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Prólogo

El lector extasiado

Los éxtasis de Teresa es un libro de recuerdos y es a la vez una obra ficticia. Pero no es novela, aunque la autora, Marisa Bou, se valga de ciertos recursos del género. No es un volumen nostálgico; tampoco es mera evocación. Yo lo veo, por el contrario, como una pesquisa interior, un examen de conciencia y a la postre como un escrutinio colectivo. Al igual que el caso de Teresa de Jesús, epifanía a la que tanto debemos quienes no creemos que creemos. Aquí, el ejemplo de la santa no es recurso ornamental; es referencia última. No hay camino de perfección cuyos obstáculos podamos saltar o evitar. Como a Teresa de Jesús una vida ordinaria se nos convierte en una lucha interior.

Los éxtasis... es una rememoración y es al mismo tiempo una invención. La autora no nos relata la historia de todos nosotros; tampoco la suya. Si fuera autobiografía, también sería parcial, pues no todo lo que se sabe puede ser contado. Lo mismo digo, pero al revés: no todo puede ser contado porque una parte de lo que se vive es pura fantasía que no se verbaliza y que pronto olvidamos. Además, Teresa no es la narradora. Quienes cuentan, quienes confiesan, son dos mujeres que se llaman Alicia y Teresa. La primera lleva la voz cantante. O eso cree..., porque no dice nada que no le haya precisado antes Teresa.

La conciencia última es de ésta, aunque la precisión y los detalles los leamos por mediación de Alicia. Como en una novela de William Faulkner, lo que se lee no es lo que se ha vivido, sino lo que alguien revela vicariamente para nosotros. O el recuerdo de lo que se recordó. Teresa es la protagonista de esta historia y sólo aparece de cuando en cuando como contrapunto: confirmando, matizando o desmintiendo lo que su amiga e interlocutora Alicia nos ha señalado.

Por su parte, Alicia es juiciosa y compasiva, quizá llena de escrúpulos. Se entrega, aunque tiene un punto de suficiencia: sabe que su amiga Teresa ha padecido mucho y por ello nos cuenta con benevolencia una vida que no es únicamente triste. Se relata con gran aspaviento y luego resulta que las cosas tienen matices. En cambio, Teresa sobrelleva una herida, un narcisismo dañado, por el que se queja, se queja... a pesar de ser una anciana feliz.

O no tan anciana, que ella se hace la viejecita para inspirarnos ternura. De entrada, Teresa no destaca por su simpatía o por su empatía. Tiene un punto arisco y soberbio que entrevemos en este relato. Pero podemos comprenderla. Ha padecido una vida de júbilo (esos hijos que son su tesoro) y de decepción y ruina: con ese señor llamado Gonzalo y apodado el Torero. Vamos, aquel que fue su marido.

¿Qué vamos a leer cuando abrimos esta obra? ¿Historia, memoria, ficción? La historia es una actividad intelectual, una averiguación, un esfuerzo analítico gracias al cual alguien selecciona un objeto del pasado estudiándolo con documentos, con los vestigios que quedan. ¿Cuando un historiador acude al archivo para consultar unas fuentes hace lo mismo que cuando un individuo recuerda? Radicalmente no.

En la memoria hay una parte consciente y voluntaria, sí: cuando nos valemos de lo aprendido para no tener que volver a experimentar hacemos también un esfuerzo deliberado. Pero en la memoria hay mucho de mecanismo emocional: en numerosas ocasiones se pone en marcha a partir de estímulos propiamente externos, justo cuando se activan recuerdos de experiencias propias o ajenas que forman parte de la identidad y que regresan al margen de nuestras voluntades. En el libro de Marisa Bou esto se aprecia con gran finura. La autora realiza una reconstrucción de verdades y ficciones, de recuerdos y de recuerdos de recuerdos.

Un sabor, un sonido, un roce, una canción, etcétera, nos despiertan, nos quitan el aturdimiento o la indiferencia: hechos que son pretéritos asociados a determinadas sensaciones vuelven ahora, de repente, con fuerza. Colocamos una nueva cuenta en el ábaco. Algo nos impresiona y ese choque sensible nos hace exhumar un acontecimiento pasado. Pero el recuerdo no es sólo el acontecimiento: son el hecho y su sentido, el significado que tiene para nosotros.

Recordamos un suceso personal y el dolor que nos ocasionó; o evocamos involuntariamente un episodio placentero y la impresión que ello nos dejó. Es a esta memoria azarosa a la que principalmente se refiere Marcel Proust en un célebre pasaje de Por el camino de Swan (Du côté de chez Swann, 1913), obra que cito en versión de Pedro Salinas. Exagerando el peso de la chiripa, el novelista francés dice:

“Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no le encontremos nunca”.

Sin duda, Proust subraya lo fortuito, lo casual, de la memoria: esa sensación que cualquier cosa externa nos puede provocar. Según ese punto de vista, las personas estamos enteramente expuestas a estímulos que nos emocionan, que nos trastornan y seríamos prácticamente peleles: individuos cuya principal función cognitiva –la de recordar– es producto de lo aleatorio, de las circunstancias que nos rodean y que no elegimos. No vivimos en un laboratorio en el que todo esté bajo control. Vivimos en espacios abiertos en donde la rutina es parte; la otra es el azar.

Uno hace esfuerzos de memoria y qué obtiene a cambio. Nada o poca cosa, dice Proust. Todo es más impredecible y es menos controlable de lo queremos aceptar. Desde luego, al novelista podríamos oponerle algo bien cierto. La inteligencia y la voluntad intervienen en lo que recordamos: las reglas mnemotécnicas, por ejemplo, nos permiten evocar datos siempre que queremos y con una utilidad instrumental.

Pero hay más. Las instituciones son agregados humanos que se basan en recuerdos compartidos. Las cosas prácticas de la vida ordinaria o funcional las recordamos así, conscientemente, y gracias a ello marcha el mundo: marcha gracias a que es previsible por el recuerdo consciente y cumplido; y marcha, en fin, gracias a los automatismos humanos.

Pero hay otra parte fundamental de la existencia que no depende de lo consciente. Tampoco de la voluntad. Es la memoria involuntaria, la memoria sensible, esa a la que se refiere Proust con obstinación. Mucho de lo que nos sucede se debe a los efectos de lo recordado azarosamente. Me refiero a ese episodio archiconocido que el novelista francés narró en las primeras páginas de su libro: la impresión que causa mojar una magdalena en el té. Concretamente, en ese pasaje, dice:

“…me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo…”

Hay muchas maneras de recordar. Voluntaria o involuntariamente. A partir de un bollo pueden desatarse la impresión y la conmoción. A partir de la chiripa pueden evocarse episodios enterrados: los episodios y su sentido. Marisa Bou no moja la magdalena en el té, pero su escritura evoca los perfiles personales y todo un mundo: el de su generación, aquellas personas que vivieron la juventud en los sesenta. Hay rasgos, hay huellas y hay restos irrepetibles, sucesos que sólo a Marisa Bou pertenecieron.

Yo he tenido la suerte de leer este libro en mantillas, cuando únicamente era un esbozo, un plan de evasión. O de recuperación. Ahora es un proyecto consumado, un libro en el que habla preferentemente Alicia y en el que aprendemos todos. Me felicito por haber alentado a estas tres personas: a Marisa, a Teresa y a Alicia. El resultado es un acierto. Conmueve, irrita, divierte, apena. Con esta obra, la vida de Teresa cobra dimensiones imprevistas. Hay intriga y hay descripción y hay una sabia descomposición del relato. Precisamente porque no es la existencia conforme sucede, sino su recuerdo o recuerdos de recuerdos, es por lo que la historia atrapa, capta.

Justo Serna

Los éxtasis de Teresa

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