro a Passarella, el capitán del equipo, algunos compañeros se abalanzaron sobre el brillante premio, ansiosos por acariciarlo, besarlo. Solo lo consiguieron los dos o tres que estaban a la derecha de Daniel y los dos o tres que se habían colocado a su izquierda. ¡Ninguno más! No se podía pasar, no había lugar. Quedé muy lejos y perdí la posibilidad. Luego Passarella —quien no soltó la Copa en ningún momento, por eso todas las fotos son de él—, el Pato Fillol y dos o tres más bajaron a dar la vuelta olímpica sobre una marea humana. Como era imposible caminar, el resto se fue hacia el vestuario. Aunque no se crea, con la 15 en la espalda muchos de los hinchas, encandilados con las franjas celestes y blancas, no me identificaron como Mario Kempes. Yo escuchaba que me felicitaban con calificativos impersonales, válidos para cualquiera del grupo: «Genio», «monstruo», «fenómeno»… Un puñadito, apenas, relacionó mi figura con mi nombre.

Cuando finalmente Passarella llegó al camarín, apareció sin el trofeo: se lo había devuelto a la gente de la FIFA, así que tampoco allí lo pude acariciar. Recién me pude dar ese gustazo unos días antes del Mundial de Alemania 2006, cuando viajé a París para comentar la final de la Champions League entre el FC Barcelona y Arsenal FC, por la cadena ESPN: la Copa había sido llevada al Stade de France para un evento previo al torneo germano. En cuanto la vi, me acerqué y puse fin a una historia de amor no correspondido que se había prolongado durante 28 años.

Mientras nos duchábamos, Daniel tomó una bolsa de lona de la utilería y metió allí todas las camisetas albicelestes, los pantaloncitos, las medias, las vendas, los botines. Nos dijo que debía cumplir una promesa formulada a la Virgen de Luján: donar toda la ropa de la final a la Basílica si salíamos campeones. Lo único que pude conservar fue la prenda naranja que había intercambiado con Neeskens.

Cuando terminé de bañarme, me envolví en uno de los toallones inmensos que nos había repartido el utilero, salí del vestuario hacia un patio pequeño cubierto, algo más pequeño que una cancha de fútbol-5, donde calentábamos antes de los partidos, y me senté en una de las tumbonas que había allí. Uno a uno, los demás muchachos fueron repitiendo mis pasos, acomodándose en las otras. El griterío de los festejos seguía en los alrededores del estadio. A los pocos minutos, me avisaron que alguien me llamaba por teléfono, uno que había en una cabina situada junto al camarín. En esos tiempos no existían los teléfonos móviles y ese era el único aparato a disposición del equipo. «Te llaman desde Rosario», me dijeron. Consulté si se trataba de algún periodista. «No, es tu viejo», me respondieron. No sé cómo, mi papá había conseguido un número del estadio de River y habían transferido la llamada a ese aparato. Él estaba con mi madre y mis abuelos en mi departamento de Rosario, no había podido viajar al coliseo que había tenido el privilegio de ser el escenario de la gran final. Me levanté y atendí. Mi viejo nunca estaba contento con mi desempeño dentro del campo de juego. Él sabía que yo lo hacía bien, pero se lo guardaba y, a cambio, destacaba algún error o manifestaba una sugerencia. Siempre pretendía que yo mejorara y jamás me alabó. Hoy, que ya no lo tengo, pienso que lo hizo para que no se me subieran los humos y mantuviera los pies sobre la tierra. Ese día no fue la excepción. Me felicitó por el campeonato, sí, pero con fría moderación, sin un solo elogio especial sobre mi rendimiento ni mis dos goles. ¡Me habría encantado que me dijera «qué bien jugaste, qué golazos hiciste»! No pudo ser. Al menos, en esa circunstancia no me criticó. Yo acababa de consagrarme como campeón del mundo, ¿qué me iba a reprochar?

Al regresar a la tumbona se nos acercó un señor desde el vestuario y nos preguntó si podía ofrecernos algo para beber. Lo miré al Negro Baley y pregunté, en voz alta: «¿Nos tomamos un whisky entre todos?». Como los muchachos asintieron, le pedí a este hombre: «Traete uno bien grande para compartir con los muchachos». Al ratito, apareció con un vaso de trago largo cargado hasta el borde, con hielito. Bebí un sorbito y se lo entregué a Baley. Él me imitó y el cáliz dorado de licor escocés fue pasando de mano en mano. Tomamos todos. Recién en ese momento empecé a sentirme campeón. Éramos veintitrés guerreros (los veintidós de la lista oficial más Víctor Lito Bottaniz, un lateral izquierdo de Unión de Santa Fe que había sido desconvocado en el último momento, junto a Diego Maradona y Humberto Bravo, pero había optado por quedarse con el grupo, acompañarlo y colaborar en los entrenamientos). Veintitrés tipos que habían entregado todo lo que tenían para dar. Veintitrés amigos compartiendo una copa que, aunque no era de oro, sellaba nuestra hazaña. Por primera vez, Argentina había ganado un Mundial, proeza que nadie había logrado con la camiseta albiceleste.

El Mundial de 1978 parece olvidado porque en mi país gobernaba una dictadura militar. Los futbolistas hemos pagado las consecuencias con el menosprecio que nos hicieron sentir desde algunos sectores, pero no se nos puede echar la culpa a nosotros ni rebajar todo lo bueno que hicimos dentro de la cancha. Me da rabia, como las mentiras que se han dicho sobre el partido contra Perú. Es verdad que nos tocó competir con un contexto social nefasto, pero comparar la política con el deporte es una tontería. Es cierto que aquella fue una deleznable etapa de la historia de mi amada tierra. Sin embargo, nosotros no jugamos para los milicos ni disparamos fusiles. Nosotros nos calzamos la camiseta celeste y blanca y salimos al césped a representar a nuestra patria y a nuestros hinchas en una competición que se realizó en un momento jodido. Tuvimos que escuchar críticas de todo tipo y calibre, digerirlas a pesar de su desagradable sabor a injusticia.

Al cumplirse cuarenta años de aquella magnífica gesta deportiva, siento la necesidad de contar mi verdad. Y a pesar de todo lo dicho o lo que se diga, tengo la conciencia tranquila. En aquellos días oscuros nos entregamos en cuerpo y alma para regalarles un rayito de alegría y esperanza a nuestros compatriotas. Nos brindamos con nobleza y un enorme esfuerzo. Fuimos los mejores. El título no nos lo quita nadie. El orgullo de ser campeones, tampoco.

Matador

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