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Capítulo 4

La gran vidriera



El deporte de alta competencia exige la preparación integral del atleta. El masivo interés público, los contratos televisivos y publicitarios requieren que el futbolista de elite actual trabaje con entrenadores, preparadores físicos, fisioterapeutas, psicólogos y nutricionistas. Cuando yo tenía veinte años, la misión de dos de esos profesionales estaba a cargo de una sola persona: mi vieja. Sus suculentas milanesas con puré y sus pastas caseras obraron el milagro de reconstituirme en cuerpo y alma a mi regreso de la aventura boliviana, con la clasificación para el Mundial de Alemania Federal de 1974 bajo el brazo.

Con algo de peso recuperado y de mejor ánimo, me reincorporé a Instituto. Por delante teníamos la disputa de una nueva edición de la Liga Cordobesa, aunque la cabeza estaba puesta en un objetivo mayor: el Torneo Nacional de 1973, cuyo comienzo estaba previsto para el 6 de octubre.

Unos días antes del inicio de ese gran certamen, el martes 2 de octubre, se organizó en la ciudad de Córdoba una doble jornada con la excusa de inaugurar el nuevo sistema de iluminación del estadio de Belgrano, en el barrio Alberdi: Talleres enfrentó a Boca y el equipo local, a Huracán, el último campeón del torneo Metropolitano de la Asociación del Fútbol Argentino. Yo fui protagonista de ese inolvidable día porque la escuadra azul y blanca de Barrio Jardín se reforzó con tres valores de Instituto: Osvaldo Ardiles, Alberto Beltrán y yo. No solo fui «tallarín» por noventa minutos, sino que los hinchas de ese club se dieron el gusto de gritar un gol mío: lo marqué a los doce minutos del primer tiempo y fue el único tanto del encuentro. El equipo «xeneize» estuvo conformado por una mayoría de futbolistas titulares que se preparaban para el Nacional, como Alberto Tarantini, Roberto Mouzo, Vicente Pernía, Osvaldo Potente o Hugo Curioni, mi antecesor en Bell de Bell Ville e Instituto. Luego, Belgrano también celebró otro hito, porque derrotó, también por uno a cero, al famoso Huracán dirigido por César Menotti, que tampoco preservó a figuras como Jorge Carrascosa, Omar Larrosa o René Houseman.

Para el Nacional de 1973, los equipos que participaban del torneo Metropolitano (los de la Capital y el Gran Buenos Aires, más dos platenses, dos rosarinos y uno santafesino) se complementaron con trece representantes de ciudades o provincias del «interior», como Córdoba, Mendoza, Chaco, San Juan, Tucumán, Río Negro y Mar del Plata. Los treinta conjuntos fueron divididos en dos grupos de quince participantes de los cuales, los dos primeros se clasificaban para las semifinales. A Instituto le correspondió la zona «A» junto a All Boys, Chacarita, Cipolletti, Colón de Santa Fe, Estudiantes de La Plata, Juventud Antoniana de Salta, Newell’s Old Boys, Racing, River Plate, San Lorenzo, San Lorenzo de Mar del Plata, San Martín de Mendoza, San Martín de Tucumán y Vélez. Se disputó una sola ronda, «todos contra todos», con un encuentro extra, un clásico con un club del otro grupo en el que nosotros perdimos contra Belgrano de Córdoba por uno a cero.

La campaña arrancó con un traspié: caímos por uno a cero ante Newell’s en nuestro estadio. La revista El Gráfico calificó mi tarea con un «tres», un suspenso en la escala del uno al diez. Tres días más tarde, marqué mi primer gol en un campeonato oficial de la Asociación del Fútbol Argentino. Se lo anoté a River, de penal, en el Monumental. Esa noche, el arquero «millonario» fue José Perico Pérez, un especialista en detener remates desde los once metros. A pesar de haber logrado una conquista, ese día volvimos a morder el polvo de la derrota. Norberto Beto Alonso, quien sería campeón del mundo conmigo en 1978, nos clavó dos golazos para un triunfo «millonario» por tres a uno.

La primera victoria de Instituto en ese certamen llegó en la tercera fecha, cuando en Córdoba superamos a Juventud Antoniana por uno a cero gracias a un tanto de mi gran amigo Osvaldo Ardiles. Yo volví a meterla en la sexta fecha, en un vibrante empate dos a dos con San Lorenzo, en el «Viejo Gasómetro» de la avenida La Plata. La jornada siguiente conseguí mi primer doblete ante Chacarita.

Durante mi etapa en Instituto, mis viejos y mi hermano Hugo viajaron todos los fines de semana a verme jugar. Mi mamá aprovechaba las visitas para prepararnos kilos de comida a Mario Pellascini y a mí —en especial, sus increíbles milanesas—, que guardábamos en la nevera y racionábamos de lunes a viernes. También nos lavaba ropa y repasaba el departamento.

Esta etapa con Instituto la evoco con un cariño enorme. Conformamos un hermoso conjunto de muchachos que dejó la piel en cada partido, que se sacrificó primero por el club, luego por sus compañeros y jamás por un logro individual. Las larguísimas distancias recorridas en colectivo —700 kilómetros hasta Buenos Aires, 750 hasta La Plata, 1.100 hasta Mar del Plata, 570 hasta Tucumán— nos fortalecieron como grupo. Salíamos de Córdoba o Buenos Aires la mañana del día anterior a cada partido, dormíamos en un hotel la noche de la víspera, jugábamos y de nuevo al colectivo. Debido a que la agenda futbolística de 1973 estuvo muy cargada, con dos campeonatos, las eliminatorias y giras de la Selección, la ronda inicial de ese Nacional se completó en apenas dos meses a un promedio de casi dos partidos por semana. En ese lapso, los jugadores y el cuerpo técnico pasamos más tiempo arriba del autobús que en nuestras propias casas. ¿Avión? Creo que el aeropuerto de Córdoba lo conocí cuando ya estaba retirado del fútbol…

En los quince partidos de ese Nacional marqué once tantos, seis de ellos en las últimas cuatro fechas. Quedé tercero en la tabla de goleadores, el único de un equipo del interior entre los diez mejores. Esa notable producción despertó el interés de varios clubes.

Pasadas las fiestas de Navidad y Año Nuevo, surgió la posibilidad de cambiar de equipo. Rosario Central, institución que acababa de ganar el Torneo Nacional del año anterior en el que yo había debutado en certámenes de la Asociación del Fútbol Argentino, le presentó a Instituto una oferta muy importante para conseguir mi pase. Sin embargo, el club cordobés no quería saber nada con desprenderse de mí. Comenzados los entrenamientos de pretemporada en Alta Gracia, una tarde apareció mi viejo por la concentración y me ordenó que me subiera a su automóvil. «O te venden a Central o no jugás más al fútbol», me dijo. ¡Lo que eran las lágrimas mías, con 19 años! «¡No quiero dejar el fútbol!», le grité. Él me pidió que me tranquilizara y me explicó que eso no iba a ocurrir, que la cuestión se iba a solucionar y que, días más, días menos, se concretaría el traspaso al equipo «canalla». Me expuso también que se trataba de una magnífica oportunidad porque Central, además de competir en los dos campeonatos de la Asociación del Fútbol Argentino, se había clasificado para la Copa Libertadores, un certamen internacional en el que podría demostrar mis cualidades. En un instante, pasé de la tristeza a la ilusión.

Yo había estado cerca de mudarme a Rosario unos años antes, pero a Newell’s, tradicional rival de «La Academia» de camiseta rayada azul y amarilla. El traspaso naufragó porque el técnico «leproso» le había exigido a mi papá que le cediera por escrito los derechos de una futura venta. ¡Mi viejo lo sacó corriendo! Yo le prometí a mi papá que algún día vengaría ese insulto.

Cuando participé del proyecto que luego se conoció como «La selección fantasma», me tocó compartir las habitaciones de los distintos hoteles con el Cieguito Aldo Poy, un ídolo canallón —siempre recordado por un gol en «plancha» que definió una semifinal del Torneo Nacional de 1971, nada menos que ante Newell’s y en la cancha de River— con quien mantuve una relación estupenda a lo largo de aquel calvario. Poy hablaba mucho con el preparador físico Carlos Cancela, a quien conocía por haber trabajado en Central. Con honestidad y absoluto desinterés, Cancela le sugirió al Cieguito que me recomendara a su técnico, Carlos Timoteo Griguol. «Este pibe va a ser brillante», le advirtió. Poy comprobó mi capacidad goleadora en los entrenamientos y amistosos que hicimos antes de enfrentar a Bolivia y, al regresar a Rosario, le comunicó al Viejo Timoteo cómo me había visto y aconsejó mi contratación. La opinión del Cieguito fue determinante para que el pase se concretara y yo reforzara un plantel que, en 1974, tenía muchísimos compromisos importantes.

Desde Instituto no viajé solo a la ciudad levantada sobre la orilla occidental del río Paraná, sino acompañado por el Loco José Luis Saldaño. En realidad, fui yo quien escoltó a Saldaño porque este, en verdad, había sido la primera opción de Central. Se realizó una operación conjunta en la que el pase del Loco costó un poco más que el mío. Asimismo, el traspaso incluyó la realización de un amistoso que se jugó en el Gigante de Arroyito a principios de febrero de 1974, cuya recaudación fue a parar a las arcas cordobesas como parte de pago. En ese encuentro fui un desastre, no la agarré ni con la mano. Jugué tan mal que un hincha, desde la platea, me gritó con ácido ingenio: «Flaco, ¿vos sos Mario Kempes padre o hijo?».

Los primeros días que viví en Rosario estuve alojado en la casa del Cieguito Poy. El dirigente Osvaldo Rodenas le preguntó a Aldo si yo podía vivir un tiempo con él para adaptarme más fácilmente al cambio de ámbito. Poy aceptó y me ofreció que ocupara uno de los cuartos de una vivienda bastante amplia que él compartía con su esposa. Estuve allí un mes y medio, hasta que, algo incómodo por invadir la intimidad de Aldo y su mujer, me mudé al hotel Savoy, donde solía concentrarse el equipo. Mi viejo compró un departamento unas semanas después.

En Central no arranqué como titular. En el primer entrenamiento con pelota, Griguol me incluyó en el equipo de los suplentes como centrodelantero. Ni bien me llegó el balón, encaré al Loco Daniel Killer —un rústico defensor que no solo metía miedo porque hacía honor a su apellido, que en inglés significa «asesino» o «exterminador»— y le tiré un «caño». Me salió el segundo central, Aurelio Pascuttini, otro rudo «cirujano», y le hice otro «caño». Los burlé a los dos, ¡en la misma jugada! Los tipos no me dijeron nada… hasta que, en el siguiente ataque, me salieron los dos juntos y ¡pum! ¡Me revolearon con una patada «doble» en la pierna derecha! Hasta el día de hoy, no entiendo cómo lograron coordinarse para pegarme los dos al mismo tiempo. «La próxima, te damos en la cabeza», me avisó el Loco al oído. No solo entendí el mensaje: de ahí en adelante, nos hicimos grandes amigos. Tanto que, con Daniel, por ejemplo, compartimos la mesa de los almuerzos y las cenas durante toda la concentración del Mundial de Argentina 1978. Cada vez que me encuentro con ellos, contamos la anécdota del caño y la patada dobles.

A pesar de esa pequeña «fiesta de bienvenida», la relación con todos mis compañeros fue excelente. Me tocó integrar un plantel espectacular, con jugadores de mucha experiencia: Carlos Biasutto, el Negro José González, los hermanos Daniel y Mario Killer, Carlos Aimar, Eduardo Solari o Aldo Poy. Conformábamos un equipo rústico, de picapiedras —los que jugaban «lindo» eran los de Newell’s— pero difícil de doblegar. Para nuestros rivales, éramos la piedra en el zapato, un hueso duro de roer. Muy duro.

Yo me adapté de inmediato en un grupo al que se conocía como «los guasos» o «la perrada», que encabezaban los Killer, José Van Tuyne, Pío Cabral y Miguel Ángel Cornero. Con estos vagos conformábamos la pandilla de los bromistas, los que ponían apodos o se mandaban alguna picardía cuando nos concentrábamos. Otros muchachos, los más intelectuales o serios, por llamarlos de alguna manera, eran «Los líricos»: Biasutto, Aimar, Solari y Hugo Zavagno. A pesar de esta marcada separación, el plantel siempre estuvo muy unido, solidario y comprometido con los objetivos que se planteaba la institución. El cerebro de esa banda extraordinaria, el Viejo Carlos Griguol, era como un padre, en especial para los pibes jóvenes. Nos aconsejaba mucho, nos hacía poner los piecitos sobre la tierra, lograba que no voláramos demasiado. El Viejo solía someter a los más pibes a un interrogatorio que, en esa época, no era usual.

—¿Usted tiene coche?

—No.

—¿Tiene departamento?

—No.

—¿Sabe lo que tiene que comprar primero?

—Sí, un coche.

—No, un departamento, boludo.

Griguol nos obligaba a comprar primero el departamento, una costumbre que, según me comentaron en varias oportunidades, mantuvo firme con otros pibes en sus largos ciclos como técnico de Ferrocarril Oeste y Gimnasia y Esgrima La Plata. El Viejo Timoteo se hizo muy amigo de mi papá, que se había mudado a Rosario con mi madre. ¡Entre los dos, me tenían controlado! Griguol siempre sabía dónde había estado yo la noche anterior, a qué hora salía de casa y a qué hora regresaba. Tiempo después, mi padre me confesó que había operado como informante del entrenador. No sé si lo llamaba por teléfono o hacía señales de humo, pero el técnico se enteraba de todo. De cualquier modo, yo me portaba bastante bien: salía los días que me correspondía, por lo general domingos o lunes. Yo solía ir a bailar con algunos de los muchachos del equipo a un disco-bar llamado Uno y medio, un subsuelo situado en el centro de Rosario sobre la peatonal Córdoba, a metros de la avenida Corrientes. Muchas veces nos cruzábamos en la pista con colegas de Newell’s. No voy a decir que nos abrazábamos como íntimos amigos pero sí nos saludábamos con caluroso respeto, y hasta hemos compartido alguna copa.

Otra linda costumbre que respetábamos a rajatabla con los compañeros de Central era compartir asados, que organizábamos semanalmente para consolidar el grupo humano. Este hábito, que fue muy beneficioso en este período, lo trasladé a la mayoría de los equipos en los que jugué o dirigí. Inclusive, en España le enseñé a un carnicero cómo cortar las tiras de carne con hueso para preparar asados al estilo argentino o «criollo».

En las primeras semanas en Rosario mejoré mucho mi estado físico con intensas jornadas de entrenamiento y una dieta más estricta que me hicieron bajar de peso y fortalecer los músculos. Cuando estuve «a punto», el Viejo Griguol me propuso jugar como delantero por la izquierda, en un esquema que alternaba entre el 4-3-3 de la época y un original 4-2-1-3, más ofensivo. Me sentí muy cómodo en ese puesto y con el paso de los días, empecé a tomar confianza, aunque no pisé el césped hasta la cuarta fecha, cuando derrotamos a Gimnasia y Esgrima La Plata por uno a cero el 22 de febrero. Mi primer gol llegó en la sexta fecha, cuando visitamos a Atlanta en su reducto de Villa Crespo. Yo conseguí el 1-2 y poco faltó para llevarnos una victoria, porque el «Bohemio» igualó en el último minuto con un tanto de Ramón Ledesma.

Cuatro días más tarde fuimos al Parque de la Independencia a enfrentar a Newell’s en el clásico «interzonal». El campeonato Metropolitano había sido diseñado a partir de 18 equipos divididos en dos grupos de nueve, en los que se enfrentaban «todos contra todos», de ida y vuelta, más dos derbis entre rivales históricos separados a propósito en esas dos miniligas: Central y Newell’s, River y Boca, Independiente y Racing, etc. Tejemanejes insólitos del fútbol argentino a los que ya nos hemos acostumbrado y parecen no tener fin, puesto que cada año se cambia alguna variable del sistema de competición, mientras en Inglaterra, España o Italia se mantienen reglas que ya son centenarias. La cuestión fue que, en ese clásico rosarino, no solo perdimos cuatro a dos, sino que jugué tan mal que la hinchada leprosa inventó un cantito: «Dónde está, que no se ve, el famoso cordobés». Además, como en Newell’s estaba Mario Zanabria, un talentoso mediocampista zurdo, los diarios habían anunciado que, en ese partido, se dirimía quién era el mejor Marito. Esa tarde, claramente, no fui yo. Creo que ni siquiera tiré al arco, mientras el otro Marito clavó uno en nuestra red. No sé si en esa oportunidad tuve mala suerte, falta de confianza o qué, porque en lo sucesivo, casi siempre que enfrenté al equipo del Parque me fui vencedor y goleador. Incluso cuando participé de un amistoso jugado en febrero de 1995, con 40 años. Pero esta es otra anécdota que ya tendrá su propio espacio en esta historia.

Dos días después de la dolorosa caída ante Newell’s debutamos en la Copa Libertadores en un Gigante de Arroyito a reventar, con 55 mil personas, ante Huracán, el equipazo armado por César Menotti que había ganado el Campeonato Metropolitano de 1973 con un fútbol de galera y bastón. Otra vez fui al banco, pero entré en la segunda etapa por Aldo Poy, quien salió lesionado, y puse mi granito de arena para que ganáramos uno a cero con un gol de Eduardo Solari a un minuto del final.

En la Copa anduvimos bastante bien, a pesar de no superar la primera ronda. Compartimos la zona con el «Globito» y dos equipos chilenos: Colo Colo y Unión Española. En esa época, cada país sudamericano era representado solo por dos clubes que arrancaban en un grupo inicial completado por los dos participantes de otra nación. Hoy pasan a la siguiente fase los dos mejores de cada cuarteto, pero en 1974 solo se clasificaba uno. Luego de la victoria sobre Huracán, vencimos en casa a Colo Colo (dos a cero) y a Unión Española (cuatro a cero, de los cuales dos fueron míos). En Chile repetimos los éxitos, tres a uno sobre el «Cacique» (logré otro tanto) y uno a cero sobre la escuadra «ibérica» de camiseta roja. Lamentablemente, caímos en el último cotejo contra Huracán, en Parque de los Patricios, apenas por uno a cero. Esto generó un empate en el primer puesto de la zona porque el equipo dirigido por César Menotti también había ganado los cuatro compromisos ante los trasandinos. El 11 de abril se disputó un partido de desempate en la cancha de Vélez Sarsfield. Perdimos cuatro a cero y quedamos eliminados.

El breve Campeonato Metropolitano de 1974 tuvo una resolución muy injusta. Central hizo un campañón y ganó con gran autoridad la zona A, que nos clasificó junto a Huracán para el cuadrangular final que se resolvió con Newell’s y Boca, los dos mejores del grupo B. Adaptado a mi nuevo ámbito, metí cinco goles en unos poquitos partidos. No obstante, no pude intervenir en el minitorneo definitivo. ¿Griguol me sacó del equipo? No, para nada. En abril, cumplidas apenas doce de las dieciocho fechas, fuimos convocados junto al Cieguito Poy para la gira que la selección argentina realizó como preparación con vistas al Mundial de Alemania Federal. Central quedó diezmado y, en la ronda final, perdió además a Mario Killer y a Pascuttini, ambos suspendidos. La Asociación del Fútbol Argentino, en un gesto por lo menos torcido, no autorizó que los defensores actuaran en las finales en lugar de los dos muchachos que habíamos sido incorporados al equipo nacional (actualmente, para estos casos los clubes pueden ampararse en el artículo 225 del Reglamento de Transgresiones y Penas de la Asociación del Fútbol Argentino e incluir jugadores suspendidos si tienen otros de gira con la Selección). Con tantos titulares ausentes, el «Canalla» venció a Boca, pero cayó con Huracán y empató con Newell’s que, con el equipo intacto, se consagró campeón. El modo en el que se escapó el título me provocó rabia e impotencia. No obstante, aguanté la mueca de repugnancia y me tragué el disgusto. Estaba a unos once mil kilómetros del río Paraná, en suelo germano, preparándome para mi primera Copa del Mundo.

Matador

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