Читать книгу Más allá de las cenizas - Marlyn Olsen Vistaunet - Страница 10
Capítulo 2 California, ¡aquí vamos!
ОглавлениеMamá rara vez me sacó la vista de encima en los meses posteriores a mi secuestro. No puedo decir que la culpe. Yo hubiera hecho lo mismo. Y parecía que la experiencia, incluyendo lo que fuera con que me drogaron, me había quitado el ánimo. Yacía inmóvil en el suelo o en el sofá. Luego de trabajar en la Misión cada día, mamá me masajeaba los brazos y las piernas, y preparaba comida especial para mí.
Tiempo después, la policía nos contó que la mujer de rostro dulce y el hombre desagradable eran dueños de una empresa de producción de ladrillos en Zapopan y, lo más importante, estaban a cargo de la banda de trata de niños en esa región. Aparentemente, el artículo del periódico los había atemorizado, y eso hizo que me tiraran en ese pozo y me dejaran allí para que muriera. Ellos desaparecieron repentinamente, y las autoridades nunca pudieron encontrarlos.
Mientras yo me recuperaba de mi estado letárgico, papá luchaba su propia batalla. En alguno de sus viajes había contraído disentería amebiana y no podía recuperarse. Él había estado enfermo muchas veces antes: había tenido malaria, fiebre de las aguas negras, y una vez, cuando dormía en el suelo, lo picó un escorpión de corteza y lo salvaron unos indios, que lo enterraron en el suelo para que el barro sacara el veneno letal. Con la ayuda de Dios, siempre había salido adelante.
Pero esta vez era diferente. La disentería no es divertida, pero en estos días no suele matar a las personas. Sin embargo, la ameba había ingresado al torrente sanguíneo de papá y había afectado sus órganos internos. Ahora, claramente, no podía mantener la carga laboral que había llevado en el pasado. Para mamá era difícil ver a su esposo luchar cada día para hacer su trabajo. Como no podía digerir bien su comida, se había vuelto delgado y pálido… un esqueleto del hombre que había sido. El proceso había estado avanzando por varios años, pero nunca había sido un hombre que se quejara o bajara los brazos cuando había trabajo que hacer. Pero ahora era evidente para todos, e incluso para él, que si quería sobrevivir debía descansar y recibir atención médica. Finalmente hizo un pedido de licencia a la Asociación General. Su médico hizo eco al pedido, y escribió: “Se necesitará un gran esfuerzo para reconstruir su vitalidad y nutrición. Podrá hacer algunos trabajos livianos, pero necesitará al menos un año de cuidados para lograr el resultado deseado”.
Entonces, un día papá recibió la carta que estaba esperando. ¡Su pedido había sido aprobado! De repente había mucha emoción en la casa; ¡nos estábamos mudando a los Estados Unidos!
–¿Qué es Estados Unidos? –quería saber yo.
–Es el lugar al que vamos –me dijeron–. Papá se recuperará allí, ¡y tú harás nuevos amigos!
Doña Triné se sentó en el suelo con Wanda y conmigo y nos ayudó a revisar todas nuestras muñecas y juguetes para decidir cuáles amábamos lo suficiente como para llevarlos con nosotras a los Estados Unidos, y cuáles regalaríamos. Empacamos los juguetes y la ropa que nos quedaba chica y llevamos todo a Dorcas para regalarlo a personas necesitadas.
Algunos hombres vinieron a casa y comenzaron a empacar cosas. No podíamos llevar mucho, porque estaríamos viviendo en un tráiler pequeño. Estábamos dejando la mayor parte de nuestros muebles para la familia que vendría en nuestro lugar. Pero yo estaba demasiado entusiasmada como para llorar por la pérdida de nuestras posesiones.
Finalmente llegó el día en que los siete fuimos hasta la estación ferroviaria: mamá, papá, la abuela Edith, la bisabuela María, y nosotros, los niños: Frank, Wanda y yo. Doña Triné y nuestra ama de llaves, Doña Goyita, nos abrazaron una y otra vez, mientras se enjugaban las lágrimas. Yo estaba triste de dejarlas, pero también saltaba de emoción. ¡Nunca antes había estado en un tren! Trepamos los altos escalones y papá encontró un lugar donde sentarnos. Inmediatamente reclamé un asiento al lado de la ventanilla. El vagón en que estábamos temblaba un poquito, y me dio un temblorcito hermoso. El silbato sonó, el tren comenzó a moverse lentamente, y a medida que nos alejábamos de la estación empezó a acelerar. Miré las colinas, los poblados y las montañas Sierra Madre, pico tras pico… los más altos desaparecían en la niebla azulada.
En las paradas, veíamos nativos vestidos con atuendos coloridos y con grandes canastas sobre la cabeza; insistían que compráramos comida o artesanías. La abuela Edith era muy buena negociando, y compró unos loritos y unas muñecas mexicanas para Frank, para Wanda y para mí. Por supuesto, papá dijo que podíamos quedarnos con ellos; les encontraríamos algún lugar en nuestra apretada nueva vivienda.