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Capítulo 3

El fantasma



La llegada de un futbolista a la selección de su país suele estar acompañada de una frase muy simpática: «Hambre de gloria». Yo debo confesar que mi primera experiencia con la selección «mayor» tuvo mucho que ver con ese profundo anhelo de trascendencia. Pero, también, con un apetito más sencillo y traumático: el de comida. Hoy, los viajes y concentraciones de cualquier equipo nacional son sinónimo de cómodas butacas en primera clase, sábanas de lino en hoteles cinco (o más) estrellas, alimentos de lujo y muchos mimos. Mi debut albiceleste, en cambio, resultó un martirio a bordo de autobuses destartalados rodando al borde de precipicios, hospedajes precarios, comidas frugales y de una calidad que no se ofrece ni a los presos; y frío, mucho frío. Climático e institucional.

El fracaso del seleccionado argentino en las eliminatorias para el Mundial de México 1970 —la primera y única serie preliminar hasta la edición de este trabajo, en la que no se logró la clasificación para la Copa del Mundo— obligó a dirigentes y entrenadores a preparar intensamente cada uno de los partidos que, cuatro años más tarde, conformaron la ruta hacia el certamen de Alemania Federal de 1974. En esos tiempos, el camino a la Copa del Mundo era muy cortito, con zonas de tres o cuatro equipos que disputaban pocos encuentros, de ida y vuelta, muy diferente al extenso y extenuante sistema actual, en el que los diez equipos sudamericanos nucleados en la CONMEBOL se enfrentan «todos contra todos». Por entonces, ganar todos los juegos como local no garantizaba el éxito: era necesario sacar algún punto como visitante. En la clasificación para el torneo azteca, Argentina quedó en el último lugar de un triangular que compartió con Perú (el único clasificado) y Bolivia. El equipo albiceleste cayó en sus visitas a Lima y La Paz, venció al elenco boliviano en la cancha de Boca pero apenas logró arañar un empate 2-2 con el equipo de camiseta albirroja, idéntica a la de River Plate, en el estadio «xeneize».

Para la Copa de la República Federal de Alemania (así se llamaba a la mitad occidental de la actual nación germana, dividida después de la Segunda Guerra Mundial. La RFA y su hermana oriental, la República Democrática Alemana, se reunificaron a partir de 1989), el sorteo determinó que Argentina volviera a enfrentarse a Bolivia y también al duro seleccionado paraguayo. Conscientes de la importancia de conseguir al menos un empate en la altura de La Paz, a unos 3.700 metros sobre el nivel del mar, los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino y el técnico albiceleste, Enrique Omar Sívori, aprobaron un plan de trabajo que incluía una idea innovadora: preparar un equipo juvenil para que se adaptara al rigor de la altitud sobre el organismo y enfrentara «de igual a igual» a Bolivia en su complejo reducto, el estadio Hernando Siles, el 23 de septiembre de 1973.

La misión de seleccionar el plantel recayó en Miguel Ignomiriello, el mismo conductor del equipo sub-18 que había competido en Cannes en abril de ese mismo año. Ignomiriello llamó a algunos de los muchachos que habíamos viajado a Francia, como Jorge Tripicchio, Ricardo Bochini y yo, y a otras nuevas figuras como el Pato Ubaldo Fillol, Norberto Alonso, Juan José López y Reinaldo Merlo, todos de River; el Hueso Rubén Glaría, de San Lorenzo; Osvaldo Cortés, de Atlanta; Néstor Chirdo, de Estudiantes; Jorge Troncoso, Daniel Tagliani y Oscar Fornari, de Vélez; Rubén Galván, de Independiente; Marcelo Trobbiani, de Boca, y Juan Ramón Rocha, de Newell’s. El más veterano era el Cieguito Aldo Poy, de Rosario Central.

La aventura se inició en el complejo Estancia Chica de La Plata, donde nosotros convivimos algunos días con los «mayores» que, a las órdenes de Sívori, iban a enfrentar a Bolivia y Paraguay en Buenos Aires y Asunción, en el llano. Futbolistas como Enrique Wolf, de River; Miguel Brindisi, de Huracán; Francisco Sá, de Independiente, o Roberto Telch, de San Lorenzo, se entrenaron con los pibes y luego partieron hacia España, donde se les sumaron otros jugadores «europeos» —Daniel Carnevalli, Rubén Ayala, Ángel Bargas o Carlos Guerini— en una gira que incluyó partidos contra equipos locales, como Atlético de Madrid, Málaga o Las Palmas. Mientras el plantel «A» encabezado por Sívori disfrutaba de hoteles de primera, las doradas playas españolas y el jamón ibérico «de bellota», nosotros, los pibes, nos embarcamos en una áspera odisea.

Nuestra primera parada fue Tilcara, donde comenzamos la adaptación a la altura a unos 2500 metros sobre el nivel del mar. Ignomiriello les había pedido a los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino una suma de dinero que cubriera los gastos básicos, ropa deportiva y alimentos esenciales como la carne, el queso o el aceite. Solo consiguió que desde Buenos Aires se pagaran los alojamientos, unos pesos y algo de indumentaria, en este caso porque él mismo fue a la sede de la empresa que auspiciaba al equipo nacional para retirarla.

Luego de unos días de entrenamiento en Tilcara, la adaptación pasó a La Quiaca, a 3400 metros de altura. No pudimos mudarnos a esa localidad porque el único hotel estaba cerrado por reformas, de modo que, cada mañana, viajábamos en autobús de una ciudad a la otra a lo largo de unos doscientos kilómetros de camino de montaña. Desamparados por una directiva inescrupulosa, sufrimos no solo las secuelas de un clima distinto y la falta de oxígeno. Los pocos recursos económicos se agotaron enseguida, los alimentos se extinguieron y empezamos a padecer hambre. ¡Con el paso de los días y los severos entrenamientos, el estómago se adhirió a la columna! Hicimos un partido amistoso en Jujuy, ante Gimnasia y Esgrima, para recaudar fondos que pagaran el combustible del autobús y nuestras comidas. También enfrentamos a un combinado de La Quiaca, con el mismo objetivo. El dinero reunido iba a un pozo del que se sacaba lo necesario para adquirir alimentos. Inclusive, algunos de nosotros ayudábamos a hacer las compras, también como una manera de distraernos ante tanta malaria. Alonso y Merlo, fastidiados por el mal trato y la mala experiencia, renunciaron y regresaron a River. Yo me quedé, sostenido por mi juventud, mis ganas de representar a la Selección y los consejos de mi compañero de cuarto, Aldo Poy, un tipo extraordinario que siempre tenía a mano una palabra de aliento o una indicación apropiada para inflar el ánimo.

Al cabo de dos semanas de durísimo adiestramiento, con un cine y una pequeña feria de artesanías como diversión exclusiva, volvimos a Buenos Aires por un par de días, hasta que subimos a un avión que nos llevó a Cuzco, donde teníamos programado un partido contra el club local Cienciano. Jugamos, ganamos y cobramos… pero menos de lo pactado. Los organizadores se quejaron de que Argentina había llevado un equipo con futbolistas desconocidos. Después de bañarnos en uno de los vestuarios del estadio, llegamos al alojamiento y nos encontramos con otra sorpresa: se había declarado una huelga nacional a la que se habían adherido los cocineros y empleados del establecimiento. El médico, el utilero y el masajista se ofrecieron para preparar la cena, pero al entrar en la cocina del lugar, descubrieron que los únicos pollos disponibles estaban tirados por el suelo, cubiertos de moscas. Superada la repugnancia, los muchachos tomaron una porción de la recaudación y se fueron hasta un supermercado a conseguir provisiones. A partir de ese momento, ellos se encargaron de las compras y la elaboración de las comidas. Salían mientras nosotros nos entrenábamos, volvían y dejaban todo cerrado con llave. Luego, ellos mismos preparaban las raciones en la cocina del hotel. Los partidos amistosos prosiguieron en la ciudad peruana de Arequipa (algo más baja, a unos 2300 metros sobre el nivel del mar), frente al campeón de la liga local.

Ya en La Paz nos encontramos con un hotel que era una calamidad, donde servían una comida intragable. Con el puré de papas hicimos bollitos, los tiramos al techo y quedaron pegados. El día que retornamos a Argentina, dos semanas más tarde, las pelotitas continuaban adheridas al cielorraso. La carne que nos sirvieron era dura como la madera: masticabas y saltaban las astillas; la verdura de la ensalada, marchita y descolorida. Fue debut y despedida, porque la alimentación prosiguió a cargo del médico, el masajista y el utilero. En Bolivia, Ignomiriello consiguió varios partidos que nos permitieron abastecernos de suficiente alimento para el resto de la patriada. No obstante, cada juego estuvo condimentado por situaciones insólitas.

Uno de los amistosos se organizó en Potosí, auspiciado por la agencia de autos que representaba a la firma Fiat. El arreglo consistió en viajar de La Paz a esa ciudad en cinco vehículos, dar una vuelta alrededor del estadio, ingresar, jugar y regresar. Aceptamos. Al llegar a la cancha, notamos un ambiente de excesiva hostilidad, probablemente destinado a amedrentarnos para el encuentro eliminatorio con la selección boliviana. Empezamos perdiendo uno a cero y en el entretiempo, el técnico nos regañó. Nos advirtió que si no ganábamos, Sívori no nos tendría en cuenta para el choque con Bolivia. La arenga nos movilizó y sacamos fuerzas de las entrañas. Terminamos ganando cinco a uno. Pero la victoria tuvo consecuencias jodidas: un grupo de hinchas, muy alterado, intentó agredirnos. Debimos refugiarnos un largo rato en el vestuario y, cuando salimos, nos encontramos con los autos destrozados a piedrazos. Los de Fiat nos responsabilizaron por las roturas y parte de la recaudación fue a parar a un taller mecánico.

A los poquitos días nos marchamos a jugar a Oruro, una ciudad que se encuentra por encima de la altitud de La Paz. Salimos en un autobús medio destartalado que efectuó el viaje por estrechos caminos de montaña. ¡Teníamos un miedo! Pensábamos que, en cualquier momento, terminábamos en el fondo de un precipicio. Uno de los jugadores, creo que fue Bochini, en un tramo se asomó por su ventana y pegó un grito desgarrador: Aseguró que el autobús estaba avanzando con dos de sus ruedas en el aire, flotando sobre el abismo.

Otra vez jugamos y ganamos. A la vuelta, de noche, casi morimos… pero congelados. Sucedió que la ventanilla del chofer estaba rota y por ese hueco entraba un viento helado. Con el Cieguito Poy nos acurrucamos debajo de una manta para tratar de sobrellevar ese infierno glacial.

Mientras nosotros resistíamos lo insoportable por nuestra camiseta, abandonados a nuestra propia suerte, un periodista se acercó a la sede de la Asociación del Fútbol Argentino, en la ciudad de Buenos Aires, y preguntó si había novedades de «la selección fantasma». Este calificativo apareció después en varios diarios y revistas y llegó a nuestros oídos por comentarios de nuestros familiares, con los que hablábamos por teléfono cada tanto porque no teníamos dinero para acceder a ese lujo de manera cotidiana. Al principio nos sentimos ofendidos. Pero luego, nosotros mismos empezamos a denominarnos «Los Fantasmas». Antes del último amistoso, el preparador físico Carlos Cancela —otro tipo fenomenal, que supo motivarnos para sobrellevar la angustiosa aventura— propuso que nos sacáramos una foto, todos juntos, con pasamontañas, y dejáramos así constancia de nuestra peripecia. Como no consiguió suficientes prendas, salió a comprar unas cartulinas blancas e hizo unos bonetes que nos cubrían toda la cabeza, con dos agujeritos para los ojos. La foto la tomó el reportero gráfico de un diario boliviano, pero no la publicó en su medio: se la vendió a una revista argentina.

El día anterior al gran partido ante Bolivia, por la Eliminatoria, aparecieron por el hotel el técnico Sívori con cuatro de los futbolistas de la «selección mayor» que ya había derrotado a la propia Bolivia (cuatro a cero en Buenos Aires) y empatado en Asunción con Paraguay (1-1). Después del enorme sacrificio que habíamos hecho nosotros, nos cayó como una patada en las bolas. Sívori quitó al Pato Fillol para alinear a Daniel Carnevali, y a otros muchachos para que jugaran Ángel Bargas, Roberto Telch y Rubén Ayala. Esta decisión indignó a Ignomiriello, quien a lo largo de casi un mes se había comportado como un padre con todos los pibes. Miguel cortó relaciones con el entrenador principal y dejó de hablarle.

El 23 de septiembre, por fin, enfrentamos a Bolivia en el estadio Hernando Siles. Siete de los titulares vestimos ese día, por primera vez, la camiseta albiceleste en un compromiso oficial: Osvaldo Cortés, Rubén Glaria, Rubén Galván, Daniel Tagliani, Oscar Fornari, Aldo Poy y yo. Luego ingresaron otros dos debutantes: Marcelo Trobbiani, por Telch, y Ricardo Bochini, por mí. A causa de la alimentación deficiente y la intensidad de los entrenamientos, muchos de nosotros llegamos a ese partido con ocho o nueve kilos por debajo de nuestro peso normal. De todos modos, pusimos una garra y un amor propio que nos permitió alcanzar el objetivo trazado: ganamos por uno a cero, con un gol en «plancha» de Fornari a los 18 minutos del primer tiempo.

Gracias a esta victoria, Argentina se clasificó para el Mundial de Alemania Federal. Fue una experiencia nefasta que impulsaba a pensar: «no voy más a la Selección ni visto nunca más la camiseta albiceleste». Un martirio indeseable hasta para un enemigo. Años más tarde regresaría a Bolivia a dirigir varios equipos y comprobaría, una vez más, que la adaptación a la altura cuesta muchísimo. Pero lo más infausto no fue la localización de La Paz, sino la falta de respeto de los «popes» de la Asociación del Fútbol Argentino y del propio Sívori. Nosotros seguimos adelante, con huevos y la pujanza de los veinte años que te permite salir a comerte el mundo. No te detiene el hambre, tampoco el frío. Saltábamos, cabeceábamos y hacíamos goles. Si se nos cruzaba el Muro de Berlín, lo hacíamos mierda, unificábamos Alemania quince años antes de que finalmente sucediera. Mantuvimos en alto la bandera del fútbol argentino ante rivales de fuera y de dentro. A pesar de las adversidades, el comportamiento fue ejemplar. Cada tanto, en medio de la desesperanza, algún muchacho se ponía fastidioso, pero nadie se desquitó con ningún compañero. Al contrario: todos tiramos para el mismo lado.

Al regresar, caí en una depresión que me costó superar. Pasé cuatro meses sin jugar bien, abatido anímicamente. Para mí, se habían cometido muchas injusticias. Cuando algunos meses más tarde me volvió a convocar la nueva conducción, el terceto conformado por José Varacka, Vladislao Cap y Víctor Rodríguez, que reemplazó al polémico Sívori, no tuve ganas de aceptar. Temía que se repitieran esas situaciones. Cambié de opinión porque me convenció mi viejo. Él me hizo ver cuál era el camino a seguir, y no se equivocó.

De esa experiencia de «la selección fantasma» aprendí que, cuando te llaman para representar a tu país, hay que mirar hacia adelante y entregar todo, absolutamente todo, con dignidad y amor por el país. También, que el éxito trasciende a los futbolistas y recae como un bálsamo sobre otras personas: los hinchas. Millones de compatriotas se desloman cada día por un salario que apenas alcanza para alimentar a sus familias. Ellos merecen una alegría que los estimule, que los ayude a seguir adelante, y un ejemplo de fortaleza ante la adversidad. En los últimos años he visto a varios pibitos que, sin jugar un solo partido con la Selección, quieren viajar en primera clase, alojarse en hoteles de lujo. Me parece que ese no es el camino. Nosotros nos clasificamos para un Mundial alimentados con hambre, frío y escasez. Ganamos los pasajes hacia la Copa del Mundo a pesar de haber quedado a la buena de Dios en un paraje extraño, exigente y hostil, y no gracias a haber dormido en una habitación cinco estrellas.

Matador

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