Читать книгу Los éxtasis de Teresa - Marisa Bou - Страница 15
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Teresa nació de una madre soltera, en un tiempo en que no lo eran por elección sino por desengaño. No en una cama de hospital, sino en la suya propia, atendida por una matrona que guardó silencio sobre este hecho. Socialmente, las madres solteras no estaban bien vistas, por lo que los abuelos hicieron lo que tantos otros habían hecho antes: la inscribieron en el Registro Civil como hija suya. Aún hoy se pregunta, perpleja, cómo pudo su madre, tras la valentía de rechazar al inconsciente que podía haber salvado su situación, permitir que le quitaran los derechos sobre la hija que acababa de tener. Tardó muchos años en hacerle esa pregunta. Y la respuesta no fue, ni mucho menos, convincente.
Su primera infancia la recuerda feliz. Se sentía querida y la atendían con mucha solicitud. El problema llegó cuando la niña empezó a hacer preguntas, como cualquier niña sana y despierta. Pero las respuestas que recibía, en lugar de aclararle las cosas, se las complicaban más aún. Todo el vecindario conocía los hechos ocurridos, así que el engaño no podía ser completo. A sus abuelos los llamaba abuelos y a su madre… por su nombre de pila. ¿Cómo puede hacerse cargo de este jeroglífico familiar una niña de cuatro años? Al preguntar por su padre, recibió la respuesta más manida: el capitán que se hunde con su barco. ¿Pero por qué no había siquiera una fotografía, un recuerdo, una carta, un cepillo de dientes guardado con amor por una viuda tan joven? Cuando vio que no conseguía respuestas, dejó de preguntar. Casi de hablar. Hacía sus pesquisas en silencio, a escondidas, registrando cajones, armarios, arcones, como jugando.
En una ocasión encontró una cajita de nácar preciosa y al abrirla, se sorprendió de encontrar una maquinilla de afeitar, con un ingenioso sistema para cambiar las cuchillas. ¡Por fin tenía un recuerdo de su padre! No dijo nada a nadie y la guardó durante muchos años, hasta que comprendió que no había tal padre héroe, ni aquel era un recuerdo suyo.
Los domingos, cuando salía con el abuelo a dar un paseo por el puerto, donde él le enseñaba en qué consistía su trabajo y le mostraba los grandes barcos atracados junto a las grúas y los grandes montones de mercancías que esperaban a ser cargadas, intentaba sonsacarle algo: imposible; el abuelo sólo hablaba del puerto y de sus cosas, cortando las insistencias de la nieta con un escueto “cuando seas mayor lo entenderás”.
Teresa me contó que, cuando ella tenía once años, su madre se había casado con un andaluz, con el gracejo propio de su tierra pero con un carácter muy fuerte: el polo opuesto de aquella mujer frágil y apocada. Alquilaron un piso y dejaron a Teresa con los abuelos, afortunadamente para ella, que, aunque se llevaba bien con su madre, no hubiera sido capaz de dejar a los que eran para ella mucho más que unos padres. De ese matrimonio nació otra niña, a la que quiso mucho; pero nunca llegaron a ser verdaderas hermanas, pues sus diferencias no se basaban sólo en los trece años que las separaban, sino en el carácter totalmente opuesto. Tal vez por la carencia ─cabe suponer─ de influencia paterna de nuestra amiga, mientras que su medio hermana no la tuvo. Teresa llevaba a la pequeña a todas partes, como si de su propia hija se hubiera tratado. Pero el tiempo las distanció cada vez más. Nunca quiso contarme cuáles eran las verdaderas causas de su desavenencia. Tal vez ella tampoco las conoce. O no las comprende.