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Capítulo 2 La Cygnus 14 se desvía del rumbo debido a un error o a un fallo del sistema

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Por Steven Lee Myers

Kansas City (Kansas), 20 de agosto de 1961 — Una de las naves espaciales de clase Cygnus que transportaba astronautas de la estación espacial Lunetta de la Coalición Aeroespacial Internacional de regreso a la Tierra aterrizó hoy a unos 420 kilómetros de su objetivo previsto, según fuentes oficiales, a causa de un fallo técnico o a un error del piloto durante el descenso. La nave es una variante de las que se utilizan desde el inicio del programa, pero este modelo en particular era una versión nueva que hacía su primer viaje con cohetes y sistemas de control modificados pensados para facilitar el descenso y el aterrizaje.

Los brazos me pesaban dos mil kilos y un caballo se sentaba sobre mi pecho, daba coces a las paredes y las hacía retumbar. Abrí los ojos con esfuerzo para ver por qué nadie lo ahuyentaba y me encontré con un campo gris de regolito. No era la Luna. No. Era la silla de delante. Giré la cabeza con un gruñido, pero me detuve cuando las náuseas me revolvieron el estómago.

En algún momento, la fuerza g había aumentado lo suficiente como para que me desmayase. No sé cómo el capitán se las había arreglado para aterrizar el cohete ni qué había fallado, pero, milagrosamente, habíamos sobrevivido.

Los golpes continuaron, aunque el caballo solo era, en realidad, el peso de mi cuerpo sometido a la gravedad de la Tierra por primera vez en tres meses. El aire apestaba a vómito y orina. Despacio, giré la cabeza para comprobar el panel de telemetría de soporte vital. Los parámetros eran los normales de la Tierra, pero, hasta que abrieran la puerta, estaríamos encerrados en una lata hermética y había que seguir los protocolos.

Después me volví para asegurarme de que Helen estaba bien. Seguía inconsciente, lo que no era sorprendente, pero, por lo demás, parecía ilesa.

Cerré los ojos y respiré por la boca poco a poco mientras esperábamos a que el equipo de rescate subiera a bordo. Se estaban tomando su tiempo. Por otra parte, no sabía cuánto tiempo llevábamos allí ni con qué otros problemas tendrían que lidiar. Quizá una de las ruedas de aterrizaje se había incendiado o algo parecido.

Después de una cantidad de tiempo vergonzosa, por fin me di cuenta de que los golpes provenían de la escotilla. Estaría atascada. A pesar de que mi educación sureña me empujaba a levantarme e intentar ayudar, los años de formación como astronauta me recordaron la lista de verificación reglamentaria.

¿Olor a humo? No. ¿Oxígeno? Confirmado. ¿Heridos? Yo estaba bien y Helen también; abrí los ojos y, con cuidado, me volví en el asiento para observar la cabina. Los demás pasajeros estaban pálidos o verdosos, pero nadie parecía sufrir nada más grave que un poco de angustia. Crucé la mirada con un hombre negro al otro lado del pasillo que tenía la nariz rota. Era uno de los geólogos del equipo de Marte; no recordaba su nombre.

—¿Deberíamos ayudar con la puerta?

Evité negar con la cabeza.

—Tienen las herramientas. Estamos a salvo, así que dejemos que hagan su trabajo.

Asintió y se puso de color verde. Tragó y le dediqué un gesto compasivo. Al cambiar de un entorno gravitatorio a otro, los movimientos bruscos de cabeza provocaban náuseas.

Leonard Flannery, así se llamaba. Habíamos mantenido una conversación agradable sobre el valle del Loira en la boda de Helen y Reynard. Que no hubiera aprovechado la oportunidad de probar el vino de la región cuando transportaba aviones durante la guerra lo había horrorizado.

Mi decisión de no moverme probó ser la correcta cuando la escotilla se abrió con un silbido por el cambio de presión. El rugido distante de los aviones de seguimiento T-38 retumbó dentro de la cabina. La luz del sol y el aire fresco entraron, acompañados del olor a caucho quemado, a tierra fresca y, casi imperceptible entre lo demás, a hierba recién cortada. Cerré los ojos porque me negaba a llorar por un poco de césped.

—¡Que nadie se mueva! —El seguro de un arma chasqueó, metal contra metal.

Mis ojos se abrieron por voluntad propia. Por la escotilla entraron seis hombres vestidos con ropas de camuflaje de cazador que nos apuntaban con rifles. Eran una mezcla de blancos, negros y otros tonos intermedios y llevaban diferentes tipos de máscaras para cubrirse las caras. Uno llevaba un pasamontañas que ocultaba todos sus rasgos excepto que era negro. Otro, que tenía la piel enrojecida por el sol, se cubría el rostro con un pañuelo, como un bandido de cómic. Un tercero llevaba una máscara de gas y los demás se escondían tras mascarillas de construcción.

¿Cómo habían burlado la seguridad de la CAI? Un segundo. Los aviones de seguimiento seguían dando vueltas. No sabía dónde había tenido que aterrizar el capitán, pero sospechaba que no estábamos en Kansas. No había rutinas ni protocolos para aquello.

A mi lado, Helen gruñó.

—¡Oye, tú, cállate! —Un hombre con pasamontañas, armado y con un acento muy marcado de Brooklyn atravesó el pasillo a zancadas para apuntar a Helen, que levantó la cabeza como un resorte y vomitó. Como la profesional que era, se las apañó para girarse y no mancharme, aunque la bilis le salpicó el muslo. Provocó una ola de arcadas por toda la cabina.

Tragué saliva con la mandíbula en tensión. ¿Quién me iba a decir que los años de lidiar con vómitos provocados por la ansiedad me serían de utilidad algún día? Aun así, tuve que esforzarme por mantener a raya el estrés y el peso de la gravedad mientras el hombre de Brooklyn cambiaba de objetivo con cada nuevo sonido. Detrás de la máscara, entrecerraba los ojos marrones con rabia.

—¿Están enfermos?

Detrás de mí, alguien más vomitó. Otro de los hombres dijo:

—¡No os quitéis las máscaras! No querréis pillarlo.

—Gérmenes espaciales.

Reírse no era la opción más inteligente, pero, sin quererlo, se me escapó un sonoro «¡ja!». Rebotó por la cabina y atrajo todas las miradas. Lo siento, pero ¿gérmenes espaciales? Parecía algo sacado de una radionovela.

—¿Te hace gracia? —El hombre de Brooklyn se acercó a mí y me puso la pistola en la sien. El frío metal se hundió en mi piel hasta presionar el hueso—. ¿Envenenar la Tierra te parece divertido?

—Por favor, no. No hagáis esto. —Leonard se inclinó hacia delante, lo que tensó las correas—. Sabéis lo que dirán. No…

—Cierra la boca. —El de Brooklyn apuntó a Leonard—. No me apetece escuchar al tío Tom. Tú eres parte del problema y hemos venido a ponerle fin.

—¡Oye! —El hombre de la máscara de gas avanzó con paso militar y el arma inclinada. Su voz resonaba como la de un sargento de instrucción a pesar de estar amortiguada detrás de un filtro—. Me da igual si están enfermos, se nos acaba el tiempo. No tendremos otra oportunidad como esta. ¡Joder! Eres la mujer astronauta.

Me había encontrado con admiradores muchas veces, pero no esperaba que me pasara a punta de pistola. No obstante, me daba una ligera idea de qué hacer a continuación.

Sabía cómo hablar con admiradores. A pesar de tener un arma en la sien, le sonreí. Tras las lentes de la máscara de gas, tenía los ojos de un color avellana fangoso, con una mota oscura en uno de ellos.

—Debe de gustarte Mr. Wizard.

—A mi hija le encanta. —Se le suavizó la mirada un instante, pero sacudió la cabeza y cuadró los hombros—. Eso no importa. Aunque… —Llamó la atención del hombre de Brooklyn con unos golpecitos en el brazo—. Ella nos servirá. Le prestarán atención.

—¿No queríamos a los pilotos?

—Pero no podemos llegar hasta ellos, ¿verdad? La puta escotilla está sellada. Ella es una celebridad. Un tesoro nacional. Nos harán…

Se oyeron sirenas en la distancia que se acercaban cada vez más. El de Brooklyn se puso rígido y se volvió hacia la entrada.

—Mierda. Han llegado muy rápido.

—¿Qué esperabas, idiota? —Mi admirador extendió la mano y me agarró del brazo para sacarme del asiento sin desatar antes las correas de los hombros.

—¿Me permites? —Levanté las manos con cuidado para que pudiera verlas—. Hay muchas hebillas.

Gruñó y retrocedió para dejarme espacio. Me peleé con las correas de los hombros con dedos torpes. La gravedad de la Tierra tiraba de mí y hasta las correas daban la sensación de pesar mil kilos. Daba igual el tiempo que pasara en el gimnasio de la Luna, la primera semana en la Tierra siempre era un infierno. Mientras tanto, las sirenas se acercaban.

Desde su asiento, Leonard habló:

—No uséis a una mujer blanca como rehén. Por favor, sabéis lo que pasará.

Mi admirador dudó un segundo, pero al final negó con la cabeza.

—Si usamos a un negrata, les dará igual. Pero ¿la mujer astronauta? Así nos harán caso.

Cuando me liberé de la segunda correa, mi admirador me agarró otra vez del brazo y me obligó a levantarme. Apoyé todo el peso en él y así el asiento que tenía delante mientras mi cerebro trataba de averiguar qué hacer con todo el peso extra. Me esforcé por mantenerme en pie mientras la cabina daba vueltas a mi alrededor. Vomitar me parecía un buen plan.

—Está… —A Helen se le trabó la voz detrás de mí, pero lo volvió a intentar—. Estará mareada. Caminad despacio si no quieres que te vomite encima.

Tenía el estómago vacío porque evitaba comer antes de los viajes. Aun así, me quedé quieta para intentar orientarme.

—¿Qué queréis que haga?

—Te pondrás en la puerta y les transmitirás nuestras exigencias. —El de Brooklyn me empujó por el pasillo y me tambaleé mientras mis pies se arrastraban por la gravedad.

Mi admirador me agarró antes de que me cayera.

—Haz lo que digamos y nadie saldrá herido.

—Sí, claro. —Empezaba a respirar con dificultad, no sé si por el esfuerzo o por el miedo. Quizá un poco por ambos. Me apoyé en mi admirador para avanzar hasta la escotilla del cohete.

Los demás pasajeros ya se habían despertado. Antes conocía a todos los miembros del cuerpo de astronautas, pero ahora reconocía a la mitad, y algunos solo me resultaban vagamente familiares. Al menos sabía que Helen, Leonard y Malouf saldrían del apuro. Junto a la puerta, Cecil Marlowe, del departamento de ingeniería, se peleaba con las correas como si tuviera intención de levantarse. Ruby Donaldson parecía una niña con sus coletas rubias, pero había sido médico en el frente durante la guerra.

¿Qué estarían haciendo los pilotos en la cabina delantera? Suponía que estaban conscientes y al tanto de lo que pasaba o, al menos, de que alguien que no pertenecía al equipo de rescate había subido a bordo. Había un intercomunicador en la parte trasera, pero no había cámaras. Si estuviera en su lugar, escucharía para tratar de obtener más información. También informaría al Control de Misión.

Me aclaré la garganta.

—Y vosotros seis, ¿qué queréis que diga?

El de Brooklyn me detuvo al final del pasillo.

—Diles que la Tierra tiene problemas. Que dejen el espacio tranquilo hasta que solucionen los asuntos de aquí abajo.

Asentí despacio. Eran terraprimeristas; debería haberlo deducido antes. La mayoría eran refugiados de las regiones que más habían sufrido las secuelas del meteorito. El tipo de Brooklyn probablemente lo había perdido todo y, al ser negro, lo habrían abandonado a su suerte en las ruinas de la ciudad.

—De acuerdo, pero no necesitáis retener al resto de los pasajeros para que yo dé un mensaje.

—Qué más quisieras.

—Sería un bonito gesto. —Fuera, los vehículos de rescate se detuvieron con las luces parpadeantes encendidas. Había una ambulancia local y tres camiones de bomberos, pero ni rastro de la CAI. Uno aparcó de lado y leí «Condado de Madison» en el lateral—. ¿Dónde estamos?

—En Alabama.

—Vaya, vale. Pasará un rato hasta que alguien de la CAI llegue. —Incluso con los aviones de seguimiento y los rastreadores por radar que indicaban dónde habíamos aterrizado, todavía tendrían que viajar—. Algunas personas no se encuentran bien, ¿por qué no dejáis que vayan a la ambulancia? Aislaría los gérmenes espaciales.

Uno de los hombres se asomó y volvió a meter la cabeza.

—Se acercan los técnicos sanitarios.

—Haz que se detengan. —Mi admirador levantó la barbilla y los filtros de la máscara de gas se tambalearon con el movimiento.

El hombre de la puerta respiró hondo, sacó su rifle y disparó al aire. El sonido rebotó en la cabina y la llenó de ecos violentos. Gritó hacia afuera.

—¡Ni un paso más!

El de Brooklyn me empujó hacia delante. Me clavó el pulgar en la carne del brazo, pero su agarre era lo único que me mantenía en pie.

Mi admirador me miró.

—Pídeles que venga un equipo de noticias. Y el presidente. Y el doctor Martin Luther King Jr.

—Y el secretario general de la ONU —añadió uno de los hombres con bandanas. Era el que tenía la piel más oscura del grupo y un acento británico que me sorprendió. Conocía a otros británicos de color, pero creía que todos los terraprimeristas eran estadounidenses.

—Pero eso no… —«No va a pasar», quería decir, pero me contuve a tiempo—. No será rápido.

El británico levantó una ceja.

—La ambulancia ha llegado muy rápido.

—Porque es local. —No sabía qué hacer. Lo mío eran las matemáticas y pilotar naves espaciales. Todo lo que sabía sobre las situaciones de rehenes era lo que había visto en las películas, y estaba bastante segura de que De repente no era un buen modelo que seguir. Ninguno de aquellos hombres confundiría una pistola de juguete con un revólver. No había manera de electrocutarlos. Además, apenas me mantenía en pie. Conseguir que mantuvieran la calma y que cooperaran parecía la única alternativa.

—Se lo diré, pero tened en cuenta que habrá que esperar.

—No estás en posición de decirnos qué hacer —repuso el británico.

—Lo sé. Solo quiero que tengáis toda la información. Hay cinco horas en avión desde Kansas, ¿vale? Es lo único que digo. —En realidad, eran poco más de dos horas, pero tener algo de tiempo extra no vendría mal. Lo cierto es que podrían subir al presidente en un T-38 y traerlo en veinte minutos, pero era muy poco probable. Me volví hacia la puerta y entrecerré los ojos ante la luz solar directa—. Preguntarán por qué queréis hablar con ellos.

—Lo sabrán cuando vengan, ¿de acuerdo? —Mi admirador señaló la puerta—. Un equipo de noticias, el presidente, el doctor King y el secretario general de la ONU. Ni una palabra más. ¿Lo has entendido?

El de Brooklyn atravesó el pasillo y apuntó a Helen con el rifle.

—Como seguro.

Me mantenía en pie gracias a la adrenalina y al hecho de que durante décadas había aprendido a disimular la ansiedad. Dentro del traje, notaba la piel tensa y las rodillas temblaban con cada latido acelerado del corazón. Al final, asentí y di un paso hacia la escotilla.

Apoyé la mano en el marco. Me temblaban los dedos, lo que frustraba mi intento de mostrar confianza. Los bomberos estaban de pie cerca del camión, claramente discutiendo sobre qué hacer, mientras que el conductor de la ambulancia tenía la radio en la mano y hablaba con alguien. Uno de los bomberos me vio y le dio un codazo al que estaba a su lado.

Respiré hondo para gritar las instrucciones de nuestros captores. Respirar el aire sin filtrar, cargado de polvo, polen y humo del combustible quemado, me provocó un ataque de tos. Agarrada al marco de la escotilla, me doblé sobre mí misma. No por la fuerza de la tos, sino para no desmayarme. Alguien me apoyó una mano en la espalda y otra en el brazo para sujetarme.

—¿Estás bien? —Mi admirador se agachó, y usó el marco como escudo.

Asentí con la cabeza y me arrepentí al instante. Apreté la mandíbula, tragué con fuerza y esperé a que todo dejase de dar vueltas.

—¿Me ayudas a levantarme? Con cuidado.

Asintió y la máscara de gas se balanceó. Me ayudó a incorporarme y me dejó una mano en el brazo. Clavó sus ojos de ese color avellana fangoso en mí hasta que respiré con más normalidad. El sanitario se había acercado mientras tosía, como si no pudiera evitarlo.

Me centré en él, un joven blanco de unos veinte años, con el pelo rubio y encrespado que se rebelaba contra la gomina.

—Estos hombres quieren que venga un equipo de noticias y hablar con el presidente, el secretario general de la ONU y el doctor Martin Luther King Jr.

—¿Quiénes son? —Un bombero con los hombros anchos como un oso y las mejillas pálidas salpicadas de pecas se apartó del grupo—. ¿Qué es lo que quieren?

Miré a un lado y mi admirador negó con la cabeza.

—Diles que lo sabrán cuando llegue el presidente.

Lo cual, conociendo al Gobierno, no ocurriría.

Al final del pasillo, el hombre de Brooklyn aún apuntaba a Helen, así que repetí el mensaje antes de alejarme de la luz del sol.

—¿Puedo sentarme?

Esperaba que me dijeran que no por puro rencor, pero mi admirador me acompañó de vuelta a mi asiento. El de Brooklyn bajó el arma mientras nos acercábamos y Helen se desplomó, como si el rifle hubiera sido lo único que la sostenía.

Por mucho que quisiera dejarme caer en el asiento, me senté con sumo cuidado. Mi admirador me ayudó, como si fuera una anciana en vez de una rehén. Me aclaré la garganta; habría dado cualquier cosa por un poco de agua.

—Quizá deberíamos hablar de lo que queréis que diga cuando llegue el presidente. Habíais mencionado los problemas en la Tierra, ¿verdad?

Mi admirador intercambió una mirada con el de Brooklyn y luego miró detrás de mí, supongo que para consultar a los otros captores. Al otro lado del pasillo, Leonard se inclinó un poco en nuestra dirección para escuchar. En algún momento, cuando yo estaba en la parte delantera, se había librado de las correas de los hombros.

Mi admirador me estudió con los ojos entrecerrados. No sé qué vio, pero al final asintió.

—Se están olvidando de la gente de la Tierra. Todo el dinero se destina al programa espacial en lugar de arreglar el desastre que dejó el meteoro. Las personas viven hacinadas en pisos diminutos. Hay refugiados que, después de diez años, todavía no han podido volver a sus casas porque las compañías de seguros se lavan las manos al afirmar que ha sido «una acción de Dios» y los gobiernos se ocupan de «asignar los recursos» según sea necesario. —Frunció el ceño—. Como si no estuviera claro adónde van esos recursos. Como si no fuera evidente cuáles son los barrios a los que se les da la espalda.

Pasaba tanto tiempo dentro de la industria espacial y trabajando codo con codo con personas que entendían a la perfección la situación climática de la Tierra que a menudo olvidaba que mucha gente tenía necesidades más inmediatas.

—Si la temperatura sigue subiendo como los meteorólogos esperan que haga, todos estaremos en peligro, a menos que nos hayamos establecido en otros planetas. El programa espacial es para la gente de la Tierra.

—Por favor. Esto ya lo hemos visto antes. El espacio será para las élites, mientras que los demás nos quedaremos atrás.

Negué con la cabeza.

—No. No será así.

—Mira a tu alrededor.

Lo hice y giré la cabeza con mucho cuidado para no agravar las náuseas. Los captores se habían dispersado. Dos de ellos se encontraban en la parte de atrás de la cabina, tres estaban en la puerta y mi admirador se había quedado a mi lado. Los pasajeros tenían un color gris verdoso, aunque no sabría decir si se debía a la gravedad o a la situación. A ambas, probablemente. Helen tenía las manos dobladas sobre el regazo y la misma expresión seria que cuando jugaba al ajedrez o hacía cálculos. Leonard escondía las manos en las axilas y se mordía el labio inferior mientras nos miraba. A Ruby Donaldson le temblaba la rodilla derecha y Vanderbilt DeBeer se mordía la cutícula del pulgar.

—Vale. Todo el mundo tiene muy mala pinta.

—Vuelve a mirar. ¿Cuántos se parecen a mí?

Observé a Leonard, al otro lado del pasillo, y él me dedicó una mueca. De verdad, algún día me daré cuenta antes de esas cosas. En un cohete lleno de astronautas, había un hombre negro, una mujer taiwanesa y treinta personas blancas. O veintinueve blancas y una judía, según cómo se me contase.

—No puedo decir que te equivocas…

—Pero vas a intentarlo de todas formas. —Agitó el arma en la mano.

—Son las primeras etapas del programa. —La gente tenía una idea glamurosa del programa espacial por culpa de series como Buck Rogers en el siglo xxv, que no se parecían en nada a la realidad—. Vivo en la Luna seis meses al año. No tenemos agua corriente. Duermo en un saco de dormir. No hay alcohol. —Al menos, nada digerible—. Toda la comida está enlatada y un error podría matar a la colonia entera. Ahora mismo, se necesita una combinación muy específica de habilidades para ir al espacio. Estoy bastante segura de que todas las personas que están aquí tienen un máster o un doctorado.

Mi admirador se inclinó y entrecerró los ojos detrás de la máscara de gas.

—Y asumes que los negros no los tienen.

Al otro lado del pasillo, Leonard se aclaró la garganta.

—Está claro que algunos sí. —Se calló cuando mi admirador se volvió a mirarlo.

Sacudió la cabeza y gruñó.

—A ver qué tienes que decir, tío Tom.

Leonard puso los ojos en blanco.

—Los tipos de títulos que buscan requieren algo más que trabajo duro. Se necesita dinero y conexiones. Todo esto me parece una soberana estupidez, pero estoy de acuerdo con el motivo por el que lo hacéis.

Las naves espaciales tienen una característica esencial: son herméticas. Incluso con la escotilla abierta al aire húmedo de la Tierra, apenas había corriente. Era agosto y estábamos en el sur. ¿Recuerdas que la gente había vomitado por todas partes a causa del descenso?

Después de cuatro horas de espera, el calor y el olor empeoraron. En circunstancias normales, a estas alturas ya estaríamos flotando en camas de agua en el centro de aclimatación de la CAI. En vez de eso, debíamos permanecer sentados en posición vertical mientras sufríamos la gravedad de la Tierra en una habitación sofocante impregnada del hedor de los desechos humanos.

Helen se inclinó hacia delante y me puso la mano en la pierna; luego me dio golpecitos con el dedo índice. Era una mujer brillante. Código morse. Apoyé la mano en la suya como si nos consoláramos la una a la otra y le di un golpecito afirmativo.

Con una cadena de golpes largos y cortos, deletreó: «Usa el miedo a los gérmenes».

Le di unos golpecitos en el dorso de su mano para preguntar: «¿Cómo?».

«Me hago la muerta. —Hizo una pausa y me miró de reojo—. Tú habla».

Por raro que parezca, sabía que se le daba muy bien hacerse la muerta. En la formación para ser astronautas hay una cosa llamada «simulador de muerte» donde representamos lo que sucede cuando un astronauta muere. Por lo general, el astronauta que saca la tarjeta de «muerto» se sienta a un lado durante el resto de la simulación, pero Helen había representado la escena de su muerte, adornada con unos estertores alarmantes, y luego se había quedado tirada en una postura de lo más espeluznante.

No me cabía duda de que funcionaría, pero era imposible que el presidente viniera, y no había forma de saber cuál sería la reacción de aquellos hombres si no lo hacía. Me enderecé para buscar a mi admirador. Se llamaba Roy, de lo que me había enterado porque el de Brooklyn le había preguntado dónde estaba el baño.

Probablemente Roy fuera la única persona que se encontraba cómoda en la nave gracias a la máscara de gas. Levanté la mano para llamar su atención y, gracias al cielo, se acercó.

—He pensado en vuestras exigencias y quisiera sugerir algo.

—Me muero por oírlo.

En uno de los actos más heroicos que he visto jamás, Helen se inclinó hacia delante, sacudió la cabeza con violencia y vomitó sobre los zapatos de Roy. Reprodujo todos los movimientos que solemos evitar al volver a la Tierra para no vomitar en una rápida secuencia con una precisión brillante.

Roy retrocedió a trompicones y chocó con el asiento de Leonard. Incluso detrás de la máscara de gas, torció el gesto con repulsión.

Los demás captores se pusieron en alerta al instante y levantaron las armas para apuntarnos mientras trataban de identificar el problema. Helen levantó una mano temblorosa y gimió.

—Gérmenes espaciales —dijo entre toses.

Después, se desplomó sobre mi regazo. Aunque sabía lo que iba a hacer, retrocedí con auténtica sorpresa. Le puse la mano en la garganta para comprobarle el pulso, que latía firme y acelerado. Miré a Roy e hice lo posible porque me creyera.

—Está bastante mal.

Detrás de Roy, Leonard se inclinó hacia delante en el asiento.

—¿Creéis que alguien os va a escuchar si dejáis morir a una nave llena de astronautas? ¿Creéis que el doctor King apoyará vuestra causa?

Sin apartar la mano del cuello de Helen, supliqué:

—Por favor. Como muestra de buena fe, dejad que las personas más enfermas salgan del cohete.

—¿Quieres que renunciemos a lo único que tenemos para negociar?

—Un acto de compasión, como dejar que quienes no se encuentran bien reciban la atención médica que necesitan, ayudaría a que os escuchasen. —No parecía dispuesto a ceder. Ni siquiera un poco—. Yo me quedaré como intermediaria.

Entonces, Dawn Sabados, de comunicaciones, vomitó y uno de los hombres de piel clara que llevaba bandana perdió la compostura. Sacudió la cabeza y miró a Roy.

—Venga. Antes de que nos contagiemos todos.

A salvo tras la máscara de gas, Roy se volvió para mirar a sus compañeros. El de Brooklyn se pinzaba la nariz con una mano, incluso por encima del pasamontañas. La apartó lo necesario para hablar:

—Hazlo.

—De acuerdo. —Me agarró por los brazos—. Tendrás que explicarles lo que pasa.

Me quité a Helen del regazo. Se quedó igual de «muerta» que en el simulacro y dejó caer un brazo al suelo. Roy me ayudó a incorporarme. La habitación empezó a balancearse y a volverse gris a mi alrededor. Me agarré a algo, creo que al respaldo del asiento, hasta que me sentí lo bastante firme como para arrastrarme por el pasillo.

Antes de llegar a la escotilla, me detuve y me volví hacia Roy.

—Los paramédicos tendrán que acercarse para ayudarlos cuando salgan. La mayoría estarán demasiado débiles como para caminar por su cuenta.

El británico levantó la vista desde su posición junto al marco de la escotilla, con el rifle preparado.

—¿De dos en dos?

Roy asintió.

—Sin heroicidades.

—Entendido.

Avancé hacia la entrada. El británico extendió una mano para estabilizarme. El sol se había puesto en el cielo y lo teñía todo de un precioso color dorado salpicado por las luces rojas y azules de los servicios de emergencia. Las ambulancias se habían multiplicado y también habían llegado coches de policía. Los terraprimeristas habían conseguido sus equipos de noticias. Habían venido las tres cadenas de televisión, además de múltiples estaciones de radio.

Pero no se acercaban demasiado, claro. Todo el mundo se situaba detrás del cordón militar con el que habían cercado el cohete. Cuando me asomé por el marco, todas las armas se levantaron para apuntarme. Tragué saliva antes de hablar.

—Dejarán salir a algunos astronautas como muestra de buena fe. De dos en dos. Los paramédicos pueden acercarse para ayudarlos.

Después me apartaron de la escotilla de un tirón. Las rodillas se me doblaron y caí al suelo de la nave. El británico me agarró y me levantó, pero el cambio repentino fue demasiado y me desmayé.

Cuando desperté, estaba sola con los terraprimeristas en una nave que apestaba a vómito y miedo.

El destino celeste

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