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Desafíos globales

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Los grandes retos del siglo XXI que hemos reconocido hasta ahora se ubican a nivel global. En primer lugar, se trata de una competencia del sistema geopolítico en la que Estados Unidos, la Unión Europea y China en particular están luchando por la soberanía interpretativa de determinar qué objetivos sociales generales, es decir, qué valores morales deben guiar la interpretación de nuestras acciones. Se trata particularmente de la relación entre instituciones (agrupadas en el concepto del Estado), empresas, ciencia, tecnología y la autodeterminación individual. En este contexto, creo que es de agradecer que el disparo inicial para hacer frente a la pandemia en Europa haya conducido a una comprensión moral de las debilidades de las cadenas de producción globales y locales en nuestro comportamiento de consumo, porque los ciudadanos y las ciudadanas bajo las restricciones en su libertad no se someten a las leyes de protección contra infecciones sólo por miedo u obediencia a la autoridad, sino también por la idea de que es moralmente imperativo proteger la salud de los grupos de riesgo especialmente amenazados. Como resultado, al menos en Alemania, se notaron nuevas formas de solidaridad social general y un aumento de la confianza en la democracia. La sostenibilidad de este bienvenido impulso moral dependerá de cómo se distribuya la soberanía interpretativa en el orden poscoronial.

En segundo lugar, la actual crisis del coronavirus es sólo un presagio de una situación de crisis incomparablemente más peligrosa. Existe un consenso científico que se ha desarrollado durante décadas con muy buenos datos y estudios de que la crisis ecológica (cambio climático, extinción de especies, etcétera) representa una amenaza existencial real para los humanos. Ya ni siquiera está claro si este peligro aún puede evitarse, razón por la cual algunos especialistas en ética ambiental prefieren discutir posibles escenarios de extinción controlada en vez de su prevención (Jamieson 2014). La circunstancia de que los actores políticos hasta ahora ni siquiera hubieran implementado rudimentariamente medidas en temas ambientales que claramente sugiere el conocimiento científico, mientras que bien parecen hacerlo durante la crisis del coronavirus, se inscribirá en la competencia por la soberanía de la gestión de crisis, por lo que no es casualidad que los comentarios políticos sobre las medidas del coronavirus vayan de la mano con cuestiones de protección medioambiental, incluso con la declaración de un «New Green Deal» europeo.

En tercer lugar, las tecnologías de la información socialmente disruptivas (IA, redes sociales, teléfonos inteligentes, robots, etcétera) han penetrado desde hace mucho tiempo en nuestro entorno vital. El mundo de la vida está tecnologizado de una manera que incluso supera algunas de las distopías históricas del ser (seinsgeschichtliche) de Heidegger referentes al dominio de la imposición de la técnica moderna (Herrschaft des Gestells) (cf. Gabriel 2018). En términos concretos, esto significa que los gigantescos oligopolios tecnológicos, casi exclusivamente estadounidenses y chinos, hacen que sus usuarios produzcan enormes cantidades de datos, por los que se les compensa muy por debajo del valor económico de un salario mínimo aceptable. Al mismo tiempo, mediante sistemas de autoengaño (publicidad, fake news, burbujas de filtro, ciberataques para la formación de opiniones políticas, etcétera), estos oligopolios penetran profundamente en la capacidad de encontrar una imagen propia de las personas, y, por tanto, en el orden simbólico. De esta manera, la mayoría de los usuarios digitales se convierte en una especie de proletariado digital, situación que ni siquiera se compensa con el pago de impuestos adecuados a los estados nacionales, los cuales no se han defendido realmente hasta ahora (cfr., entre muchos otros, los escenarios de Webb 2019; para un ontología social crítica de las redes sociales cfr. Gabriel 2020a, 15-17).

Estos tres grupos de problemas están estrechamente vinculados a las asimetrías de distribución global, que ciertamente pueden describirse como sistemas de explotación que conducen a formas de desigualdad moralmente (y por lo tanto socialmente) inaceptables, las cuales no pueden ser superadas por los estadosnación por sí los. Las cadenas productivas son y seguirán siendo globales, pero hasta ahora se han basado puramente en la idea de valor agregado, lo que explica las cadenas productivas a veces absurdas y ecológicamente por completo insostenibles desde el punto de vista del consumidor, mismas que en la actualidad se encuentran parcialmente interrumpidas por la pandemia viral y así se hacen visibles.

Concluyo con una petición osada: para el futuro de lo que con suerte será un orden poscoronial moralmente progresista, todo depende de si logramos hacer que los déficits morales, algunos de los cuales se han hecho visibles como resultado de la superación de la crisis, sean superados de manera moralmente adecuada, es decir, fruto de una reflexión ética y filosófica. Para lograr esto primero debemos trabajar para evitar cualquier unilateralidad a nivel nacional. Porque tales andanzas solitarias nacionales no se basan en una moral superior y pierden ipso facto el objetivo de una gestión de crisis eficaz y sostenible, pues no se dirigen a los actores en su autodeterminación moral (su autonomía), la cual conecta a todas las personas entre sí.

Es por eso que abogo por una Nueva Ilustración en cuyo centro se encuentre una perentoria actualización de nuestra capacidad de encontrar una imagen propia en el espacio humano de la autonomía moralmente guiada. Por supuesto, concretamente esto requiere que diseñemos formatos de digitalización deseable y éticamente justificables, de los que estamos a millas de distancia, como atestiguan los llamados sin sentido por más digitalización en tiempos de e-meetings interminables. Mientras no controlemos éticamente la penetración de las tecnologías de la información socialmente disruptivas en el entorno de vida y, por lo tanto, revirtamos parcialmente sus efectos a través de la regulación y el comportamiento ilustrado del consumidor, sólo podremos observar con impotencia cómo se desmantela el concepto moral que asociamos con el título de democracia liberal. Cuanto más descontrolada es la digitalización por parte de los gigantes tecnológicos, se refleja de manera menos ética la autodeterminación del público formateada por los nuevos sistemas digitales. Entonces, lo que necesitamos es una teoría transdisciplinaria de la digitalización deseable, de la cual se puedan derivar las pautas para una ética de la era digital.

La realidad en crisis

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