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Capítulo 2. Confianza y Caballos

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“El jinete no puede dominar al caballo, si no se domina a sí mismo”. Von Oeyhausen

Yo empecé tarde a montar. Aunque me había subido a unos cuantos caballos y tengo dos burras con las que he trotado durante años por la montaña, mi primera clase de equitación de verdad la di con casi cuarenta años. Tenía a mi favor un cierto sentido del equilibrio, no tenía miedo y, sobre todo, me encantaba hacerlo. Pero no todo fue fácil. Mis hijas, a la sazón jinetes bastante decentes, se burlaban de mi estilo y de mis errores. También me caí unas cuantas veces y andaba siempre con agujetas, rozaduras y contracturas varias.

A pesar de todo, me enganché incondicionalmente a los caballos; no en vano la fascinación que estos animales pueden llegar a ejercer sobre nosotros es la razón por la que parece que a la droga se le llama “caballo”. En estos animales encontré algo altamente adictivo: un vehículo muy especial para pensar y aprender sobre mí y sobre los demás.

Lo primero que aprendí es que ser un buen jinete supone bastante esfuerzo. Es un deporte técnico que requiere tomar clases en las que te enseñan cosas como avanzar al paso, al trote y al galope, parar el caballo (esto es bastante importante), llevar las riendas o sentarte correctamente en la silla.

El aprendizaje es arduo y, a veces, rutinario. Por otro lado, muchos de los caballos que a uno le dejan montar al principio en un centro hípico son a menudo perezosos y resabiados, y la mayoría hace tiempo ha olvidado lo que es el contacto de una mano suave y una señal sutil. Bastantes de estos pobres animales sólo se mueven después de acciones insistentes y bruscas con las piernas o la fusta. Esto descorazona bastante a quien busca en esta práctica algo de elegancia o tiene sensibilidad hacia los animales. Tampoco es, ni mucho menos, una afición barata.

Personalmente, ninguna de esas dificultades me importaba. Sólo una vez estuve a punto de abandonar, después de un susto serio con mi hija de ocho años que se cayó de un poni al galope. Afortunadamente el incidente no pasó de una noche en la UCI, de una amnesia transitoria (aunque no le deseo la experiencia al peor de mis enemigos) y de un traumatismo craneal leve que nos llevó a la consulta de un neurólogo, (un sitio, por cierto, fascinante, lleno de cabezas de cerámica con secciones cerebrales repletas de numeritos). Después de un montón de pruebas y de confirmarme que todo iba bien, el Dr. Castro me recomendó visitar una tienda de equitación cercana a su consulta. Sorprendida, le comenté que estaba planteándome dejarlo. A lo que él me espetó: “Hay que superar los miedos”.[4] Una frase definitiva. Muchas veces, montada sobre mi caballo, me acuerdo de él y le agradezco haber dicho las palabras oportunas en el momento adecuado.

Esta anécdota me puso a pensar sobre el valor de la confianza y sobre lo fácil que puede ser restablecerla (o perderla) cuando se tambalea.

“Aprender es descubrir que algo es posible”

J. Krishnamurti

Después de este percance, seguimos adelante. Pero fue cuando tuve mis propios caballos cuando caí en la cuenta de lo más importante. Una revelación que cambió totalmente el enfoque que le estaba dando a todo este asunto.

Es algo muy simple. Se trata, por encima de todo, de querer entender cómo piensa y qué siente tu caballo. Desde esta actitud, trabajar con él se convierte en algo muy diferente. Consiste en comprender que, si consigues que tu caballo confíe en ti y se sienta seguro, hará por ti lo que sea.[5]

A partir de este punto, el trabajo esencial deja de ser mecánico y se convierte en un mucho más interesante desafío psicológico: Cómo conseguir que tu caballo confíe totalmente en ti y se entregue al trabajo sin miedo ni condiciones. El éxito no reside, por lo tanto, en trabajar los abductores, sino en ser capaz de desarrollar la confianza suficiente para anular la aprensión natural del animal y, de este modo, conseguir que trabaje contento. Por otra parte, no trabajar para crear un entorno seguro puede ser muy peligroso cuando se monta un caballo.

Este enfoque para la creación de entornos de confianza me pareció muy interesante porque puede trasladarse inmediatamente al ámbito de la empresa: Pensar que si consigues que tus clientes y tus empleados confíen en tu empresa y se sientan seguros, harán por ti lo que sea, puede ser una proposición muy poderosa. Una empresa que se enfoque en promover confianza, generará entornos en los que las personas se comprometerán a fondo en el desempeño de sus responsabilidades. Por otro lado, una marca “de confianza” conseguirá que sus clientes la sigan y lleguen, incluso a convertirse en fans y a realizar un “apostolado” activo, una labor promocional y comercial mil veces más eficaz que la del mejor presupuesto de marketing convencional.

“Uno aprende usando el conocimiento en situaciones donde uno está motivado y tiene interés en aprender”

Russell L. Ackoff

La pregunta fundamental para conducir caballos u organizaciones de personas es, entonces: ¿Cómo generar y mantener esa confianza tan importante?

Mi caballo me dio la respuesta. Le llamé Merlín porque es blanco (técnicamente es tordo), bastante alto de cruz y madurito. Me lo quedé porque parecía muy bien domado y bastante “tuneado”, capaz de realizar pasos y ejercicios poco habituales para un caballo de sus características. Realmente parecía un “caballo de autoescuela” (lo que dijo Adín, mi profesor de equitación, cuando me aconsejó que lo comprara.)

Pero cuando empecé a conocerle mejor, me di cuenta de que Merlín tenía un carácter muy independiente, algo huraño y bastante serio. Su mirada estaba perdida y me costaba trabajo captar su atención. A la hora de la comida era tremendamente impaciente. En el prado permanecía alejado del resto de la manada. Parecía traumatizado (algo, por otro lado, lamentablemente bastante frecuente para un caballo). Vi que su actitud dócil no era voluntaria sino resignada. Me propuse cambiar las cosas y conseguir que mi caballo se lo pasara conmigo tan bien como me lo pasaba yo con él.

Por otro lado, resultó no ser un caballo tan fácil de montar. En la pista se comportaba correctamente, pero cuando salíamos al campo salía a relucir lo peor de sus tres sangres (inglesa, española y árabe) y vivíamos momentos muy “emocionantes”. Me costaba mucho salir de paseo y alejarle de las cuadras y en pleno campo resultaba terriblemente imprevisible. Me lo puso difícil y pasé bastante miedo con él en varias ocasiones. Pero no me di por vendida. Al contrario, estaba “picada” y quería hacerme con el control de la situación. En mi caballo intuí una oportunidad extraordinaria de aprender muchas cosas.

Adín, mi profesor de equitación (un jinete extraordinario y una rara avis pues compartimos una sensibilidad poco frecuente por los animales) puso en marcha un plan de reeducación.

Pero yo sabía que el caballo era sólo una parte del problema. La otra parte era yo misma y estaba por ver si yo sería capaz de gestionar las dificultades de nuestra relación.

“El éxito radica en hacer lo que Ud. considera correcto, no lo que otros consideran grandioso”

John Henry Gray

Me puse un plan. Primero me dediqué a leer todos los libros que pude sobre equitación y comportamiento de caballos. Me empleé a fondo y fui haciendo las cosas mejor. Poco a poco empecé a dirigir a Merlín de una forma más firme. Me convencí de que podía hacerlo y de que él necesitaba que yo lo hiciera (en esto me recordaba bastante a lo que significa educar a un niño). Eliminé todas las opciones que no conducían al objetivo: si teníamos que ir por un camino, iríamos; si teníamos que avanzar, avanzaríamos, etc.

En segundo lugar, me hice con otros libros alternativos sobre caballos: textos sobre doma natural, psicología y lenguaje equino. Ya no estaba buscando qué hacen o qué se supone que deben hacer los caballos, sino por qué hacen lo que hacen. Quería sinceramente entender cómo se sentía Merlín en cada momento. Cambié totalmente el chip.

En tercer lugar, y a medida que iba cogiendo confianza, empecé a experimentar: por ejemplo, opté por desmontar (algo que, teóricamente, no debe hacerse bajo ningún concepto) cuando creía que el caballo merecía comprensión si se negaba a avanzar ante algo que le parecía realmente amenazador, como una roca nueva en el camino o una furgoneta aparcada; me esforcé en romper la rutina: entrábamos y salíamos de la pista por distinta puerta, le daba de comer el último o el primero según el día, hacíamos ejercicios distintos. Quería estimularle y sacarle de su actitud resignada y apática. Procuré que él siempre disfrutara en nuestros paseos haciéndole pequeñas concesiones en cada ocasión.

Por último, me enfoqué en trabajar la comunicación entre nosotros. Empecé a escucharle y sobre todo, a hacerle ver que trataba de entenderle. Al abrirle la cuadra me di cuenta de que le encantaba que le soltara para revolcarse en la arena. Empecé a dejarle hacerlo a veces si me lo pedía. Pronto me empezó a sorprender todo lo que él me decía, sin hablar ni apenas moverse, y que yo era capaz de comprender. Por ejemplo, con un levísimo movimiento de cabeza, me indicaba la dirección del prado. Entonces yo le permitía que corriera libremente y luego le cogía para montarle. Nunca se resistía y venía contento a trabajar.

Empecé a alegrarme enormemente de que me hubiese tocado un caballo “difícil”.

Mientras tanto, Adín hizo un gran trabajo con él: consiguió hacerlo más flexible, que descontrajera la boca y que mejorara sus aires, sus transiciones y su comportamiento. También hizo un buen trabajo conmigo como jinete. Empezamos a notar resultados.

Pero el éxito de la reeducación de mi caballo se produjo principalmente porque seguí mi convicción y mi determinación de querer hacerlo. En ningún momento me di por vencida. Tuve “saboteadores” que, sensatamente, me alentaban a abandonar y a cambiar de caballo. Pero me empeñé en continuar trabajando con él (probablemente debido a mi terca sangre aragonesa) y, sobre todo, porque realmente quería a Merlín y estaba totalmente decidida a conseguirlo.

Merlín hoy es un caballo maravilloso. No sólo es fiable y equilibrado cuando se le monta, sino que le ha cambiado el carácter, es afable y cariñoso, y se ha integrado en la manada. Está siempre dispuesto a trabajar, y su mirada es suave y afectuosa. Está tranquilo esperando su turno para comer y sube y baja de los remolques con toda facilidad. Básicamente creo que nos hemos quitado el miedo el uno del otro. Ahora él confía en mí y yo en él y hemos conseguido un equilibrio bastante estable y satisfactorio para ambos. Es tan bueno y fácil de montar que ya estoy trabajando en nuevos “retos”: mi yegua Arwen (jubilada de las carreras del hipódromo) y las dos potras españolas Eowyn y Galadriel. Pero esa es otra historia.

Este proceso de aprendizaje me ha proporcionado mucho más que un buen caballo y una mayor confianza como jinete. Me ha dado un gran conocimiento sobre mí misma. Mucho más que a montar mejor, he aprendido a pensar de otra manera cuando algo va mal. Ahora siempre busco la fuente del problema en mí y nunca en el caballo. He agudizado mi sensibilidad y he incrementado mi capacidad de comprensión respecto a cómo se siente Merlín y cómo interpreta el mundo y sus amenazas. Antes, cuando miraba un caballo, sólo veía su forma de comportarse. Ahora intento entender qué le pasa. Mi objetivo cuando estoy con él es encontrar su bienestar y de esta manera consigo alcanzar el mío.

Mi caballo me enseña, cada día, algo muy poderoso sobre la confianza:

 Que no hay confianza si hay miedo,

 Que el miedo, a veces, es lo único que nos impide avanzar y alcanzar resultados,

 Que el miedo sólo existe en nosotros y que se puede dominar totalmente con la voluntad, la concentración y la relajación,

 Que sólo desde la confianza en uno mismo se puede conseguir la confianza de otros,

 Que la confianza verdadera sólo se consigue cuando uno se entrega sin condiciones al trabajo y a los demás,

 Que sin confianza absoluta y mutua no se puede construir una relación sólida,

 Que, desde la confianza, podemos ayudarnos mutuamente a encontrar alguna manera para mejorar nuestra relación y nuestra obligación es siempre buscar ese camino hasta conseguirlo,

 Que la confianza no se consigue de un día para otro; es un proceso de aprecio y reconocimiento mutuos y requiere pasos constantes y seguros en la dirección adecuada.

“Yo no enseño a dirigir personas en el trabajo. Sobre todo enseño a dominarse a uno mismo”

Peter F. Drucker

Lo más interesante es que todas estas consideraciones son válidas y aplicables a las relaciones entre personas. Cada relación difícil puede enfrentarse como un caballo difícil y la mayor parte del trabajo está en nosotros mismos.

La construcción y el mantenimiento de la confianza con caballos y personas depende de cuatro elementos fundamentales:

Gráfico 1. Los cuatro elementos que construyen y mantienen la confianza


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