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Prefacio “Amor que no me dejarás”

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Hielo en la carretera. “¡Un ángel tiene que detener este vehículo!”, grité mientras el vehículo se deslizaba cuesta abajo en una carretera zigzagueante de montaña. El vehículo se detuvo justo al borde de un precipicio. Del lado del acompañante, mi hija Lori dio un grito ahogado al ver la empinada caída del helado precipicio. La letra del himno en la radio, “Amor que no me dejarás”, penetraba en nuestros corazones palpitantes. Silenciosamente, inclinamos la cabeza en agradecimiento por el cuidado de Dios.

¿No es así la vida? A menudo nos encontramos al borde de un precipicio: peligro, enfermedad, muerte, conflicto, fracaso, tristeza, injusticia, y más. Como cristianos, tenemos el ADN espiritual del Dios Todopoderoso, del Autor y Consumador de nuestra fe. Aferrarnos a su amor en momentos de dificultades es la clave para conocerlo y amarlo.

El salmista David escribió la colección más increíble de canciones y oraciones. En esas oraciones, compartió libremente sus emociones con Dios: amor, gozo, adoración, exuberancia, compasión, ira, fracaso, duelo, angustia, depresión, terror… emociones con las que me puedo identificar. Fue en momentos como esos que comencé a entregarle a Dios los sentimientos más sinceros de mi corazón. Y milagrosamente entraba a la presencia del Dios amante y misericordioso, mucho más allá de mis expectativas.

Todos tenemos diferentes huellas dactilares. Venimos de diversos trasfondos, y cada uno es único y especial. Dios conoce y respeta lo que nos hace únicos. Es tolerante ante nuestras limitaciones. Cuando era más joven tendía a pensar que las dificultades, las presiones y los desastres que había experimentado eran intrusiones injustas a lo que debería haber sido mío por defecto: un lindo paquete de amor y existencia idealista de parte de un Dios que dice que me ama. A veces me sentía incómoda y fuera de lugar, como si no fuera suficientemente buena para acercarme a Dios hasta que probara ser una persona decente; pero no podía hacerlo por mí misma. Quizá tú has tenido momentos similares en tu vida.

En este libro, compartiré los primeros treinta y dos años de mi vida; historias que revelan una presencia divina que me guio a la fe que hoy tengo. Aunque algunas historias pueden parecer inverosímiles, todas son ciertas.

Cuando llegues al final del libro, no llegarás al fin de mi historia. En realidad, esos primeros treinta y dos años preparan el terreno para el resto de mi vida. Al seguir mi caminar, no importa en qué etapa de la vida te encuentres, deseo que reflexiones y te maravilles por la manera milagrosa en que Dios está entretejiendo un hilo de amor en tu propia vida. Con Dios, tu historia y mi historia terminarán en triunfo.

Es mi oración que este libro sirva de inspiración para que entres en la presencia de un Dios amante y misericordioso que convertirá tus cenizas en belleza, con un amor que no te dejará. Antes de que des vuelta la página, debo contarte sobre el mundo en el que nací. Sí, tuve la bendición de tener personas increíbles en mi vida; una madre y un padre con un diario espiritual que podría titularse “Valientes aventureros pioneros de Dios”.

Mi padre, Monrad E. Olsen, un inmigrante de Noruega, creció en una granja. De jovencito, cuando no estaba arreando ovejas, enlazaba y entrenaba caballos salvajes. Más adelante llegó a ser conocido como un campeón de rodeo que montaba caballos y enlazaba novillos salvajes para ganar suficiente dinero para sostener a su familia de ocho hijos. La mano de Dios estaba con papá todo el tiempo. Su espíritu aventurero y su deseo de trabajar para el Señor lo guiaron a renunciar a su plan de ser abogado y dedicarse a lo que Dios tenía en mente para él: ser misionero en México, donde sirvió fielmente al Señor por diecinueve años. Sus años como vaquero lo habían preparado para viajar por senderos que a menudo requerían que montara a caballo sobre terreno montañoso, a veces por tres días completos, hasta llegar a un poblado. A la noche, dormía en el suelo.

Llegó a México como colportor, en 1929, y a principios de 1932 fue empleado por el Comité de Unión como secretario de campo para la Misión del Golfo. Allí entra en escena mi madre. Años antes, mi padre había soñado con una hermosa joven con un vestido rosado, que le sonreía. Se despertó de ese sueño con la fuerte impresión de que esta era la mujer con la que Dios quería que se casara. Papá no olvidó ese sueño; siempre tenía latente aquel pensamiento y esperaba el día en que conocería a la mujer de sus sueños.

Mi madre, Ana María (Anita), era la única hija de Juan Alba y Edith Vega Alba. Descendientes del duque de Alba en España, un aristócrata en su época, la familia de su padre había emigrado a México en el siglo XVIII. Juan Alba, como senador estatal, a menudo viajaba con el presidente de México como su piloto personal y consejero. Edith Alba era dueña de una exitosa tienda de ropa, y la familia vivía cómodamente. Cuando mi madre tenía diez años, México fue tomado por el comunismo y, tristemente, mi abuelo fue capturado y desapareció de sus vidas. Cuando mi abuela Edith y mi mamá abandonaron el catolicismo y se unieron a la Iglesia Adventista, renunciaron a su vida de riqueza para ser colportoras itinerantes. Con dos perros y dos loros, viajaban en burro de pueblo en pueblo vendiendo libros y dando estudios bíblicos.

Por siete años consecutivos, la abuela Edith fue campeona colportora en todo México. Cuando papá, ahora director de colportaje de la Misión del Golfo, escuchó sobre el éxito de Edith, viajó a Torreón, donde ella vivía con mamá, para pedirle que lo ayudara a capacitar a los colportores. Pero cuando tocó la puerta de la casa, la vio… la mujer de sus sueños: una hermosa mujer en un vestido rosado, que le sonreía. Fue amor a primera vista, y así comenzó la relación. Se casaron seis meses después, en una casa en Saltillo. Juntos servían al Señor.

En Guadalajara les nació un hijo, Franklin; y luego una hija, Wanda. Cuando a papá le asignaron un nuevo trabajo en Mérida, Yucatán, la familia se mudó. Se formó una nueva Misión con papá como presidente. Cuando vivían allí, nací yo. Un año después, transfirieron a nuestra familia de nuevo a Guadalajara, donde papá trabajó como presidente de la Misión. Mientras él estaba de viaje, mamá tuvo que afrontar una traumática dificultad sola… y allí es donde comienza la primera historia.

Marlyn Olsen Vistaunet

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