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Capítulo 4 El huracán Carla arrasa Texas

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Galveston, Texas, 28 de agosto de 1961 — Con una velocidad del viento que alcanza los 280 kilómetros por hora, el huracán Carla es uno de los ocho peores que se han registrado en la costa de Texas desde 1875. Hombres, mujeres y niños han huido antes de la llegada de la tormenta en una evacuación masiva, uno de los mayores éxodos desde el impacto del meteoro en 1952.

Esto nos sirve como recordatorio de que, aunque el ser humano llegue a Marte, todavía quedan fuerzas naturales en la Tierra que no comprendemos ni somos capaces de prevenir ni de controlar. Un huracán libera al menos diez veces más energía por segundo que la que el meteoro liberó sobre Washington D. C. En otras palabras, durante su recorrido llega a liberar la misma energía que diez millones de bombas atómicas. Este hecho impresionante debería servir para que nos mostremos humildes frente a la naturaleza.

Respondí a Clemons con un firme «lo pensaré» y salí de la sala de conferencias. Atravesé el pasillo, bajé las escaleras y fui directa al ala de ingenieros, al despacho de Nathaniel. Alzó la vista de los planos en los que trabajaba con una sonrisa.

La dejó caer junto al lápiz.

—¿Qué ocurre?

«37, 41, 43…». Cerré la puerta despacio. «47, 53, 59…». Igual de despacio, cogí aire y junté las manos con decoro, como mi padre me había enseñado.

—Clemons me ha pedido que vaya a Marte.

—¿Qué?

—Ha mencionado problemas de financiación. —Me sentía a varios metros de mi cuerpo, como si lo viera a través de un túnel—. Nicole también lo comentó en la Luna.

—Sí. —Nathaniel arrastró una silla con ruedas desgastada y me pidió por señas que me sentara junto a su mesa—. El presidente Denley no ha hecho todavía ninguna declaración pública, pero, según Clemons, está considerando desmontar el programa espacial, a pesar de los acuerdos con la ONU.

Me hundí en la silla de cuero, que crujió bajo mi peso.

—Eso sería… Clemons me dijo que quería que fuera «la cara de la CAI» y ponerme al frente de la opinión pública. —Me miré las manos, apretadas por la ansiedad—. Incluso admitió haberse equivocado al excluir a las mujeres del programa espacial y que yo tenía razón en que nos necesitaba para demostrar que el espacio era seguro.

Nathaniel silbó.

—No sabía que las cosas fueran tan mal.

—He pensado lo mismo.

Se inclinó y abrió el cajón del escritorio. Dentro había un águila que había empezado a hacer con tarjetas perforadas la última vez que estuve en casa. Se agachó para sacarla, así que no le vi la cara cuando me preguntó:

—¿Quieres ir?

—No lo sé. —Detrás de Nathaniel había un ventilador en una esquina de la mesa que oscilaba de un lado a otro para enfriar la habitación—. O sea, es Marte. Pero son tres años.

—Mínimo. —Dispuso el águila, mis tijeras de coser de latón y un cuenco de pegamento en una fila delante de mí—. Si solo fueran tres meses, ¿querrías ir?

—Sí. Por supuesto.

Me miró.

—¿Y si fueran tres años, pero yo no estuviera en la ecuación?

Inhalé despacio y exhalé.

—Sí. Probablemente. No lo sé. Me perdería la graduación de Tommy. Y el centésimo cumpleaños de la tía Esther. —Necesitaba hacer algo con las manos o me las destrozaría. Sin duda, por eso Nathaniel había sacado el águila del cajón. Busqué una tarjeta usada en la basura. Se sacudió un poco cuando la saqué—. Clemons quiere que yo esté al frente.

—Lo que implicaría cientos de ruedas de prensa. —Hizo una mueca, consciente de mis… peculiaridades.

—Exacto. Además, me costaría mucho alcanzar al resto del equipo. Llevan catorce meses preparándose.

Solo considerarlo ya era una locura, pero el mismo anhelo que me empujó a entrar en el programa espacial daba volteretas en mi corazón como un niño de cinco años en el circo. Podría ir, ver, explorar, volar bajo un cielo diferente.

—¿Tú irías?

—Sí. Si pudiera hacer todo esto desde el espacio. —Señaló la mesa con la mano. Los papeles se apilaban en ángulos desordenados que representaban el interior de su mente en mitad de un proyecto. Había un modelo de una de las segundas naves de la expedición a Marte en una esquina—. Pero todavía no estoy listo para irme.

—No es una mudanza permanente.

—Y quiero esperar hasta que lo sea. —Se inclinó de nuevo y entrecerró los ojos azules—. Es la diferencia entre nosotros. Para mí, un viaje de ida y vuelta serían tres años sin poder hacer lo que amo. Para ti, son tres años haciendo justo lo que amas.

—Y tres años lejos de ti.

—Pero, si yo no estuviera en la ecuación, irías.

—No eres una variable que se pueda eliminar. —Alineé la tarjeta perforada con el resto del águila y los agujeritos parpadearon por la luz al deslizarla en su sitio. Ojalá fuese tan fácil encontrar las palabras. Tenía que haber una manera de seguir aquella conversación y salir del bucle—. Ya ha sido muy duro en la Luna y solo hemos estado separados tres meses. Y desde allí podíamos hablar de vez en cuando y enviarnos cartas.

Agitó la mano como si eso no fuera un problema.

—El programa tiene un teletipo establecido para los cónyuges y un canal de radio exclusivo. Sí, habría un retraso notable, pero podríamos hablar. Habías pensado en retirarte. Cuéntame otra vez por qué.

Suspiré, pero por eso había acudido a él. Aparte de porque era mi marido y aquella decisión le afectaría directamente. Nathaniel me ayudaba a entenderme mejor a mí misma, a veces solo con sus preguntas.

—Por muchas razones. El recorrido que hago… Soy básicamente una conductora de autobús. Sí, claro, un autobús en el espacio, pero aun así… Quiero hacer algo importante. Lo cual es sumamente banal y egocéntrico, y debería sentirme agradecida por tener trabajo, pero…

Nathaniel se aclaró la garganta y me miró con las cejas levantadas.

Hice una pausa y cerré los ojos. Diantres. Nunca superaría la sensación de que debía disculparme por querer sobresalir. «2, 3, 5, 7, 11, 13…».

—Quiero marcar la diferencia. —No me fulminó ningún rayo. Abrí los ojos y me concentré en las garras del águila, pero avancé a la parte más difícil de la conversación—. Pero si queremos formar una familia…

Se arrancó un hilo suelto de la rodilla de los pantalones.

—Podemos esperar hasta que vuelvas.

—¿Seguro? —Suspiré mientras cortaba la parte sobrante de una tarjeta, que cayó flotando sobre la mesa. Seguíamos postergando el tema de los hijos y teníamos razones de peso, pero si me iba…—. La radiación. El tiempo en el espacio y lo que les hará a mis huesos, incluso con los ejercicios de mejora. Quizá no sea capaz de tener hijos cuando vuelva.

—Si es así y no tiene solución, entonces la raza humana estará condenada de todos modos. —Nathaniel se frotó la nuca y miró al suelo—. Perdona. He sido un poco brusco. De acuerdo. Digamos que te retiras del programa espacial. ¿Qué harías?

Abrí la boca y, al respirar, el aire trajo consigo una visión de ese posible futuro. Trabajaría en el departamento de informática hasta que me quedase embarazada. Entonces, me despedirían. Cocinaría, limpiaría, criaría a nuestro hijo hasta que alcanzara cierta edad y me haría voluntaria de organizaciones benéficas, como había hecho mi madre. Todo ello sería importante, pero en una esfera muy pequeña y reducida. Las matemáticas, pilotar y el espacio serían puertas cerradas.

—Rayos.

Nathaniel resopló. Se inclinó hacia delante y me puso una mano en el brazo.

—¿Serías feliz?

Deseaba ambas cosas. ¿Por qué no podía tenerlas? Pero tenía razón. No quería renunciar a los vuelos espaciales. Sí, era una conductora de autobús glorificada, pero era un trabajo de una belleza que no existía en la Tierra. Lo de Marte seguía sin estar claro, pero…

—No. —Busqué otra tarjeta perforada para no tener que mirarlo a la cara al admitir mi egoísmo—. Quiero tener hijos, pero la vida que deseo no sería justa para ellos. Si no es Marte, será otra cosa la que absorba mi atención y mi tiempo.

Cogió aire como si quisiera decir algo, pero contuvo la respiración. No lo presioné para que me dijera lo que había decidido callarse y, en su lugar, me concentré en mi manualidad. Digo esto, pero mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, era evidente que yo respondía a su silencio, porque coloqué tarjetas perforadas para crear un huevo entre las garras del águila. No obstante, mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, fue como si respondiera a su silencio, porque coloqué las tarjetas para crear un huevo entre las garras del águila.

La silla crujió cuando se dejó caer hacia atrás.

—De acuerdo. Los niños quedan fuera de la ecuación. Eso simplifica las cosas. ¿Quieres ir?

—No lo sé. —Tres años. Tres años separada de aquel hombre que me entendía tan bien que no me cuestionaba ni intentaba convencerme de que me equivocaba. A diferencia de en el espacio, aquí mis lágrimas caían, y el águila en mis manos se volvió borrosa.

Nathaniel me la quitó con cariño y me abrazó. En retrospectiva, supongo que el águila había respondido a todas sus preguntas.

Estaba volando, pero volvía la cabeza hacia un lado, como si mirase hacia atrás por encima del hombro. Tenía un huevo entre las garras. El simbolismo era un poco brusco, pero claro.

Incluso después de hablar con Nathaniel, seguía inquieta y no tenía ni idea de qué respuesta darle a Clemons. Como mi marido todavía tenía trabajo, fingí estar bien y él me lo permitió, aunque que no se lo creyó. Salí al pasillo para volver al ala de astronautas y me detuve.

No tenía nada que hacer porque Clemons me había despejado la agenda para que me pusiera al día con Marte. Asumió que diría «sí». Podría adoptar una postura benevolente y pensar que su objetivo era darme espacio para que tomase una decisión, pero no tenía sentido ignorar las experiencias anteriores.

Acuné la nueva águila de tarjetas perforadas en una mano y me dirigí al ala de los astronautas para coger mi bolso. Si no tenía nada que hacer, sería mejor irme. Quizá pasaría por una librería, me iría a casa y hundiría los dedos de los pies en la nueva alfombra.

De camino al despacho, me encontré con Jacira y Parker, que salían con Betty, quien había pasado de ser astronauta a relaciones públicas. A medida que el cuerpo de astronautas crecía, los trabajos se especializaron y Clemons reconoció que tenía más sentido usar a Betty como relaciones públicas que como piloto. Se la veía más feliz así y hacía entrevistas en la Tierra y en el espacio. Saludé a Parker con un gesto seco de la cabeza, pero él me sonrió. Nunca me había fiado de esa sonrisa.

—York, vamos a la entrada a firmar algunos autógrafos. ¿Quieres venir?

Sabía que odiaba firmar autógrafos. A Betty se le iluminó el rostro y se balanceó sobre los dedos de los pies. Detrás de ella, Jacira me dirigió una mirada y juntó las manos en gesto

de súplica. Era difícil decirle que no cuando parecía un cachorrillo desesperado.

—Claro. Dadme un minuto para ir a por el bolso. —Pasé por delante de ellos para entrar en mi pequeño despacho y lo cogí del escritorio. Con cuidado, metí el águila dentro para llevarla a casa.

Cuando volví, Parker tenía las manos en las caderas y levantaba la barbilla.

No lo hiciste.

—Mach quatro. Honesto. —Jacira levantó las manos—. Você pode verificar os logs do computador da minha trajetória, mas isso vai mudar a maneira como viajamos.

Parker frunció el ceño y sus cejas se juntaron en una línea mientras articulaba una palabra. Después, asintió con decisión y dijo:

—De que maneira?

Levanté una ceja.

—¿Ahora hablas portugués?

—Lo intento. —Se encogió de hombros y giramos la esquina en dirección a la entrada del edificio—. Pensé que me sería útil con los miembros brasileños del equipo de Marte. Ahora en serio, ¿Mach cuatro?

—Sí. —Jacira asintió.

—¿Habláis del Tiberius-47? —Me colgué el bolso del codo y me sentí bastante celosa de que Jacira hubiera probado esa maravilla.

—Es una belleza. —Hizo una pausa mientras Parker nos abría la puerta principal—. Estamos probando la eficacia de los arcos parabólicos para recorrer el planeta con un menor consumo de combustible.

Parker nos siguió afuera y dejó que la pesada puerta de cristal y metal se cerrase a nuestras espaldas.

—¿En qué clase de pista puedes aterrizar a esa velocidad?

—Necesité toda la longitud de la… Mierda. —Jacira suspiró y negó con la cabeza—. La niña de la granja Williams ha vuelto.

Tardé unos segundos en recordar qué era «la granja Williams». Un cohete había caído en la granja y matado a la mayoría de los habitantes. Jacira miraba a una niña con trenzas castañas, vestida con un mono andrajoso, que estaba entre un grupo de niños de aspecto similar.

La había visto antes, pero de esa forma en que ves a la misma gente a diario sin fijarte demasiado. Incluso entonces, cuando Jacira la señaló, no destacaba entre la multitud. Al mirarla, nada en ella indicaba que hubiera vivido una tragedia. Pobre niña.

Betty se giró y nos dirigió una sonrisa deslumbrante, como si no pasara nada.

—Tendremos que tratarla con cuidado. Alguno de los periodistas de fuera la habrá traído como complemento para…

Me separé del grupo y me acerqué a la verja. No soportaba oírla hablar así de una niña cuya familia había muerto, como si fuera una herramienta. Era una cría. «Tratarla con cuidado», y una porra. Crucé las puertas y me abrí paso entre la multitud de periodistas y su séquito. Todos me gritaban.

—¡Doctora York! ¿Qué querían los asaltantes?

—¡Elma! ¿Pasó miedo?

—¿Los gérmenes espaciales son peligrosos?

A aquellas alturas, tenía práctica en ignorar las preguntas, así que seguí adelante y dejé que se apartaran de mi camino. Me acerqué a la chica Williams. Ella levantó la cabecita para mirarme.

Su voz se elevó con el tono agudo de los niños.

—¿Todavía va a ir a Marte?

Asentí con la cabeza, aunque nunca había formado parte de la misión.

—Quizá tú también vayas algún día. ¿Cómo te llamas?

—Dorothy. —Jugueteó con una de sus trenzas. Mientras tanto, a nuestro alrededor, los cámaras nos fotografiaban. Alguien nos grababa, pero por mí podían irse al cuerno; me daban igual. Dorothy ladeó la cabeza, como si lo considerase.

—¿Tendrá hijos en Marte?

La franqueza de los niños. Se me encogió el pecho, como si sus palabras me hubieran dejado sin aire. Era imposible que supiera de mi conversación con Nathaniel. Como si hubiera habido solo una. Había sido una discusión que se había alargado durante dos años y, aunque parecía resuelta, no me resultaba fácil. Sin embargo, esbocé la sonrisa de rigor, la que pones cuando vas vestida con setenta y tres kilos de traje espacial en la gravedad de la Tierra mientras un fotógrafo te hace una foto más.

Había aprendido a sonreír a pesar del dolor.

—Sí, cariño. Todos los niños que nazcan en Marte estarán allí gracias a mí.

—¿Y los que nacen aquí?

¿Qué pasaba con los huérfanos como ella y con todas las personas que el Gobierno no consideraba importantes? Peor aún, si se desmantelaba el programa espacial, ¿qué pasaría con todos los niños como ella, que crecerían en una Tierra moribunda? Me arrodillé ante Dorothy, que había tomado mi decisión por mí, y saqué el águila del bolso.

—Son los más importantes.

Después de hablar con Dorothy y los demás niños, volví a entrar y fui directa a la oficina de Clemons. La señora Kare, su secretaria, levantó la vista de la máquina de escribir con una sonrisa.

—Doctora York, qué alegría tenerla de nuevo en la Tierra.

—Gracias. —Señalé con la cabeza al interior del despacho—. ¿Está aquí?

—Sí, y creo que no está al teléfono. Deje que lo compruebe. —Presionó el botón del intercomunicador—. ¿Señor? York ha venido a verlo.

—¿Cuál de ellos?

—La astronauta.

Lo oí gruñir a través de la puerta y del intercomunicador.

—Que pase.

Incluso después de tantos años, a veces se me humedecían las palmas de las manos cuando tenía que hablar con Clemons. No era racional, pero el cerebro hacía cosas raras. Sea como sea, me limpié las palmas en los pantalones antes de abrir la puerta al interior lleno de humo de tabaco del despacho.

Clemons tenía un puro en una mano. Se reclinó en la silla y me miró mientras entraba. Su barriga habría crecido con los años, pero su cara no había perdido ni una gota de severidad.

—Siéntese.

—No le robaré mucho tiempo. —Me senté en la silla frente a él, molesta porque ya me estaba disculpando por la intromisión—. Lo haré. Iré a Marte.

Apagó el puro y dio una palmada con una sonrisa, encantado.

—Queridísima Elma, no se hace una idea de lo importante que es esto.

Acababa de conocer a los niños a los que nuestro triunfo o fracaso afectaría directamente. Estaba casi segura de que me hacía una mejor idea de lo que estaba en juego que Clemons, aislado en su despacho.

—Haré todo lo que esté en mi mano para que sigamos adelante.

—Excelente. —Metió la mano en el cajón del archivador de su mesa y sacó una carpeta—. Le pedí a la señora Kare que le preparase un dosier; esperaba que dijera que sí. Aquí tiene la línea temporal inicial y el plan para que se ponga al día con el resto del equipo.

Revisamos la información y me la explicó a grandes rasgos. Al mirar los parámetros y todo lo que tendría que aprender para ponerme al día, empecé a emocionarme. Llevaba tanto tiempo sin enfrentarme a un reto que la sangre me bullía de excitación.

Hasta que salí del despacho con la carpeta bajo el brazo, abandoné del edificio, me subí al tranvía para ir el centro y abrí el dosier para echarle un vistazo, no me di cuenta de que no le había contado a Nathaniel que ya había tomado una decisión.

Vivir en el espacio por mi cuenta me había hecho olvidar cómo formar parte de una pareja.

El destino celeste

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