Читать книгу Matador - Mario Kempes - Страница 6

Оглавление


Capítulo 2

Gloria y loor


El ingeniero Atilio Pedraglio no era un cliente más de la carpintería Tossolini. Cada vez que visitaba Bell Ville para efectuar un pedido de materiales destinado a alguna de las obras que realizaba en Córdoba, este influyente directivo del club Instituto Atlético Central Córdoba se enfrascaba en tórridas discusiones futboleras con uno de los dueños de la empresa maderera, Eduardo Tossolini —descendiente de Antonio Tossolini, quien, en 1931, había diseñado y patentado el primer balón «sin tiento» del mundo, junto a Romano Polo y Juan Valbonesi, invención que le otorgó a Bell Ville la distinción de «capital nacional de la pelota de fútbol»—. A mediados de febrero de 1972, en una de esas apasionadas charlas, Pedraglio comentó que, desde la partida del «bellvillense» Hugo Curioni a Boca Juniors, dos años antes, su equipo no había encontrado todavía un centrodelantero que conformara al club y a la hinchada de Alta Córdoba. Curioni, en realidad, había nacido en la ciudad de General Cabrera, situada a unos cien kilómetros al sudoeste de Bell Ville, pero su potencia goleadora había adquirido fama provincial en el Club Atlético y Biblioteca Bell, donde el Tula jugó antes de pasar a Instituto en 1969. Tossolini sonrió. «Yo tengo un “9” mejor que Curioni —le garantizó—. Es el hijo de un empleado mío, un crack fenomenal que se cansó de meter goles en el Bell el año pasado». El directivo de la institución rojiblanca sospechó que su proveedor exageraba. «¿No me creés? Hagamos una cosa: te lo ofrezco para que lo pruebes en algún amistoso y yo mismo me hago cargo de los gastos de su traslado. Si no marca un gol en los primeros diez minutos, te lo cedo gratis. Si no te gusta, me lo mandás de vuelta y acá no pasó nada, seguimos siendo amigos. ¿Qué te parece?». El dirigente de La Gloria, un tipo pragmático, curtido en el mundo del fútbol, aceptó la oferta. ¿Qué podía perder?

Cuando regresamos a casa, aquel sábado que me fue a buscar a la canchita, mi viejo me explicó que, al día siguiente, mi madre, mi hermano y él iban a viajar muy temprano a Leones para pasar ese domingo junto a unos familiares y que yo me tenía que quedar solo en la casa, a la espera de una llamada desde Córdoba. Sin mayores detalles, mi padre me comentó la conversación que habían mantenido Tossolini y Pedraglio y que existía la posibilidad de una prueba en Instituto. «¿Instituto? ¿Pero vos no querías que yo terminara la escuela antes de jugar en un equipo profesional?», pregunté desorientado, luego de las desilusiones sufridas con Platense de Buenos Aires y Nacional de Montevideo. «Si quedás en Instituto, eso lo puedo arreglar. Ya veremos. Primero, andá a la prueba».

Al día siguiente, mis viejos y mi hermano se fueron apenas salió el sol y yo me quedé solito, junto al teléfono. Un rato después, el aparato sonó: era Pedraglio. Me convocó para un partido amistoso que, esa misma tarde a las 6, en la cancha de Alta Córdoba, estaba previsto ante Argentino Central, un club que participaba de la segunda división de la liga cordobesa. Instituto comenzaba a prepararse con vistas al torneo provincial que clasificaba al ganador para el campeonato «Nacional» del año siguiente. Ese certamen, organizado por la Asociación del Fútbol Argentino, reunía a los equipos que competían en el «Metropolitano» (clubes de Buenos Aires, el conurbano bonaerense, Rosario y Santa Fe) con los mejores de las distintas ligas provinciales o regionales del resto del país.

Salí corriendo de casa, llegué a la estación de autobuses y compré un billete para el primer coche de la empresa ABLO que pasara rumbo a la ciudad de Córdoba. Viajé bastante asustado, lo admito. Aunque ya era un muchachote, nunca había estado solo en la capital provincial. Había visitado esa «gran ciudad» con mis viejos una vez, cuando era pibe. Recuerdo haber subido a los coches de choque del Parque Sarmiento. También había estado con el hermano Javier Aiello y mi primo Luis Margarit cuando fuimos a Montevideo, aunque de pasada: creo que no llegamos a salir de la inmensa terminal. En esa primera aventura solo, el colectivo —que en ese fastidioso viaje de casi doscientos kilómetros de extensión ingresó en varias ciudades y pueblos situados a la vera de la ruta nacional 9— estuvo detenido media hora en Villa María y yo no fui capaz de bajar, ni siquiera para comprarme una bebida, por miedo a perderme.

Al llegar a la terminal de la capital provincial, pasado el mediodía, descendí por fin del vehículo, un poco asustado: no conocía a nadie, ni siquiera al tipo con el que me tenía que encontrar. Empecé a mirar hacia todos lados, como buen provinciano. Por suerte, enseguida se me acercó un hombre y me preguntó si yo era Mario Kempes. Asentí con la cabeza y él se presentó: era el ingeniero Atilio Pedraglio, la misma persona que me había llamado a casa para convocarme a jugar. Me llevó a su domicilio, donde almorzamos milanesas con puré junto a su esposa y sus hijos y después, me tiré un rato a dormir la siesta. Luego de una merienda, partimos rumbo al estadio Juan Domingo Perón, también conocido como El Monumental de Alta Córdoba. En el camino, el dirigente me explicó que yo iba a figurar en la planilla del partido como «Carlos Aguilera». ¿Por qué? La idea de Pedraglio era mantener en secreto mi identidad para evitar que, después del debut, algún directivo o «cazatalentos» rival, en especial de Belgrano o Talleres, lograra ubicarme y «robarme» con la promesa de un mejor contrato. Llegué al vestuario y me encontré con un grupo de muchachos preparándose para el encuentro, entre los que estaban Osvaldo Ardiles —un nene flaquito, pura nariz era—, Alberto Beltrán y José Luis Saldaño. Pedraglio me presentó al técnico, Miguel Ponce. «Este es Carlos Aguilera, de Bell Ville», le dijo. Ponce me estrechó la mano.

—A mí me habían dicho que venía un tal Mario Kempes. ¿Lo conoce?

—No, no lo conozco —mentí.

Pedraglio no dijo nada. Vi que asentía como para aprobar mi actuación.

—¿Usted jugó alguna vez de 9? —me consultó Ponce.

—Siempre —volví a mentir. Nunca en la vida había jugado como centrodelantero.

Ponce me tiró la camiseta con el número 9 en la espalda y me mandó a calentar. Al rato, salí a jugar a una cancha desconocida, con compañeros desconocidos contra un rival desconocido. A pesar de todas esas dificultades, anduve realmente muy bien. Favorecido por mi energía física y la potencia de mi pierna izquierda, esa tarde metí todos los goles que cimentaron una amplia victoria albirroja por cuatro a cero. Instituto tenía muy buenos futbolistas que organizaban cada jugada para que yo la empujara. Eso sí: no pude cumplir con la promesa de Tossolini, porque la primera conquista, que anoté de cabeza, llegó a los 14 minutos, cuatro después del plazo garantizado a Pedraglio. De todos modos, tanto el técnico como el dirigente quedaron muy conformes: apenas terminó el partido con Argentino Central, me citaron para un amistoso más exigente el domingo siguiente ante Racing de Córdoba. Para ese match viajé con mis viejos y con mi primo Luis Margarit. Ellos me contaron luego que, al anunciarse las formaciones por los altoparlantes, les pareció extraño que no me nombraran. «¿Marito no juega hoy?», objetó mi madre. Un ratito después, me vieron aparecer en la cancha entre los titulares. Yo me había olvidado de avisarles que seguía siendo «Carlos Aguilera»…

Ese día perdimos tres a uno. Jugué los noventa minutos y no anoté. No obstante, el diario La Voz del Interior elogió mi trabajo. «El elemento más útil de la vanguardia (de Instituto) resultaba el joven piloto Aguilera, quien rotaba en continuo por el terreno (…) y buscaba con ahínco el camino para vulnerar a Herrera», el arquero albiceleste. «El nombrado delantero —agregó el matutino— fue el valor más peligroso de su equipo, a pesar de manejar con habilidad solamente su pierna izquierda. Habrá que verlo en otros cotejos».

Una semana después, el domingo 19, participé de otro encuentro preparatorio ante Huracán de Córdoba, un club del barrio La France. Ganamos seis a uno y yo contribuí en el marcador con dos conquistas. La Voz del Interior publicó que «Aguilera, el bisoño centrodelantero belvillense de Instituto, en una actuación en donde puso en evidencia (a pesar de las limitaciones rivales) algunas aptitudes que pueden ser bien aprovechadas en el futuro, se convirtió en el más alto valor del quinteto ofensivo dueño de casa».

Gracias a esos buenos desempeños, Instituto resolvió, por fin, contratarme. Mi viejo estuvo de acuerdo, pero puso como condición que yo terminara el colegio secundario. El club aceptó. Durante todo ese año viajé desde Bell Ville a Córdoba los martes y jueves en colectivo: salía a las doce del mediodía desde la terminal de mi ciudad, llegaba a la capital provincial a las dos y media, tres de la tarde. Nos entrenábamos de cuatro a seis y a las siete me tomaba el autobús de vuelta y entraba a casa pasadas las diez de la noche. Un sacrificio durísimo, pero a mí no me importaba: ya era un futbolista profesional. A pesar de que el que cobraba y administraba mi dinero era mi viejo, yo estaba feliz haciendo lo que más me gustaba.

Los sábados llegaba a Córdoba por la tarde y me alojaba en una de las habitaciones de un colegio de curas, el Instituto Jesuita Sagrada Familia, gracias a otra gestión del hermano Javier Aiello. Los domingos al mediodía, todos los muchachos del plantel nos juntábamos para almorzar en una cantina que se llamaba Doña Ana y desde ahí, nos íbamos juntos en un autobús al estadio donde nos tocara jugar. Terminados los partidos, retornaba a Bell Ville con mis viejos y el lunes continuaba la cursada en el colegio secundario.

El mozo que atendía las mesas de Doña Ana era un hombre al que todos conocíamos como el Negro Minué, con quien enseguida entablé una hermosa amistad. Minué era una maravilla de persona, un típico personaje cordobés, sencillo y campechano, fiel amigo, desinteresado y cariñoso. Durante mi etapa en Instituto, él me cuidaba mucho: solía visitarme en el departamento que luego me ofreció el club y quedarse a cenar los días previos a los partidos, un poco para hacerme compañía, otro poco para controlar que yo me fuera a dormir temprano. También se había hecho amigo de mi viejo. Acostumbraba a llamarlo por teléfono a Bell Ville y le decía: «Don Mario, vaya preparando el fuego». A las dos horas caía en la casa con un lechón o un cabrito. Luego de la comida y unos vinitos, se volvía a Córdoba. ¡Un tipazo!

La primera vez que almorcé en el restaurante, el Negro me preguntó qué quería beber.

—Un juguito —respondí.

Se quedó mirándome fijo.

—¿Un juguito? —insistió, torciendo la boca, como con asco.

—Sí —ratifiqué. En verdad, no me animaba a pedir una bebida alcohólica. Pasadas algunas semanas y la lógica inhibición del novato, al ver que la mayoría de mis compañeros acompañaba las comidas con una copa de vino, cambié el jugo por el tinto. Años más tarde, cada vez que con Minué compartimos un asado regado con vino, el desgraciado me echaba en cara aquel excepcional pedido. «Este borracho de mierda me quiso engañar pidiendo un jugo», se reía.

El sábado 25 de marzo de 1972, a Instituto le tocó enfrentar a Belgrano por la Copa Neder-Nicola, un cuadrangular que cada año organizaba el Círculo de Periodistas Deportivos de Córdoba como preámbulo de la liga local, que por lo general comenzaba una semana después. Paralelamente, Talleres se midió con Racing. El fixture se armó con la idea de que los dos equipos grandes de la provincia definieran el certamen, pero nosotros les arruinamos la fiesta.

Ese día ya no fui Aguilera. Con el contrato firmado (Instituto le pagó mi pase al club Bell con pelotas, equipos deportivos y lámparas para instalar el primer sistema de iluminación de su cancha), por fin figuré en la plantilla oficial como «Mario Alberto Kempes». Mi estreno con mis verdaderos nombres y apellido no pudo ser mejor: aplastamos a Belgrano por cuatro a cero. Los goles los marcamos Ricardo Cherini, Beltrán, Ardiles y yo. El periódico La Voz del Interior destacó que «el joven y veloz centrodelantero Mario Kempes —originariamente figuraba como Aguilera— en inteligente maniobra señaló el segundo». ¡El diario me facturó que yo había actuado hasta ese momento con un pseudónimo! De todos modos, el comentario fue muy elogioso con mi desempeño: «Kempes es un novel y eficiente valor para tener en cuenta en el futuro, de ratificar las aptitudes que revelara en la víspera frente a una zaga central que en determinadas circunstancias se pasó en intervenciones excesivamente vehementes». Esa zaga la conformaron Tomás Cuellar y Rubén Lupo, dos rústicos defensores que repartían patadas como caramelos. ¡Eran bravísimos! Con Cuellar, quien era generalmente el que me hacía «marca personal», mantuve un picante duelo que, por suerte, nunca culminó con consecuencias más graves que un raspón o un moretón. En lo deportivo fue absolutamente favorable: esa temporada, a Belgrano le metí diez goles en los encuentros amistosos y oficiales que protagonizamos.

La final del cuadrangular la jugamos con Talleres al día siguiente, el domingo 26 de marzo. Ganamos tres a dos y volví a anotar un tanto. La hinchada empezó a corear mi nombre y hasta me inventaron un apodo: «Superpibe».

Yo debuté oficialmente a los diecisiete años, bastante chico en edad, pero con un cuerpo grandote (ya había alcanzado los 184 centímetros de altura), fortachón, aunque con tendencia a engordar: llegué a Córdoba con 84,5 kilos de peso. La campaña de Instituto fue soberbia. El equipo tenía futbolistas de extremada calidad que no solo se entendían de memoria, sino que armaban cada jugada para que yo solo tuviera que empujarla a la red. Gracias a ellos, metí nueve goles en los diez partidos de la etapa zonal y diecisiete en los dieciocho encuentros de la ronda de clasificación que nos catapultó hacia la gran final. El éxito del grupo se sustentó, además, en la sobresaliente relación que concebimos todos los jugadores. Con Osvaldo, por ejemplo, iniciamos una amistad seria y pura que se fortaleció en la selección argentina y todavía hoy se mantiene inalterable, si bien él vive en Inglaterra y yo en Estados Unidos. Aunque suene increíble, seguimos tratándonos «de usted», como el día que nos conocimos en el vestuario de la cancha de Instituto. Él es, probablemente, el futbolista con el que mejor me entendí a lo largo de mi carrera, dentro y fuera de la cancha. A pesar de que afuera, a veces, no me porté del todo bien. Una vez, cuando jugábamos juntos en La Gloria, le hice una broma pesada: lo emborraché. Un viernes, mientras compartíamos un asado en mi departamento, después del último entrenamiento antes del partido del domingo, fui llenando su vaso con vino una y otra vez. El Pitón iba a buscar unos menudillos, ¡pum! Se levantaba por un dorado trozo de carne, ¡pam! Se daba vuelta para conversar con otro compañero, otra vez le colmaba la copa hasta el borde. Animado por la conversación y la sabrosa comida, Ardiles, un muchacho con escasa cultura alcohólica, bebió y bebió y, sin darse cuenta, se agarró un pedo de novela. ¡Lo tuvimos que llevar entre cuatro hasta un sillón! Un rato más tarde apareció por casa la novia de Osvaldo —que luego sería su esposa—, muy preocupada porque no lo encontraba por ningún lado. Ese viernes por la noche ellos habían programado una salida, que debieron suspender por mi culpa. En realidad, ella debió suspenderla: Ardiles, vencido por un coma etílico, se despertó al día siguiente.

También me llevaba muy bien con Alberto Beltrán, quien solía decir que cuando yo nací, el médico me pegó una palmadita en la cola y en lugar de llorar, grité «gol».

De todos los tantos que conseguí en ese período, el más bonito se lo marqué a Las Palmas: un tiro libre lanzado desde fuera del área, cuando ya se habían cumplido los noventa minutos y el marcador estaba igualado a cero. Disparé un misil de zurda que, a pesar del viento en contra, se clavó en el ángulo. ¡El desahogo de los hinchas me hizo temblar!

También en el zonal tuve revancha contra Racing de Nueva Italia, que nos había vencido en aquel amistoso tres a uno cuando yo era todavía «Carlos Aguilera»: lo goleamos seis a uno y yo perforé cinco veces la resistencia del arquero Raúl Amaya.

El primer cumpleaños que pasé en Córdoba cayó el domingo 15 de julio de 1972. Como ese día jugábamos con Instituto, mis viejos llegaron de Bell Ville para saludarme y ver el partido. Aunque se trataba de mi aniversario, yo aproveché la ocasión y le hice un bonito regalo a mi mamá: una muñeca que hablaba. A ella le encantaban. En los viajes al exterior o cuando viví en España, siempre compré muñecas para mi vieja, de distintos materiales y con diferentes vestidos. Todavía hoy conserva la colección en su casa bellvillense.

Mientras participaba de mi primera temporada con Instituto, terminé el secundario en el colegio San José de Bell Ville. Mis amigos siempre recuerdan la historia de un profesor de Educación Física que estuvo a punto de suspenderme porque yo no corría como él quería. Nosotros recibíamos esas clases en el club Bell, que tenía una pista de atletismo con piso de tierra y un cajón de arena donde nosotros hacíamos distintos ejercicios. El profe nos mandaba a trotar y yo lo hacía en puntas de pie, como suelen «picar» los futbolistas. Cada vez que pasaba a su lado me reprendía y me exigía que pisara como los fondistas: talón-planta-punta. Como yo seguía corriendo afianzado sobre mis dedos, el instructor me gritaba delante de mis compañeros y me obligaba a hacer vueltas extra andando de la manera que él decía que se tenía que hacer. Años más tarde, en una oportunidad que nos juntamos a tomar algo con mis amigos de toda la vida en la terraza de un bar de Bell Ville, pasó este docente. ¡Lo que se le burlaron los muchachos! «Pedazo de burro, ¿querías enseñarle a correr a un campeón del mundo?», fue el comentario más suave que le dedicaron. El pobre tipo se puso rojo de vergüenza y salió disparado… ¡en puntas de pie!

A pesar de los tres viajes semanales a Córdoba, logré terminar el ciclo secundario y recibir el ansiado título. La última materia que aprobé fue Historia, con un profesor de apellido Sarini, recto y exigente. A mí me gustaba el tema pero a la hora de preparar el examen final, descubrí que era imposible: a lo largo del ciclo lectivo, prácticamente no había presenciado ninguna de sus lecciones porque Sarini dictaba clases los martes y jueves, los mismos días que yo había entrenado todo el año con Instituto. Yo había resuelto no presentarme a examen, sabía que no tenía posibilidades de éxito, pero a partir de una nueva intervención del hermano Javier, el docente me propuso un «pacto de caballeros»: que yo estudiara una serie de temas específicos y no todo el programa, y concurriera al examen. Así lo hice: me presenté con esos puntos bien aprendidos y aprobé. Mis viejos se pusieron muy contentos cuando les anuncié que, por fin, había completado los estudios secundarios.

El mes de diciembre de 1972 me planteó una difícil encrucijada: hacer el viaje de fin de curso o jugar con Instituto la final del campeonato cordobés. Fue una decisión durísima. Con mis compañeros de estudio habíamos laburado muchísimo vendiendo rifas, organizando bailes, de todo para juntar la plata que pagara la anhelada expedición a la ciudad patagónica de Bariloche. Al optar entre enfrentar a Belgrano o viajar junto a mis compañeros del colegio San José, decidí quedarme a disputar el match definitorio ante el «celeste». Todos me decían que estaba loco, y quizá tenían razón, pero a mí me gustaba lo que estaba haciendo y al fútbol no lo cambiaba por nada. En esos dos partidos finales ante Belgrano clavé cinco goles que redondearon 31 tantos en 30 presentaciones a lo largo del torneo. En el segundo, jugado el 23 de diciembre de 1972, metí tres tantos. Ganamos cinco a dos y cuando el árbitro pitó el final, los hinchas de Instituto invadieron la cancha para celebrar un título provincial después de seis años de sequía y me llevaron en andas, un festejo que se usaba mucho en ese entonces, hasta la platea donde estaban mis viejos, que celebraban emocionados el título deportivo.

Aunque me dolió no viajar a Bariloche con mis amigos, hoy estoy seguro de haber tomado la decisión correcta. Ganar el campeonato cordobés clasificó a Instituto para disputar por primera vez un Torneo Nacional, el de 1973, certamen que me puso en la vidriera del fútbol de primera división argentino y que, al mismo tiempo, me abrió las puertas de la selección nacional.

El año 1973 significó un período de experiencias estupendas. En primer lugar, me fui a vivir a Córdoba, a un departamento del barrio Las Flores donde el presidente del club, Antonio Capellino, me alojó junto a un zaguero central de Buenos Aires, Mario Pellascini. No teníamos auto y todos los días debíamos viajar en colectivo hasta Alta Córdoba para entrenarnos. ¡Tardábamos una hora a la ida y otra a la vuelta, del estadio a casa!

A principios de ese año mi viejo me anotó en la Facultad de Ciencias Económicas con la ilusión de que yo siguiera sus pasos contables. Las clases comenzaron, pero yo no me presenté a cursar ninguna materia. Algunas semanas más tarde, un lunes por la mañana que no teníamos entrenamiento, le comenté a Mario que estaba inscrito en la Universidad y que sentía curiosidad de saber de qué se trataba, aunque más no fuera para conocer el lugar donde se estudiaba. Aceptó acompañarme y juntos, nos tomamos el autobús hasta la facultad. Apenas entramos al hall central del enorme edificio, sentimos que alguien gritaba mi nombre. Miramos hacia arriba y era un vago subido a una escalera, que estaba despegando carteles colgados por los chicos de las distintas agrupaciones políticas estudiantiles. Este tipo se bajó, se acercó corriendo y me abrazó.

—Mario, querido, ¿sabés cuánto hace que estoy acá? —me preguntó con carita de feliz cumpleaños.

—No —respondí, quizás un poco seco.

—Cinco meses. ¡Hace cinco meses que te espero! Cuando me enteré de que vos ibas a estudiar en la Universidad, vine a pedir trabajo para estar acá todos los días hasta conocerte.

¡No podía creer lo que escuchaba! El muchacho, hincha fanático de Instituto, había solicitado empleo con el único fin de verme personalmente. ¡De locos! Mario y yo conversamos con el pibe y, pasado un rato, le pregunté por las aulas donde se dictaban las clases. Me señaló un salón y nos metimos. Se trataba de un recinto grande, tipo un anfiteatro, con poca iluminación y un silencio sepulcral a pesar de estar repleta de estudiantes. Abajo, un profesor de aspecto muy serio hablaba de fórmulas y ecuaciones delante de un pizarrón cargado de números y signos. Traté de comprender qué decía, pero no pesqué nada. Pasados diez o quince minutos, le dije a Mario: «Vámonos, no entiendo un pedo. Mejor sigo jugando al fútbol». Salimos y nos fuimos a tomar un café a un bar que estaba enfrente. Ese fue mi paso por la universidad.

En abril, mientras con Instituto competíamos en una nueva edición de la liga cordobesa, surgió la primera oportunidad de vestir la camiseta de mi país. El técnico del seleccionado juvenil argentino, Miguel Ignomiriello, me convocó para integrar el plantel que participaría en el Torneo Junior de Cannes destinado a futbolistas de hasta 18 años, un certamen que incluyó a cuatro selecciones (Argentina, Brasil, Francia y Holanda) y cuatro clubes europeos (Benfica de Portugal, Royal Standard Liège de Bélgica, Juventus de Italia y la escuadra local AS Cannes). ¡No lo podía creer! Yo, que solo había participado del campeonato cordobés y jamás había intervenido en un certamen organizado por la Asociación del Fútbol Argentino, tenía el enorme honor de representar a mi gente. Yo, que apenas había cruzado la frontera de mi patria una sola vez para probarme en Nacional de Montevideo, podía mostrar mi fútbol en Europa. Mi inmensa felicidad aumentó pocos días después, cuando la revista El Gráfico, la biblia futbolera que leíamos con mi viejo en nuestra casa de Bell Ville cada vez que lográbamos conseguir algún ejemplar, el único referente deportivo que exponía a las grandes figuras en toda la Argentina, me realizó la primera entrevista. ¡A mí, un pibito que nunca había jugado en Buenos Aires! La noticia —que incluyó los testimonios de mi técnico, Miguel Ponce, y del preparador físico Osvaldo Viara— me calificó como «un niño» que «rebasó la parcializada pasión de su casaca para convertirse en el jugador aplaudido por toda la ciudad». «Su rostro, su figura, su alma dejan trascender la armoniosa figura total con que vistió de gol y de clase las canchas cordobesas», remarcó el artículo de la prestigiosa publicación.

Los jóvenes jugadores convocados por Ignomiriello pertenecían a River, Boca, San Lorenzo, Racing, Independiente, Estudiantes, Newell’s y Rosario Central. El único «extraño» que provenía de una institución no afiliada directamente a la Asociación del Fútbol Argentino, sino a una liga provincial, era yo. El viaje al sur de Francia resultó un martirio interminable: primero, nos comimos una extensa cadena de vuelos que empezó en Buenos Aires y sumó escalas en Montevideo, Dakar, Las Palmas y París. Luego, en la capital gala, subimos a un autobús que nos trasladó hasta Cannes, la atractiva ciudad situada a orillas del Mediterráneo. Tardamos más de un día, pero yo estaba loco de contento con la oportunidad de vestir la camiseta celeste y blanca. Nuestro estreno se produjo ante el club portugués Benfica la mañana del 21 de abril, en el estadio Pierre de Coubertin. Ganamos tres a cero y yo anoté un gol. Los otros los señalaron Daniel Bertoni —hábil y veloz delantero de Independiente con quien yo recorrería un largo y exitoso camino en la selección— y Juan Carlos Scola, un chico de San Lorenzo que no llegó a debutar en Primera y solo tuvo un breve paso por el ascenso con la camiseta de Tigre. Por la tarde, el mismo día, jugamos la semifinal ante Brasil, una escuadra que, desde el primer momento, se transformó en mi sombra, porque nunca la pude derrotar en toda mi carrera con la camiseta celeste y blanca.

El reglamento del certamen indicaba que, en caso de empate en el marcador al cabo de los ochenta minutos (los partidos se disputaban en dos tiempos de cuarenta), ganaba el equipo que hubiera conseguido la mayor cantidad de tiros de esquina. Si la igualdad se repetía en este punto, se declaraba vencedor al conjunto con menor promedio de edad de sus integrantes. El duelo sudamericano empezó muy bien para nosotros: a los seis minutos ya teníamos dos córners a favor después de perdernos varios goles. A los diez, llegó un tercer tiro de esquina: otro gran valor de Independiente, Ricardo Bochini, lanzó un centro perfecto para que yo abriera el marcador de cabeza, gracias a la cortina que me habían hecho dos de mis compañeros: Ángel Solía, de Estudiantes, y Pastor Barreiro, de Newell’s. Con un gol a cero y tres córners de ventaja, parecía difícil que se nos escapara el encuentro. Sin embargo, Brasil —que esa misma mañana había goleado a Juventus por cuatro a uno— nos acorraló y empató el marcador por medio de un puntero derecho llamado Mauro. En el segundo tiempo, el técnico «verdeamerelo», Antoninho, mandó a sus jugadores a fabricar tiros de esquina sin importar demasiado el arco que defendía Jorge Tripicchio, un pibe de San Lorenzo. Nosotros, quizá cansados por el partido matutino y el ímpetu del primer tiempo, aflojamos y permitimos que nuestros rivales también nos empataran en córners. Faltando pocos minutos para el pitazo final, se volvió a escapar el puntero Mauro: llegó hasta el banderín de la esquina y, en lugar de encarar hacia nuestro arco, se quedó esperando que lo alcanzara Barreiro. Nuestro defensa, ingenuo, se le tiró a los pies y el brasileño, vivo, hizo rebotar la pelota en su oponente para que saliera por la línea de fondo. ¡Lo queríamos matar! Sin darse cuenta, Barreiro había realizado un torpe despeje que equivalía casi a un gol en contra. En ese momento no se percató, pero cuando terminó el partido con una insólita victoria brasileña por cuatro córners a tres, el pobre muchacho de Newell’s se desmoronó. Salió de la cancha abrumado, con los ojos llenos de lágrimas y siguió llorando hasta que regresamos al hotel. Yo llegué al vestuario y me tiré sobre la camilla a digerir la rabia por el resultado y por no haber alcanzado con mi cabeza un centro que, en el último minuto, pudo haber cambiado la historia.

Al día siguiente, en el encuentro por el tercer puesto, tuve una ligera revancha: metí los dos goles de la victoria ante Royal Standard Liège. Los cuatro tantos conseguidos en solo tres partidos despertaron el interés de un supuesto empresario francés que me pidió que le firmara un poder para negociar mi traspaso al fútbol europeo. Según me aseguró este hombre, directivos de dos clubes, OGC Nice y Royal Standard Liège, le habían solicitado que iniciara las negociaciones, interesados por contratarme. Yo le respondí que hablara con mi viejo, que era el que manejaba esos asuntos. Semanas después de mi regreso, mi padre y yo fuimos de Córdoba al aeropuerto internacional de Ezeiza donde, según esta persona, había dos pasajes pagados a nuestros nombres para viajar a París a resolver mi pase. Al llegar al mostrador de Air France, un empleado nos aseguró que no había ninguna reserva a nuestro nombre. Tiempo después, mi viejo se cruzó a este hombre en un estadio. El tipo le pidió perdón de rodillas, temeroso de que mi papá le pusiera una mano encima por ese viaje en vano, de algo más de setecientos kilómetros, que nos hizo hacer de Córdoba a Ezeiza.

Por esos días, los diarios porteños informaron que el club Boca Juniors también estaba interesado en contratarme. Esta versión fue disipada por el propio presidente de la entidad de la ribera, Alberto Jacinto Armando. «En La Candela (el centro de entrenamiento «xeneize» de esa época) hay cien jugadores mejores que él», afirmó arrogante. El tiempo demostró que tuvo razón. ¿No?

Matador

Подняться наверх