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Cómo llegué hasta aquí
MIS COMPAÑEROS DE EQUIPO ESTABAN DESPLEGADOS a lo largo de la piscina, listos para sacarme, por si me desmayaba bajo el agua. Pero yo estaba allí, de pie, relajado y respirando, preparándome para batir el récord militar de permanencia bajo el agua. Tenía que nadar más de 116 metros (algo más que un campo de fútbol) bajo el agua y con una única respiración. Cuatro meses antes no era capaz de hacer ni 25 metros.
En la piscina, y fuera de ella, todos estaban callados, esperando y mirándome pacientemente mientras el agua me llegaba al pecho. Yo tenía claro que no molaría, pero estaba decidido. Era la primera vez que estaba solo, sin mi equipo. Era surrealista. Mi ansiedad se había evaporado y ahora estaba tranquilo, atento y relajado. Sin pensarlo dos veces, inspiré por última vez, me sumergí y me impulsé con la pared.
Para estar en la tabla de récords, había que graduarse en uno de los cursos militares más duros. Con un 85% de abandono, evaluaciones semanales y un instructor dedicado a explotar tus debilidades, la graduación no estaba nada segura. De hecho, a mí ya se me había escapado una vez.
La primera vez que entré me dejé la piel para permanecer dentro durante 9 agotadoras semanas. Mentiría si dijera que nunca pensé en abandonar. Lo pensaba cada día, especialmente en la piscina y por las mañanas, cuando parecía que el descanso de toda la noche no hubieran sido más que cinco minutos de siesta. Empleaba mi precioso tiempo de fin de semana en aprender a nadar con aletas y hacer ejercicios subacuáticos. Finalmente, mi prueba de evaluación final consistió en correr 6 millas (9,6 km) en 42,5 minutos, 14 dominadas con brazos separados, 12 con brazos juntos, 65 flexiones, 70 abdominales, 4.000 m de nado con aletas en 80 minutos y 7 tortuosos ejercicios de confianza subacuática. El nado lo hice con escarpines y unas aletas de goma gruesa, que conseguían empujar a un hombre corpulento con uniforme y equipamiento a través del agua. Los brazos no se podían usar, ya que no resultaría táctico que un equipo nadara hacia la costa moviendo los brazos y salpicando agua a su paso. Todas las maniobras habían de hacerse con técnica perfecta. Un instructor evaluaba cada una de las repeticiones, y las que no fueran perfectas no contaban. Los instructores gritaban “¡no cuenta, no cuenta, no cuenta..., ésas no contaban..., estás redondeando la espalda..., no has subido del todo..., no has bajado del todo...!”.
El Sargento Pope contó mis abdominales el día de la evaluación final, y de todo el cuadro él era el más temido por su incomprensible modo de tratar a los soldados. “Lauren, ésas no han contado. Tienes las manos demasiado arriba de la cabeza”. Eso es lo que me dijo poco antes de suspenderme por 2 abdominales en los que no posicioné correctamente las manos. En eso se basó el suspenso. El último día de entrenamiento me enviaron de vuelta a la clase en la que estaba la primera semana. De 86 compañeros que tuve en un principio, se graduaron cuatro. Regresé a la residencia mientras mi equipo corría en formación y cantaba algo acerca de su último día. En ese momento consideré seriamente el desistir.
Pero en las últimas nueve semanas había aprendido algo que me ha sido de utilidad el resto de mi vida. Un equipo exitoso está compuesto de individuos capaces de ponerse a sí mismos a un lado. Nos entrenaban para dejar a un lado nuestro confort personal en aras de un objetivo común. Y ese entrenamiento es aplicable tanto a nivel de equipo como a nivel individual. El éxito se basa en ti, y sólo en ti, y hay que liberarse de cualquier cosa que interfiera con tu objetivo.
De modo que empecé otra vez de cero. Cada día nos cocíamos haciendo maniobras bajo el sol abrasador de San Antonio, aparte de los entrenamientos regulares establecidos que consistían en 60 minutos de carrera, 2 horas de técnicas de supervivencia, ejercicios subacuáticos y una hora de nado con aletas. Pero lo más duro siempre era levantarse por la mañana.
Hacíamos, de media, unas 500 flexiones en equipo durante el día, pero no nos importaba. Con el tiempo aprendimos a estar bien, una vez en caliente, independientemente del cansancio, la rigidez o el letargo que sintiéramos. Cada vez que entrábamos o salíamos del edificio teníamos que hacer 15 dominadas abiertas, 13 cerradas, 20 fondos o 20 flexiones chinas. En una ocasión tuvimos que hacer 1.000 flexiones de equipo sin levantarnos, excepto durante 5 minutos que nos concedieron para ir a la letrina. Fueron tres horas y media durante las cuales, como equipo, hacíamos 5 flexiones a un tiempo, con una pausa entre series que consistía en elevar el culo en el aire o doblar la cintura. 1.000 flexiones (+1 de trabajo en equipo) por haber llevado demasiada cinta en nuestros tubos de buceo.
Y a pesar de lo horrendas que eran estas sesiones, lo peor era siempre la piscina. En las primeras cuatro semanas, los soldados bromeaban y charlaban durante el trayecto hasta la piscina. En la semana 6, el autobús era como un sepulcro. No se escuchaba un alma. La piscina causó el mayor número de abandonos de este curso. Estaba permitido abandonar en cualquier momento. Si crees que esto no es para ti, simplemente di “lo dejo”. A mitad de cualquier ejercicio podías simplemente salir e irte a tomar pizza a tu habitación.
Íbamos a la piscina de lunes a viernes, y sólo había tres maneras en que los soldados podían salir de ella: completar satisfactoriamente la maniobra, abandonar o desmayarse en el intento, en cuyo caso te sacaban tan sólo el tiempo necesario para recobrar la conciencia y luego volvías a entrar para completar la tarea, abandonar o volver a desmayarte. Si la cagabas en una maniobra, significaba que la tendrías que volver a hacer, y cada vez resultaban más difíciles. Las más duras eran las de recuperación del equipamiento –bucear al fondo de la piscina, quitarte todo el equipo y colocarlo en exquisito orden sobre el fondo, y volvértelo a poner para ser inspeccionado– y las de atar cabos –teníamos que hacer 3 tipos de nudos diferentes a 3 metros de profundidad, manteníendonos a flote entre inmersiones. Aprendimos a comprometernos, mantenernos abajo y hacerlo a la primera, doliera lo que doliera. Se trataba de compromiso. La entrega llevaba al éxito.
Así es el INDOC: 9 semanas de aguantar por el equipo mientras 9 instructores intentan hacer que abandone el mayor número de personas posible. En mi segundo intento fuimos 12 los que llegamos al final, y aprobamos todos menos uno. Un compañero suspendió los 4.000 m con aletas. Volveríamos a la piscina una última vez para que pudiera hacer la recuperación. Había llegado mi hora.
Recuerdo estar sentado en el autobús, arrepintiéndome de haber hablado de batir el récord bajo agua. Sabía que mis compañeros no se olvidarían y efectivamente uno exclamó: “¡Así que vas a intentar batir el récord! ¿De veras vas a hacerlo?” Yo le hubiera partido la nariz, pero tragué saliva y dije: “Sí”. Estaba decidido, y él se rió de la paliza que me esperaba. Pero él tenía razón: había que dar el paso.
Mientras examinaban a mi compañero de nuevo durante 78 minutos, yo me senté en un lado de la piscina, respirando y relajándome. Me esperaba una hazaña desalentadora. No poder respirar provoca una incomodidad abrumadora, y yo sabía que, una vez comenzara, no iba a salir a la superficie hasta que mis compañeros me sacaran del agua, inconsciente. Me había decidido a batir un récord del carajo. Lo había fijado en 116 metros un nadador colegiado del 1C Switzer y 1,87 m de altura. Recuerdo que al entrar en el curso mencioné que, de todos los récords existentes, el subacuático era el más impresionante. Como aprendiz, cuando 25 m te parecen un mundo, 116 m son como una hazaña para dioses. Y ahí estaba yo, 4 meses después, finalizando mi segundo curso y listo para realizar el reto.
Con los pies sobre el bordillo, dije “¡Listo para entrar en el agua, Sargento!”
“Entre en el agua” respondió el instructor.
“¡Entrando en el agua, Sargento!”
Estuve junto a la piscina unos minutos más, respirando y relajándome mientras mis compañeros, listos para sacarme del agua cuando tocara, esperaban. Inhalé una última vez, me sumergí y me impulsé con la pared.
Estaba absolutamente solo. Después de dos meses trabajando siempre en equipo, ahora no veía ni oía a nadie, salvo a mí mismo. Estaba completamente concentrado en mi brazada y en relajar. Brazada, deslizar y relajar... Brazada, deslizar y relajar... hasta que finalmente mi cuerpo empezó a chillarme por no respirar. Pero el objetivo estaba marcado, y mi confort no se interpondría.
En la marca de los 50 m, justo cuando mi incomodidad empezaba a ser seria, tuve la tentación pasajera de ponerme de pie, salir y burlarme del intento, pero no podía hacerlo. Tu mente siempre busca un modo de salir cuando las cosas se ponen difíciles. Relajarte, mantener la técnica y presionar cuando el cuerpo te pide lo contrario es lo que pone a prueba tu resolución. Brazada, deslizar, relajar... Brazada, deslizar, relajar... La tensión, el pánico y la ansiedad te restan una enorme cantidad del preciado y escaso oxígeno. Tenía que mantenerme tranquilo, al menos hasta que lo peor hubiera pasado. Brazada, deslizar, relajar... Brazada, deslizar, relajar... La incomodidad acaba pasando, cuando el cerebro y otros tejidos corporales se agotan por hipoxia. A mí me pareció una eternidad hasta que llegué a ese punto, pero efectivamente las luces acabaron por hacerse tenues, dejé de percibir mi entorno, las cosas no eran tan duras, el túnel se iba estrechando y estrechando hasta que...
Me desperté al otro lado de la piscina, pálido y con los labios morados. “¿Lo he conseguido?” murmuré. No recordaba haber nadado la piscina entera, no haberme desmayado justo al alcanzar la pared. En ese momento había comenzado a hundirme y mis colegas habían saltado para sacarme. Empecé a respirar de nuevo. Acababa de establecer el nuevo récord –que, por cierto, aún mantengo– en 133 metros, tras nadar sumergido, con una sola inspiración, durante dos minutos y veintitrés segundos.
Noto tu dolor. Años más tarde me convertí en instructor.
ADMITIRÉ QUE MI PRIMERA INCURSIÓN EN EL FITNESS se debió a motivos exclusivamente estéticos. Tenía 13 años, y quería hacer algo para dejar de ser flacucho y tímido. Decidí transformar mi físico hasta que pudiera lucirlo con orgullo. Como no tenía forma de conseguir unas pesas, hacía flexiones y abdominales en mi habitación antes de la cena. Practiqué hasta que pude hacer 75 flexiones seguidas sin parar y 600 abdominales. Y después fui haciendo más. Me fortalecí en todos los aspectos, y gané confianza para todo. Incluso llegué a ganar torneos regionales de culturismo en el instituto.
Muchos años después, en el Curso de rescate y adoctrinamiento en control del combate, si no estábamos corriendo, o nadando, o aguantando la respiración, es que estábamos haciendo ejercicios de fuerza de alguna manera. Los entrenamientos eran de 5 a 6 de la tarde, de lunes a sábado. Transcurridas las nueve semanas de duración del curso, seguíamos ahí unos cuantos, menos del 15%. La alta tasa de abandono se debía en gran parte al sobreentrenamiento. La mentalidad de adiestramiento de aquel entonces era muy efectiva a la hora de derruir las limitaciones mentales de aquellos jóvenes, pero no era lo ideal para alcanzar un estado de fitness óptimo.
Una vez que fui parte del equipo, en el 22º escuadrón táctico, continué usando ejercicios de autocarga para mantenerme en forma y poder enfrentarme a las tareas aéreas, las búsquedas y rescates de combate, y las misiones de reconocimiento y vigilancia.
Cinco días antes del 11 de septiembre dejé a mi equipo para trabajar a tiempo completo como especialista en Entrenamiento Físico Militar. Mi responsabilidad sería preparar a los futuros soldados para cumplir adecuadamente con los inminentes despliegues hacia áreas con operaciones de combate directo.
Tras el 11 de septiembre, la demanda de soldados para Fuerzas Especiales subió en picado. Se necesitaban efectivos. Atrás quedaban las promociones en que sólo un 5-15% de los alumnos iniciales aprobarían. El cuadro estaba obligado a revisar sus métodos de entrenamiento. Hasta entonces funcionábamos a la antigua: cuanto más mejor, lleva a los candidatos al desierto, hazlos fuertes o deshazte de ellos. Cambiar a “menos es más” no fue tarea fácil, pero nos apremiaba la necesidad, y contábamos con el escenario perfecto para aprender rápidamente qué funcionaba y qué no. Yo recibía nuevos reclutas cada seis semanas, y la mayoría de ellos cuando llegaban eran blanditos y flojos. Pero al terminar el curso estaban seguros, magros y fuertes.
Conseguía mejores resultados en mucho menos tiempo, además de muchas menos lesiones, aplicando los principios de acondicionamiento y fuerza física más actuales de la ciencia deportiva. Probé con volúmenes e intensidades diferentes, día a día, semana a semana, e introduje tiempos de descanso y progresiones sensatas. Yo modernicé los programas de acondicionamiento físico, personalizándolos junto con la dieta para que se adecuaran a las necesidades del individuo en concreto, monitorizando después sus progresos.
De manera sorprendente, a pesar de las limitaciones de espacio, tiempo y equipamiento y de que cada vez había más gente en las clases, conseguí reducir la tasa de abandono un 40%. Y muchos de mis alumnos avanzaron hasta graduarse y conseguir codiciadas condecoraciones de las Fuerzas Especiales. Sencillamente, elaboré un sistema de entrenamiento superior a cualquier otro a la hora de generar cuerpos musculosos, magros y en forma de la manera más rápida posible. Y ahora lo estoy compartiendo contigo.
Incorpora los ejercicios y fundamentos que se explican en este libro y te pondrás más en forma y más fuerte de lo que hayas estado antes. Está literalmente en tus manos, a partir de ya.