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La España feliz y próspera

Mi infancia transcurrió en un hogar humilde, en los años en los que todavía se recordaba la posguerra, pero ya adormecida por el férreo control que ejercía el Régimen sobre los medios de comunicación, a través de una prensa censurada y con el constante engaño de las imágenes del NO-DO, idílico escaparate, no sólo de cara al extranjero ─pretendían mostrar una España feliz y próspera─ sino también al propio pueblo, que conscientemente se dejaba engañar por aquello que el cine le mostraba, hasta el punto de felicitarse por vivir en un país envidiable y en paz.

Cierto es que los vencidos en la guerra no habían olvidado nada. Pero adquirieron, tal vez por el miedo que les atenazaba, la hoy incomprensible costumbre de no hablar a los niños de todo el horror que habían tenido que sufrir. Así pues, esta nueva generación, por lo general, creció en la más completa ignorancia. Su mundo era el que era, los niños son niños y no suelen ver más allá de lo que les enseñan. Hasta que llegaba la sospecha.

No había casa, por muy pobre que fuera, que no tuviera su aparato de radio conectado todo el día. Durante las pesadas y aburridas mañanas de trabajo, las mujeres mantenían su dignidad procurando tener su hogar perfectamente en orden y olvidaban sus penas oyendo las coplas de los artistas del momento: Antonio Molina, Juanito Valderrama, Antonio Machín, Concha Piquer, Juanita Reina, Lola Flores… canciones en las que las penas sólo eran de amor y las alegrías provenían de los más cristianos sentimientos. Los noticiarios daban cuenta de los pantanos que Franco inauguraba, de sus grandes gestas de caza y pesca, de las grandes fábricas y astilleros que se ponían en marcha para levantar el país y de la gran labor de los coros y danzas de la Sección Femenina que dirigía con mano de hierro Pilar Primo de Rivera para enseñar a las niñas a ser muy, muy femeninas a la par que sanas y fuertes, muy, muy sanas y fuertes para dar hijos a la nación. Las tardes ofrecían novelas por entregas, previstas para que, si había un ratito de ocio, ése se entretuviera en historias edificantes, a veces divertidas, sin dejar un espacio libre a la tendencia a las lecturas, muchas de ellas prohibidas, que pudieran proporcionar una formación más libre a las amas de casa. Nada había más temido para el Régimen que un hombre ilustrado, y no digamos ya una mujer lectora, instruida en otras cosas que no fueran las propias de su condición.

Cierto es que yo ─como tantas otras de mi generación─ era una niña imaginativa y curiosa: aunque cantaba a voz en cuello las coplas radiadas, mientras fregaba los suelos de rodillas, una parte de mi mente volaba hacia mundos diferentes. Había visto en el cine, por ejemplo, que las chicas americanas iban a la Universidad, participaban en los clubs de debates en condiciones de igualdad con los chicos, salían de excursión y se sacaban el carné de conducir a los dieciséis años. También los libros ─los pocos que llegaban a mis manos─ mostraban otras formas de vida. Vale decir: si existían otros modos de vivir, ¿por qué me estaban negados?

No pude descubrirlo entonces, rodeada como estaba del silencio culpable de mis mayores. Viví la vida que fue trazada para mi condicionado desarrollo social: estudié Bachillerato, pero no fui a la Universidad. Nunca conduje ni siquiera una bicicleta. Mis excursiones se limitaron a las que el colegio hacía ─nada más lejos que alguna población cercana─ y los días de Pascua Florida en los que iba al campo con los amigos del barrio, ocasión propicia para que algún beso inocente se colara en unos juegos aún tan tiernos. De ese mismo jardín de infancia me escogió mi Torero, con el que me casé ─como Dios manda─ después de siete largos años de relaciones y al que di cinco hijos como cinco soles, además de los mejores años de mi vida.

En la predemocracia, cuando los ánimos del país empezaron a caldearse, fue cuando empecé a darme cuenta de lo que me había sucedido. O más bien de lo que no me había sucedido. Me había perdido la efervescencia de aquellos años por mi alejamiento de la Universidad y por mi dedicación exclusiva a la familia. Ya en democracia, mi matrimonio, que había estado asentado sobre bases falsas, no buscadas, o tal vez inducidas por otros, acabó rompiéndose. Yo nunca había dejado de estudiar, de leer en la medida de lo posible. Y de ahí saqué la fuerza para seguir adelante, para vivir de modo diferente, para considerar mis sentimientos y mis deseos como lícitos y empezar a tomarlos en cuenta sin descuidar mis deberes para ser yo misma y no el producto de la época que me había correspondido vivir en contra de mis deseos. Y me preparé a conciencia para ello.

Durante toda mi vida había escrito, en cuadernos, en hojas sueltas, donde fuera, mis impresiones, mis decepciones, mis alegrías. Pero las rompía siempre, en trocitos bien pequeños, para que nadie pudiera saber lo que pensaba, por miedo a reproches y a situaciones equívocas. Sólo después de separarme empecé a guardar algún relato de los que escribía: la informática me ayudó a mantenerlos a buen recaudo. Algún día me decidiré a escribir.

Ahora, mi amiga Alicia quiere contaros mi vida. Allá ella. ¿Quién puede sacarla de su empeño? En nuestras largas tardes de conversaciones le conté cosas sobre mí. Tal vez demasiadas. Suelo ser muy callada pero, cuando rompo a hablar, no hay dios que me pare. Y Alicia, que me quiere mucho, siempre encuentra en mis relatos motivo para escribir. Eso sí, contará mi vida tal como ella la ve, lo que no garantiza que sea la verdad, o toda la verdad. Alicia es una persona dulce, cariñosa ─no entiendo cómo se le ocurrió hacerse policía─ mientras que yo soy más bien arisca, descreída y sarcástica. Su antítesis, vaya. Si yo también hubiera entrado en el Cuerpo, sería el poli malo y Alicia el poli bueno. Por eso yo no la escribiré nunca, mi vida, digo: no quiero herir a nadie, y si cuento toda la verdad, más de uno se sentirá lastimado. Aunque se lo merezcan. En fin. Veremos qué sale de todo esto.

Los éxtasis de Teresa

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