Читать книгу Más allá de las cenizas - Marlyn Olsen Vistaunet - Страница 12

Una casa nueva

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Se estaba haciendo evidente que necesitábamos un lugar más grande donde vivir. Una vivienda que apenas funcionaba con tres niños se hacía imposible con cuatro. En un tráiler diminuto ¡el lugar se ensuciaba rapidísimo! En poco tiempo se desordenaba, y el piso se volvía demasiado sucio para la pequeña Millie, que estaba gateando por todas partes. Por supuesto, en unos pocos minutos se podía ordenar, barrer y trapear; pero un par de horas después había que hacerlo todo de nuevo. Y con las cosas tan apretujadas, especialmente cuando llovía, no era extraño que alguien le pisara una manito a Millie, o se tropezara con ella, y ella gritara.

Todos comenzamos a orar por una casa más grande, y papá comenzó a buscar una propiedad apropiada para comprar. Apropiada implicaba que estuviera cerca del trabajo y la escuela, y que no fuera cara. Recibimos una respuesta a nuestras oraciones cuando un lote se puso a la venta a solo un kilómetro y medio de la escuela a la que asistían Frank y Wanda (y con el tiempo, yo), de la residencia para ancianos y del sanatorio donde trabajaban mamá y papá. ¿Y lo mejor? Papá pudo negociar el precio hasta setecientos dólares. ¡Incluso en ese tiempo era un precio increíble! Ahora, todo lo que necesitábamos era una casa para la propiedad. Unos meses después, papá encontró un anuncio en el periódico sobre casas del ejército a la venta. Eran bastante básicas, pero con un carpintero habilidoso y una talentosa decoradora de interiores en la familia, ese no sería un problema. Así que papá seleccionó una casa y la compró.

Recuerdo estar parada sobre un montículo con Wanda y Frank, a una distancia prudencial del lote, mirando cómo salían volando rocas y tierra en todas direcciones cuando la dinamita explotaba para formar un hueco rectangular para el sótano. Cuando el sótano estuvo terminado, llevaron la casa hasta nuestra propiedad, y la asentaron sobre el sótano. Entonces, se instaló un baño externo temporal y se levantó una gran carpa, y todos nos mudamos a la carpa para estar cerca de la casa.

Mamá y papá trabajaban en la casa varias horas por día. Papá construyó dos dormitorios en nuestro nuevo sótano: uno grande para las tres niñas, y uno más pequeño para Frank. Arriba, tiró abajo varias paredes y construyó nuevas para crear una nueva cocina, una sala de estar, un dormitorio para él y mamá, y un baño para todos. Mamá pintó todo, con un poco de ayuda de Frank, y eligió los pisos, que papá instaló. Luego, mamá hizo cortinas y eligió hermosos (a mis ojos, al menos) muebles de segunda mano. Antes de que empezaran las lluvias de invierno, nuestra nueva casa estaba lista para ser un hogar. Un día muy feliz abandonamos la carpa y nos mudamos a la casa. Luego de vivir todos apretujados por casi un año y medio, nuestro nuevo hogar parecía increíblemente espacioso.

Pasó el tiempo, y llegó el momento de que yo empezara el primer grado en la escuela. ¡Cuánto amaba la escuela! La Sra. Fuller fue mi maestra de primer grado en el instituto San Diego, una escuela/iglesia en National City. Me encantaban las historias, colorear, cortar y pegar; ¡pero lo mejor de todo era que estaba aprendiendo a leer! Vivíamos a un kilómetros y medio del instituto, y Frank, que ya estaba en sexto grado, nos llevaba a Wanda y a mí en bicicleta ida y vuelta. Nos llevaba de a una, una cuadra por vez; dejaba a la que había llevado y volvía a buscar a la otra, hasta que llegábamos a salvo a la escuela.

Un día, después de terminadas las clases, cuando yo todavía estaba en primer grado, fui corriendo detrás de Wanda, como un metro y medio detrás de ella, para cruzar la calle. Mamá estaba del otro lado de la calle, caminando hacia nosotras para encontrarnos y volver a casa. Siguiendo a Wanda, corrí detrás de un autobús escolar que estaba estacionado. Un vehículo venía desde la dirección contraria y la conductora no podía verme, ni yo a ella, a causa del autobús. Me choqué de lleno contra el costado del auto que pasaba y terminé de espaldas sobre el pavimento. Abrí mis ojos a tiempo para ver el rostro horrorizado de la mujer que conducía el auto, y el grito desesperado de mamá. Mamá me contó después que cuando me vio corriendo hacia la calle, oró, gritó y se cubrió los ojos todo al mismo tiempo. Cuando abrió los ojos y me vio tirada en el pavimento, pensó que seguro me habían atropellado. Una vez más vimos que Dios me había estado protegiendo.

“Vacía tu corazón delante del Señor, déjalo que corra como el agua; dirige a él tus manos suplicantes y ruega por la vida de tus niños” (Lam. 2:19, DHH).

Más allá de las cenizas

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