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Capítulo 6 Italia sufre por la ola de calor

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Roma, Italia, 4 de septiembre de 1961 — Se establecerá un racionamiento del agua en Roma, que sufre ante la peor ola de calor y sequía del país en setenta años. Se han atribuido al menos 21 muertes al calor, a las tormentas que lo acompañan y al ahogamiento de quienes buscan un poco de alivio.

Las tormentas eléctricas de ayer dieron un respiro del calor a algunas áreas, pero no a Roma. Los rayos mataron a varias personas y a docenas de animales de granja y causaron varios incendios. La compañía del agua de Roma anunció un programa de racionamiento rotativo que privará de agua a todos los hogares durante la mayor parte de una jornada de la próxima semana.

Clemons miró al suelo y la piel del cuello se le enrojeció donde rozaba con la camisa. Asintió con decisión y se volvió para recoger el puro y la revista de la mesa.

—Use mi teléfono.

—Iré a su casa y…

—Por favor. —La súplica me sorprendió, y enmudecí. Clemons me enseñó la portada de la revista. La revista Time mostraba una enorme representación artística de Marte junto con una sola palabra: «¿Por qué?»—. Si decide no ir, necesito saberlo de inmediato porque harán falta todos los recursos de la agencia para impedir que el asunto implosione.

Tragué y asentí, pero no me iba a echar atrás.

En cuanto salió de la habitación, cogí el teléfono y llamé a casa de Helen. Enrollé el cable con los dedos y me apoyé en la mesa, incapaz de sentarme en su silla. A veces tenía un sentido del decoro muy extraño.

El teléfono sonó tres veces antes de que Helen contestara.

—Residencia Carmouche. Al habla Helen Carmouche.

—Hola. Soy Elma. —Me aclaré la garganta en el silencio de la línea. El ligero crujido de la estática respondía un sinfín de preguntas—. Me acabo de enterar de que te han echado, pero Clemons me ha dicho que estabas de acuerdo. ¿Lo estás de verdad?

—Así puedo pasar más tiempo con Reynard.

—Pero has trabajado muy duro. —Le di tiempo para responder, pero solo los débiles sonidos de su respiración me hicieron saber que la línea seguía abierta—. Le he dicho a Clemons que no iré a menos que estés de acuerdo.

—Sí. Claro, Elma. Tienes mi permiso. —Cuando Helen se alteraba, recuperaba el acento taiwanés. Cuando se enfadaba, sonaba como una aristócrata del Atlántico Medio. En ese momento, hablaba con la Katharine Hepburn de la rabia.

—De verdad, si no te parece bien, renunciaré. De hecho, ya le he avisado de ello.

—¡Por el amor de Dios! Te he dicho que estaba de acuerdo. Te doy permiso para que vayas. ¿Quieres que te diga que estoy contenta? No lo estoy. Eres mi amiga, pero no mentiré para que te sientas mejor.

—Lo siento, no quería… Le diré que no iré.

—Eso sería sacrificar una pieza sin ningún motivo. —Helen suspiró y parte de la ira desapareció de su voz—. Ya has salido en todos los periódicos. Si te retiras, será un escándalo y el programa perderá el apoyo. Entiendo la situación, pero no me parece bien.

—Podemos darle la vuelta. Destacaremos tus horas de entrenamiento y el hecho de que estás más cualificada.

—Sé realista. Esto no tiene nada que ver con el entrenamiento. —En sus palabras, escuché el eco de Roy y los terraprimeristas—. Conozco mi sitio en los Estados Unidos y en la industria espacial. Si cedo, me pondrán en la segunda oleada de naves. Si me hubiera negado, habrían encontrado la manera de echarme del programa de forma permanente y me habrían reemplazado de todas formas. Pues claro que dije que sí, y lo hice con una sonrisa. Era la única respuesta inteligente.

—Pues usaremos el hecho de que, al parecer, soy imprescindible. Le diré a Clemons que no iré si tú no vas.

En cuanto lo dije, me vinieron a la cabeza todas las razones por las que esa idea no funcionaría. Las dos conocíamos las limitaciones de las naves, pero Helen las expresó en voz alta. Podía captar el desdén en su respiración.

—No se puede añadir a otro miembro al equipo por los recursos adicionales necesarios y el peso que añadiría.

—Pero… —Me callé, sin saber cómo responder. Tenía que haber alguna manera de conseguirlo.

—Tendrían que reemplazar a alguien más y, gracias, pero no. No quiero ser la que hizo que echaran a otro miembro de la misión. Eso dejaría al equipo con dos personas a las que odiar.

Incliné la cabeza sobre el pecho, hundida por el peso de sus palabras.

—Lo siento.

—Lo sé. —Esas dos palabras contenían muchas más. «Sé que te arrepientes. Sé que no quieres que te odie. Sé que nada va a cambiar»—. Esperaré. No es justo, pero al menos es una estrategia a la que estoy acostumbrada.

Eso hizo que me sintiera aún peor.

En cuanto dije que sí, el departamento de publicidad de la CAI se puso a trabajar a toda máquina. Quizá ya lo habían planeado o quizá fuera por la revista. Revistas, más bien, porque Time no había sido la única que había publicado artículos negativos. La oposición al programa espacial no era tan evidente desde la Luna, donde no recibíamos precisamente la prensa diaria.

Fuera cual fuera la razón, dos semanas después me encontraba en Los Ángeles, en los camerinos del programa The Tonight Show con Stetson Parker.

Me había tomado un Miltown en el hotel. En ese momento, miraba a la pared y recitaba en silencio la secuencia de Fibonacci para intentar calmarme. Al menos, ya no vomitaba. Casi nunca.

«1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144…».

Detrás de mí, Parker caminaba en círculos y sacudía las manos como si tratara de devolverles la sangre. Un ayudante con un portapapeles nos esperaba con un auricular gigante en la oreja, como si estuviera en el Control de Misión.

«233, 377, 610, 987, 1 597, 2 584, 4 181, 6 765…».

El hombre del portapapeles se acerco y susurró:

—Le toca.

En el plató, Jack Paar dijo:

—Por favor, denles la bienvenida a mis siguientes invitados, el coronel Stetson Parker y la doctora Elma York.

Me aparté de la pared a tiempo de ver cómo Parker esbozaba una sonrisa perfecta. Me indicó con un gesto que pasara delante.

—Las damas primero.

Mi sonrisa me parecía frágil y falsa. Mientras la tela de la falda me cosquilleaba las piernas, salí a los focos y los aplausos. Detrás de los bancos de luces y cámaras, el auditorio estaba lleno de personas reales y, más allá de ellas, había millones de espectadores sentados ante sus televisiones.

«10 946, 17 711, 28 657…».

El señor Paar me estrechó la mano y luego la de Parker. Pasamos por el ritual de sonreír y saludar a la audiencia antes de sentarnos en los sillones de cuero a juego con el del presentador. Había un micrófono plateado en el suelo entre Parker y yo y crucé las piernas con cuidado para no golpearlo con los tacones.

Jack Paar se ajustó la corbata de marca que lo caracterizaba y se inclinó hacia nosotros como si fuéramos las únicas personas de la sala.

—Muchas gracias a los dos por acompañarnos. Tengo que confesar que, en el fondo, aún tengo cinco años. Sé que es obvio, pero necesito preguntarlo. ¿Los dos han estado en la Luna?

Parker se rio. Tengo que reconocer que su risa es bonita.

—A mí también me cuesta creerlo. Hay días en los que tengo que pellizcarme.

—Doctora York, usted vive en la Luna, ¿no es cierto?

—Así es, vivo en la colonia lunar unos seis meses al año.

—Debe de ser fascinante. —Jack Paar se acercó más, con la sonrisa fascinada de un niño en el rostro—. ¿Cómo es?

—Se parece a vivir en la Tierra más de lo que imagina. Piloto una de las naves de transporte que traslada a geólogos y mineros a varios enclaves. Sigo una ruta regular, así que, en realidad, no es muy distinto de conducir un autobús.

A mi lado, Parker se rio.

—No deje que la doctora York se menosprecie. Pilotar una de esas naves requiere mucha habilidad debido a los mascones, concentraciones de masa.

Jack Paar levantó una ceja casi hasta la línea del pelo.

—¿Y qué son? ¿Grupos de fanáticos?

Le agradecía haberme hecho reír, aunque fuera por un chiste malo, porque, si no, me habría quedado con la boca abierta ante el cumplido de Parker.

—Concentraciones de masa, no de masas. Hay zonas localizadas en la Luna donde las rocas tienen mayor densidad, lo que hace que la nave se descienda inesperadamente.

—Un segundo, ¿hay sitios en la Luna donde hay más gravedad?

Asentí.

—También en la Tierra, pero tan ligeros que no los notamos. Es una de las razones por las que los trayectos en la Luna no se pueden automatizar; los cálculos son demasiado complicados para un ordenador que tendría que ser lo bastante pequeño como para caber en la nave. —Como si a alguien le interesasen los cálculos. Estaba allí para ensalzar las ventajas del programa de Marte—. Sea como sea, la colonia lunar nos da una idea de cómo será la de Marte. Se parece mucho a lo que debieron de sentir los primeros colonos en los Estados Unidos.

—¿Es cierto que hay un museo de arte lunar en la colonia?

—Así es. —Sonreí con más ganas, hasta que sentí que se me iba a rasgar la piel—. Aunque, en total, no es más que un metro y medio de armarios. Tenemos una pequeña exhibición giratoria creada por los colonos con esculturas, textiles y dibujos.

Parker esbozó también su sonrisa de lameculos.

—Es cierto. Lo visito cada vez que voy a la Luna. Me ayuda a darme cuenta de que la humanidad prosperará entre las estrellas. El impulso de crear arte es uno de los rasgos más definitorios del ser humano.

—Qué ganas de ver cómo Marte inspirará a los artistas. —¿Se podía ser más ridícula? Pero era lo que me habían pedido. Se me revolvía el estómago con cada sonrisa y, por una vez en la vida, no era solo por la ansiedad. Era por la manera en que me estaban utilizando.

—Ahora me gustaría hacer una pregunta más seria, si me lo permite. Doctora York, en su regreso a la Tierra un grupo de terroristas secuestró su nave. ¿Cómo fue la experiencia?

—No eran exactamente terroristas, solo un grupo de hombres que estaban de caza que… —Me retuvieron a punta de pistola—. Estaban preocupados por quedarse en la Tierra.

Parker intervino y se inclinó hacia delante con los codos en las rodillas y los dedos juntos, como un rabino pensativo.

—Esa es una de las cosas que más me gustan de trabajar en la CAI. Salimos al espacio para allanar el camino a los demás. En los tiempos del Lejano Oeste, a nadie se le habría ocurrido cruzar el país llevando a la abuela en un carromato, pero, ahora, puede ir a cualquier parte. Pasa lo mismo en el espacio.

—Exacto. Nuestra misión es conseguir que el espacio sea seguro para las abuelas. —Cuando soltaba tonterías de este tipo, nadie diría que tenía un doctorado en física y otro en matemáticas. Aunque quizá fuera una oportunidad para dirigirme a las personas como Roy, que temían quedarse atrás—. Es un trabajo de equipo. Hay gente de todo el mundo trabajando en el programa espacial. Por ejemplo, Helen Carmouche es una calculadora de vuelo originaria de Taiwán. Ella tuvo la idea que sacó a todo el mundo sano y salvo de la Cygnus 14.

—Y tú ejecutaste esa idea. —La sonrisa de Parker era cegadora—. Por eso tenemos tanta suerte de que vayas a Marte con nosotros.

Imbécil.

—Solo soy una parte pequeña de un equipo más grande. Tenemos a Kamilah Shamoun, de Argelia, Estevan Terrazas, de España, y Rafael Avelino, de Brasil, solo por nombrar a algunos. —Quería dirigirme a las cámaras y apelar directamente a Roy, que estaría en prisión en algún lugar del país, y decirle: «¿Lo ves? No son solo los blancos. Todos trabajamos juntos». En vez de eso, dije—: Es como una Exposición Universal voladora.

Eso hizo reír al público. Genial. Tres hurras por mí. Parker se rio con ellos y se inclinó hacia Jack Paar.

—Y, por supuesto, todos los que forman parte de la misión son expertos en más de un campo.

Jack Paar alzó las cejas.

—¿De veras? ¿Y cuál es el suyo?

—Soy el comandante de la misión, pero también soy piloto y lingüista. —Parker me señaló con el pulgar—. La doctora York es física, calculadora y piloto. Una triple amenaza. Si supiera jugar al ajedrez, sería el paquete completo.

Mantuve la sonrisa y me reí con ellos. Por supuesto, Helen jugaba al ajedrez. Yo no.

Debería haber vuelto al hotel a estudiar tras terminar el programa, pero ¿cómo iba a estar tan cerca de mi hermano y no visitarlo? Cuando el servicio de coches nos dejó a Parker y a mí en el hotel, Hershel ya me esperaba con Tommy en uno de los sofás de terciopelo del vestíbulo. Mi hermano no había cambiado demasiado desde que nos habíamos visto en el Rosh Hashaná, pero Tommy había crecido un poco. Supongo que esa era la diferencia entre los dieciséis y los diecisiete años. Su cara todavía conservaba la suavidad de la niñez, pero su mandíbula empezaba a cuadrarse con las mismas líneas que la de mi padre.

Mi sobrino se levantó de un salto con una sonrisa de cachorrillo. Cruzó la sala para abrazarme mientras Hershel se peleaba para ponerse de pie con las muletas.

—¡Tía Elma! —Tommy me hizo retroceder un paso con su entusiasmo. Por favor, Dios, que mi querido niño nunca pierda la alegría.

«Mi querido niño». Por un segundo, el recordatorio de que nunca tendría un hijo de mi propia sangre me cegó y me aferré a mi sobrino con una fuerza innecesaria.

—Hola, tigre. —Lo solté y me volví hacia Parker, que se había detenido a mi lado—. Deja que te presente a…

—¡Toma ya! ¡Es Stetson Parker!

Parker esbozó su sonrisa zalamera.

—Así es. —Le ofreció la mano y se saludaron como hombres—. Debes de ser Tommy.

Casi me caí de espaldas. No recordaba haberle hablado nunca de mi sobrino. Sí. Lo había hecho. El simulacro de muerte. Todos los astronautas habían establecido qué hacer en caso de que muriéramos en las misiones lunares. Habíamos detallado a quién contactar y en qué orden, así que Parker sabía quién era Tommy igual que yo sabía que sus gemelos se llamaban Elmer y Watson.

—Sí, señor, lo soy. —Tommy aún le daba la mano a Parker y el pecho se le había hinchado hasta tres veces su tamaño habitual al pensar que le había hablado de él.

Hershel se acercó a nosotros con el ligero chasquido de los refuerzos de sus piernas.

—Tommy, seguro de que el coronel Parker tiene cosas que hacer.

—Por desgracia, sí. —Parker retiró la mano y fingió una sonrisa apenada muy convincente—. Y seguro que querrás pasar un rato con tu tía.

Tener un hermano que ha sobrevivido a la polio hacía que me fijase en ciertos detalles. Parker no miró las muletas de Hershel ni los refuerzos de sus piernas. La mayoría lo hacía y, después, le dirigía una mirada de compasión. Parker, a pesar de todos sus defectos, trató a mi hermano con absoluta normalidad.

Después de guiñarle un ojo a Tommy, se alejó de nosotros como el gran héroe americano. Por encima del hombro, nos llamó.

—No la entretengáis demasiado; tiene deberes y mañana hay clase.

Capullo. Era cierto, pero innecesario. Me volví hacia mi familia.

—¿Vamos al restaurante? Me muero de hambre. —Y me vendría bien una copa. Menos mal que el restaurante seguía el horario de Hollywood.

—Por mí, perfecto. —Hershel se balanceó a mi lado hacia el puesto de la encargada al lado del vestíbulo—. La tía Esther te manda recuerdos. Doris también.

—Mamá no podía venir porque Rachel está castigada. —Tommy negó con la cabeza e intentó parecer serio, como un adulto—. Por fumar.

—¿Cómo? —¿Mi sobrina de trece años fumaba?

—Tommy. —Hershel frunció el ceño y miró a su hijo por encima de las gafas—. No te corresponde contarlo.

—Solo es la tía Elma.

Hershel se aclaró la garganta.

—No sé si tu hermana diría lo mismo.

El proceso de encontrar asiento en el restaurante retrasó la inmensa lista de preguntas que tenía. Era incapaz de imaginar a mi sobrina con un cigarrillo. ¡Tenía trece años! No, catorce. Aun así. Dios. Tendría quince años cuando nos marchásemos a Marte y dieciocho cuando volviera a casa. Tommy estaría en la universidad.

—Elma. —Hershel me puso una mano en la muñeca—. ¿Qué pasa?

—¿Qué? —Pestañeé para volver a la realidad. Me picaban los ojos—. Ha sido un día largo.

Miró a mi sobrino de reojo. No sé si me sentía aliviada de que Tommy estuviera allí, porque de ese modo Hershel no podía interrogarme, o decepcionada por no poder contárselo todo a mi hermano. En realidad, ¿qué había que contar? Nathaniel y yo no íbamos a tener hijos y dudaba que aquella decisión fuera a sorprender a nadie, y menos aún a mi hermano.

Hershel se metió la mano en el bolsillo.

—Tienen una gramola. Tommy, ¿qué tal si eliges una canción?

Como un conejillo, cogió las monedas de diez centavos y salió disparado. Hershel se volvió hacia mí.

—¿Y bien?

Suspiré y negué con la cabeza.

—Me conoces demasiado bien.

—Y sé que me das largas. No tardará en volver.

—Acabo de darme cuenta de cuánto crecerán mientras no esté. —Me encogí de hombros e hice girar el vaso de agua sobre la mesa—. No había hecho las cuentas.

—Es la primera vez que te escucho decir que no habías hecho las cuentas.

Le saqué la lengua. Muy adulto por mi parte.

—Ya me cuesta procesar lo rápido que crecen, y no me he perdido tres años. Por cierto, ¿qué pasa con Rachel?

Miró por encima del hombro a Tommy, que leía la información de todas y cada una de las canciones de la gramola.

—No lo sabe todo. La pillamos fumando marihuana.

—¿Y no me lo habías dicho?

—Fue ayer. —Se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz—. Hay un chico, al que no he matado.

—Yo podría.

Se rio.

—Tendrías que pillarlo antes que Doris. Como sea, es de último año y, al parecer, muy guapo y tiene coche. Le ofreció llevarla a casa después del ensayo de la banda.

Me quedé fría.

—No habrán… Ya sabes.

—No. Por eso sigue vivo. —La música empezó a sonar y Hershel miró por encima del hombro—. Se acabó el tiempo. Ten en cuenta que Rachel estará castigada todo el tiempo que pases fuera.

Asentí y me tragué la angustia mientras Tommy volvía al ritmo de la música. Había elegido «Sixty-Minute Man». Odiaba esa canción.

El destino celeste

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